Bresca. El guardia suizo. Rafael Hidalgo Navarro
Capítulo 41
Dedicado a Rocío y Margarita, en recuerdo de vuestro padre Fernando Larraz, quien soñaba con escribir libros para que un día os sintierais tan orgullosas de él como él lo estaba de vosotras.
“… porque escrito está:
«Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas»”
Mateo, 26,31
Capítulo 1
El espejo la retaba. Con fría insolencia le arrojaba el abanico de arrugas que se abría junto a unos ojos menguados y serenos cuyo brillo turquesa no se había extinguido. Wafa chasqueó la lengua con un punto de disgusto mientras con las yemas de los dedos trataba inútilmente de alisar aquellas patas de gallo. Cómo había corrido la vida, a la fuga y sin descanso, tan esquiva como la ráfaga de aire que concluye en un portazo. Todavía sentía ganas de hacer cosas, visitar lugares, conocer gente, pero las fuerzas ya no la acompañaban. ¿Quién era la anciana que la miraba desde el otro lado? Una extraña o, peor aún, una impostora que usurpaba el puesto que debiera ocupar Wafa, la verdadera Wafa.
Tras la muerte de su marido, seis años atrás, había quedado a solas con sus recuerdos, unos buenos, otros no. Algunos tan presentes y vivos como si acabasen de suceder; muchos, confusos e ideales, entreverados con lo que pudo haber sido y no fue.
Meneó la cabeza queriendo alejar aquellos pensamientos que la entristecían. No debía dejarse llevar por la melancolía. En cuanto acabase las oraciones en la mezquita acudiría a casa de su hijo mayor; quería solicitar su aprobación de cara al viaje que pensaba emprender a Lucerna para visitar a sus primos. En realidad no le urgía hacer esa gestión, todavía faltaban tres meses y ni siquiera estaba muy segura de querer ir; sin embargo le parecía una buena excusa para pasar un rato con sus nietos. Ahora ellos eran el manantial de sus ilusiones.
Sentía una especial debilidad por la más pequeña, Ghaada, un regalo tardano e inesperado, con esa carita redonda y risueña, y sus mejillas orondas y sedosas como la piel de un melocotón. Compraría unos bollos en la tienda de Nasim y les daría una sorpresa para la merienda.
Con el ánimo más templado, continuó cepillándose el largo cabello argénteo. Una vez alisado lo trenzó diestramente y se cubrió con el hiyab. Estaba lista. Había que ponerse en marcha para escapar a la pesadumbre.
Una bandada de estorninos dibujaba nubes danzarinas sobre los tejados de la mezquita. Sus graznidos alborotados amortiguaban el sonido de la ciudad confiriendo a la tarde un aire festivo.
La otrora Iglesia de Nuestra Señora de Brujas conservaba en lo fundamental el aspecto exterior del templo cristiano. Ciertamente ya no había cruces y la imponente torre que acariciara el cielo de la antigua Flandes había sufrido algunas transformaciones para acabar convertida en un minarete; mas, en cualquier caso, el aspecto del conjunto era perfectamente reconocible.
Donde los cambios sí habían sido profundos era en el interior del edificio. Allí las estatuas que custodiaban las columnas habían desaparecido siendo sustituidas por unos grandes medallones negros con doradas inscripciones coránicas. Tampoco quedaba rastro del coro ni del órgano que sobre él se erigiera.
Ninguna cruz, ningún Cristo, ningún símbolo que recordase el anterior culto. Las tumbas de Carlos el Temerario y María de Borgoña habían sucumbido a la prueba del fuego, y solo una deteriorada Madonna de Miguel Ángel, cuyos pedazos
amartillados habían sido rescatados de la furia iconoclasta en el último momento, había encontrado asilo en un modesto museo propiedad de la mezquita.
Otra novedad era la creación de dos zonas perfectamente diferenciadas para cada uno de los sexos. El espacio de las mujeres quedaba al fondo del templo, separado del resto por una celosía. No dejaba de ser un privilegio, ya que en la mayor parte de las mezquitas las mujeres tenían prohibida la entrada.
Hacia el acceso reservado a ellas se dirigía Wafa cuando una voz a su espalda la sobresaltó.
– ¿Erika Wetter?
Nadie conocía ese nombre. Era un nombre infame, proscrito, mancillado. Ese nombre había sido enterrado mucho tiempo antes del Decreto de Conversión. De hecho no lo había utilizado desde que tenía nueve años, cuando sus padres se lo cambiaron proporcionándole el apellido de su madre, pasando a llamarse Erika Wyss.
Wafa se giró inquieta, poniéndose en guardia ante el individuo que se había dirigido a ella. Su aspecto no podía ser más inofensivo. No era fácil adivinar su edad, en todo caso debía ser mayor que ella. Delgado, casi famélico, con una fina y cana barba que se extendía hasta el cuello. Cubría la cabeza con una gorra Ascot en desuso hacía lustros. Por su talla debió ser buen mozo de joven, aunque la americana raída y el pantalón desflecado le dieran un aire mendicante. Del hombro derecho le colgaba una desgastada cartera color tostada.
– ¿Quién es usted? –preguntó dejando entrever su turbación.
– Me llamo Daniel Frei –respondió en alemán–. Por favor, estoy buscando a Erika Wetter. Es por una cuestión de suma importancia. ¿Es usted?
Por su lado pasaban mujeres que se encaminaban a la entrada de la mezquita, mientras otras cuidaban de sus ruidosos retoños en el parque adyacente.
– ¿Qué desea?
– ¿Es usted Erika Wetter? –insistió.
– Me llamo Wafa.
Tras unos segundos añadió en alemán:
– Pero sí, antes de mi conversión a Alá, el misericordioso, me llamaba Erika.
En el rostro del hombre asomó un gesto de satisfacción.
– Llevo tanto tiempo buscándola. No se puede imaginar. La he visto salir de su casa y la he seguido hasta aquí para no comprometerla. Verá –continuó a la par que se destocaba el gorro y lo sujetaba tímidamente entre las manos–, yo era amigo de su padre.
– ¿De mi padre?
– Sí, del vicecomandante Wetter. Serví bajo sus órdenes en la Guardia Suiza.
Wafa sintió que la sangre huía de su cabeza; en apenas unos segundos comenzaron a zumbarle los oídos y a notar un dolor punzante en las sienes.
Oír hablar de la Guardia Suiza sonaba tan exótico y lejano como hacerlo de la guerra de las dos rosas o del descubrimiento del Lago Victoria. Pero para Wafa representaba una realidad bien distinta, sobre todo si se la vinculaba a Franziskus Wetter, su progenitor.
Desde pequeña aquel nombre había quedado relegado al ostracismo. Nadie debía vincularla al mismo, estaba maldito. Su nombre era Erika Wyss, hija de Silvia Wyss y de su marido Peter Meier.
Por qué, entonces, un desconocido venía a resucitar los fantasmas de la pequeña Erika Wetter, la misma que se agazapaba en lo más recóndito de su existencia oculta bajo las varias identidades que el paso del tiempo había precipitado sobre ella.
– Pero no puede ser –dijo con un hilo de voz–. Con lo que ocurrió. Además, la Guardia Suiza desapareció hace por lo menos setenta años.
– Setenta y tres, para ser exactos.
– Entonces, ¿se puede saber qué edad tiene usted?
– Noventa y cuatro cumplidos el cinco de diciembre.
El tránsito de mujeres había cesado; solo un par de rezagadas se aproximaban a buen paso hacia la puerta del templo.
– Verá; como le he dicho conocí a su padre. Puedo imaginar lo que pensará, con aquellas cosas que se dijeron, pero ha de saber que desconoce las más importantes –Daniel dejó de hablar; por un momento parecía como si valorase si debía continuar. Miró a Wafa fijamente y prosiguió–. Todo lo que se publicó sobre él era mentira. Le puedo asegurar que sé de lo que hablo.