Bresca. El guardia suizo. Rafael Hidalgo Navarro

Bresca. El guardia suizo - Rafael Hidalgo Navarro


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invisible oprimía su esófago. Las palabras de aquel desconocido que la contemplaba azorado habían desatado en ella una vorágine de sentimientos encontrados. ¿Piedad, rencor, vergüenza, incomprensión?, no sabría decir lo que brotaba de su corazón. A todos los efectos su padre había sido Peter, segundo esposo de su madre. Un buen hombre que la había tratado con cariño y solicitud. ¿Por qué en la recta final de su vida tenía que reaparecer Franziskus Wetter? ¿Y por qué le afectaba tanto saber de aquel individuo? Franziskus Wetter estaba muerto; muerto para el mundo y muerto en su corazón. ¿Qué sabía de él? Jamás se molestó en llamarla, ni en escribirle una mísera carta; simplemente se esfumó un buen día para nunca más volver.

      De aquel hombre nunca se hablaba en casa. Aun así de vez en cuando le llegaban algunas noticias, historias fragmentadas del terrible suceso acaecido en Roma. Ella nunca se atrevió a indagar pues era consciente de que saber demasiado podría comprometerla. Y, sin embargo, las palabras de aquel amojamado anciano resonaban con fuerza en su interior: lo que se había dicho de su padre era mentira, mentira, mentira, ¡mentira!

      – Discúlpeme –acertó a decir rompiendo el incómodo silencio–, hace muchos años que nadie me ha hablado de Franziskus, y ahora aparece usted, inesperadamente, y me empieza a decir… Yo no sé.

      – Sí, la comprendo.

      Daniel inclinó su cabeza con mansedumbre. Ensimismado, clavó la mirada en el suelo.

      De pronto alzó el rostro y fijando la vista en el cielo rompió su silencio.

      – Ya vienen.

      Wafa no entendió. ¿Quién venía? ¿Y para qué? El hombre descolgó la cartera de su hombro y se la ofreció.

      – He traído esto para usted. Ha sido el único modo. Si se lo hubiera hecho llegar por cualquier medio electrónico lo habrían detectado.

      Ella cogió aquel objeto con recelo. Solo entonces se percató de que bajo el graznido de los estorninos y el griterío de los niños iba emergiendo, cada vez más nítido e intenso, el sonido de una sirena.

      – Verá, carezco de visado y desde que llegué a buscarla me he refugiado en el barrio cristiano. A pesar de que he tomado todas las precauciones, los localizadores ya han debido alertar a la policía, de modo que casi no nos queda tiempo. Solo quiero que sepa que poder ayudar a su padre ha sido una de las pocas cosas de mi vida de las que me siento orgulloso. Y ahora conocer a su hija colma las aspiraciones que me quedaban en este mundo. Ha sido un placer.

      La saludó con una inclinación de cabeza, se cubrió con su gorra y girando sobre sus talones se alejó de ella. Apenas había atravesado la calle cuando un coche de la policía apareció por una de las vías adyacentes. Daniel se detuvo y esperó apacible mientras el vehículo se detenía ante él con un brusco frenazo. Dos agentes bajaron del mismo y encarándosele le pidieron la documentación.

      – Menos mal que han aparecido –les respondió en un perfecto francés-, de no ser por ustedes no sé cómo habría podido volver a mi hospedaje.

      – Eso ya nos lo contará en jefatura. Suba al coche.

      El hombre obedeció. Las sirenas se apagaron y tras maniobrar para girar, el vehículo desapareció por donde había venido.

      Aquella fue la primera y única vez que Wafa Mdalel vio a Daniel Frei.

      Capítulo 2

      Volvió directamente a casa sin haber siquiera pisado la mezquita. Se sentía como si portara el botín de un robo y toda la ciudad anduviera buscándola para detenerla. Tan pronto entró en el piso activó el código de bloqueo de la puerta y apoyó la espalda contra la pared. El corazón le latía tan deprisa que parecía que se le fuera a escapar.

      Un torbellino de impresiones se arremolinaba en su interior sin orden ni sentido. Aquel extraño, la cartera, la sirena, la proclamación de la inocencia de su padre, su conversación en alemán, la policía deteniendo al anciano. Tenía que tranquilizarse, devolver la normalidad a su vida lo más rápidamente posible.

      Tras acompasar la respiración, dejó la cartera sobre la mesa del comedor y fue a su cuarto a cambiarse de ropa.

      – Necesito un té –murmuró mientras se quitaba el hiyab.

      Se preparó la tisana y llevó la taza al comedor. Acomodándose frente a la mesa, empezó a dar vueltas a la cucharilla; fue entonces cuando posó por primera vez su mirada en el objeto foráneo. La cartera de cuero, ajada y con las hebillas cerradas, yacía ante ella como un animal indefenso que permaneciera agazapado.

      Enseguida tornó la atención a la infusión. Le agradaba sentir la calidez de la taza en la palma de sus manos. El aroma le devolvía poco a poco la serenidad. Nadie llamaba a la puerta, nadie la había seguido, nada había hecho digno de reprobación, tan solo un viejo a quien ni siquiera conocía le había entregado un objeto cuyo contenido ignoraba. ¿Qué le podían reprochar?

      Ingirió unos sorbitos y acto seguido atrajo hacia sí la cartera. Con cautela soltó los pasadores y la abrió. Dentro descubrió un grueso volumen. Lo extrajo lentamente y, tras depositarlo sobre la mesa, levantó la cubierta. Se trataba de un manuscrito. Caramba; aquel hombre había escrito a mano decenas y decenas de páginas. Ya nadie hacía eso; solo los documentos antiguos estaban redactados de ese modo. Desde luego aquel tipo pertenecía a otra era.

      Estaba redactado en alemán, con un trazo bien cuidado, pero Wafa no tenía costumbre de leer textos que no hubieran sido transcritos por una máquina, así que hubo de forzar su atención.

      Querida Erika:

      Comienzo a escribir esta carta con una aplastante sensación de responsabilidad. No sé muy bien por dónde empezar, son tantas las cosas que debo contarte. Quizá por ello temo no encontrar las palabras.

      Te diré que en otro tiempo tuve el inmenso privilegio de servir a las órdenes de tu padre. Quiso la providencia que en muchos aspectos pudiera conocerlo incluso más hondamente que aquellos ligados a él por lazos de amistad o de sangre.

      Si me pongo a la labor de redactar los hechos que a continuación se exponen es por un deber de justicia para con él, el vicecomandante Franziskus Wetter, honor y prenda de la hace tanto tiempo extinta Guardia Suiza Pontificia.

      Soy muy viejo, a estas alturas de mi vida cada uno de mis días es un adiós, pero no puedo abandonar este mundo corroído por la impostura sin que al menos tú sepas la verdad sobre tu padre, la verdad sin componendas ni velos. Los demás podrán odiarlo o ignorarlo, pero no tú, no su pequeña Erika, como te llamaba. Sería como arrebatarle la vida por segunda vez.

      Adquiero ante ti y ante Dios santísimo, Uno y Trino, un compromiso inquebrantable, todo lo que vas a leer es la verdad, sin concesión alguna. Sé que algunas cosas te resultarán dolorosas, pero solo así podrás creerme cuando te exponga los acontecimientos que fueron ocultados o manipulados por aquellos que decidieron acabar con todo lo que él representaba.

      Y ahora, Erika, vas a conocer quién era de verdad tu padre.

      Wafa dejó de leer. Con la mano derecha alejó la taza con el té que restaba. No le había sentado bien, notaba un ingrato aleteo en el estómago. Lejos de remitir, el desasosiego había reverdecido. Miró las hojas abiertas como petunias; o acaso como fauces de lobo.

      “Tengo derecho a olvidar sin dejarme enmarañar por algo sobre lo que no he tenido responsabilidad”, se dijo al mirar hacia adelante. ¡Si acaso yo soy la víctima, en el nombre de Alá! ¿Por qué volver atrás?

      Pero no, no se trataba de olvidar, sino de desconocer. Era la ignorancia, no el olvido, lo que ella había padecido. Cerró los ojos, inspiró y expiró repetidas veces, y retomó la lectura.

      Comenzaré contándote mi propia historia, no se me ocurre otra forma. A menudo la fortuna decide nuestro camino antes de que nosotros lo hayamos hecho, al menos así fue en mi caso.

      Contrariamente a la mayoría de los jóvenes suizos de mi


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