Bresca. El guardia suizo. Rafael Hidalgo Navarro
de un cáncer unos años después, pero eso es otra historia.
El caso es que viendo el partido en casa de Max se me ocurrió comentarles mi intención de alistarme en la Guardia Pontificia.
– ¡La Guardia Pontificia! Pero si cualquier día desaparece –me soltó nuestro anfitrión con cara de asombro.
– ¿Cómo va a desaparecer? –protesté incrédulo–. Tú estás loco.
– ¡Ja!, el loco lo serás tú, ¿o es que no ves las noticias? –insistió–. ¿Acaso no sabes que la Confederación Helvética se está planteando retirar su cooperación con el Vaticano? Es un anacronismo, un estado teocrático y absurdo con una estructura medieval. Suiza es un Estado soberano y no puede apoyar a una organización religiosa ni tener tropas al servicio de otro Estado que, para más inri, no respeta los derechos humanos.
Yo conocía perfectamente la creciente animadversión que despertaba el cristianismo y en particular la Iglesia Católica. Un incesante bombardeo de noticias la ponía en el centro de controversias y escándalos. Sin embargo, a pesar de que no podía ser ajeno al clima hostil, mi positiva experiencia con sacerdotes y religiosos y ese desinterés mío por lo público, me inmunizaban hasta cierto punto frente a aquella presión ambiente.
– La Guardia Suiza lleva más de quinientos años sirviendo al Papa –respondí–. Además, da prestigio a nuestro país. Seguro que la mayor parte del mundo desconoce cómo es nuestro ejército o siquiera si lo tenemos, pero ¿quién ignora los uniformes y armas de la Guardia Suiza?
– Ahora ya no –intervino Kurt sin despegar los ojos de la pantalla del televisor.
– Ahora ya no, ¿qué? –pregunté molesto al ver que Kurt parecía ponerse de parte de Max.
– Que ahora ya no es una fuente de prestigio para Suiza –entonces se dignó volverse parar mirarnos–. Precisamente por eso el gobierno y la asamblea federal hace tiempo que vienen discutiendo la posibilidad de retirar su apoyo a la Guardia Pontificia. No somos el único país que toma distancia con el Vaticano, pero sí el más visible, con unos soldados a las órdenes del Papa de Roma.
A continuación Kurt comenzó a soltar una de sus diatribas en las que cargaba contra la Santa Sede, la banca, el gobierno, los pujantes nacionalismos, los medios de comunicación, la industria armamentística, la trata de blancas e, incluso, arremetió contra la industria textil deseosa de acabar de una vez por todas con la estética renacentista.
La exposición de Kurt fue tan extensa que consiguió un efecto benéfico, quitarnos a Max y a mí las ganas de seguir discutiendo del tema, así que en cuanto dejó de disertar para tomar aire, rápidamente cambiamos el rumbo hacia cuestiones futbolísticas, igualmente apasionantes pero bastante más inocuas.
Mis calificaciones como auxiliar de enfermería fueron muy ajustadas y a duras penas obtuve el título. Eso sí, el rector de mi parroquia fue generoso e hizo un informe muy laudatorio sobre mí, y ello a pesar de que mi presencia en los últimos años no había sido muy habitual.
La persona encargada de la selección de candidatos para la Guardia Pontificia nos convocó a una docena de jóvenes en el arzobispado de Berna. Quería aprovechar la presencia de un oficial para que tuviéramos un conocimiento más cercano.
El capitán me produjo una grata impresión. Se llamaba Ueli Ochsenbein y vestía un traje gris con una discreta corbata caoba. Era un cincuentón con la testuz abultada y una barriga oronda que sometía bajo su peso la hebilla del cinturón. El pelo espeso y cano, cortado al cepillo y ausente en la coronilla, le hacía aparentar más edad. Los ojos saltones eran tan claros que parecían emitir luz. Aunque temía una arenga, lo que pronunció fue una suerte de divertido anecdotario salpicado de alusiones a la santidad y de llamadas al servicio a la Iglesia. Con la que estaba cayendo hablar de ese modo representaba un verdadero acto subversivo, pero él parecía ajeno a los prejuicios, comportándose como si el mundo en torno fuera afín a sus postulados. Por lo que se entresacaba de sus explicaciones, de niño había quedado huérfano y se había medio criado con unas tías religiosas a las que iba a visitar cada vez que tenía que hacer un viaje a Suiza. También probó el seminario, pero vio que el sacerdocio no era lo suyo y acabó en la milicia papal.
Nos hicieron test y pruebas escritas, un exhaustivo reconocimiento médico y psicológico y una par de entrevistas, la segunda de ellas en Lucerna con el vicecomandante Vock, pues el comandante no pudo acudir debido a un cambio en la agenda papal de última hora. Dado que había tenido la oportunidad de conocer a los otros aspirantes me quedó clara una cosa: yo no tenía la menor opción. No solo mi expediente académico era muy inferior al de los demás, sino que en las entrevistas apenas fui capaz de proferir otra cosa que monosílabos. Cuando me hacían alguna pregunta mínimamente personal yo sonreía
corrido y respondía con evasivas. Sentí que había protagonizado un desastre sin paliativos.
Apenas regresé a mi hogar redacté un currículo y comencé a enviarlo a todos los hospitales de mi cantón. Debía reorientar mi vida cuanto antes, asumir que no valía para casi nada y conformarme con la mediocridad que estaba a mi alcance.
Cuál no sería mi sorpresa cuando al cabo de una semana recibí una llamada que cambiaría mi vida para siempre.
– Hallo.
– Buenos días. ¿Daniel Frei, por favor?
– Sí, soy yo.
– Le llamo de la secretaría de la Guardia Suiza Pontifica, por favor, no se retire.
Todavía no había tenido tiempo a reaccionar cuando una voz bien timbrada con un elegante acento francés sonó al otro lado de la línea.
– Buenos días. Daniel Frei, ¿verdad?
– Sí señor.
– Le habla el capitán Joël Mouron. Recientemente usted se ha presentado para formar parte de la Guardia Pontificia; ¿me equivoco?
– No. ¡Sí! Quiero decir, que no se equivoca y que sí me he presentado.
– Supongo que continuará interesado –inquirió aquel hombre.
– Eh, sí, sí. ¡Naturalmente! ¡Sí!
– Gratulaziuns, allegra, sea bienvenido. El próximo cuatro de octubre se incorporará a filas. Le haremos llegar telemáticamente un billete de avión al correo electrónico que nos facilitó. También le informaremos de todos los pasos que debe seguir, horarios, documentación, etcétera. A las doce del mediodía deberá estar en el patio de San Dámaso. Podrá entrar por la puerta de Santa Ana, muestre a los alabarderos sus credenciales y ellos le facilitarán el acceso. Y, por favor, sea puntual, como buenos suizos tenemos un prestigio que preservar; ya me entiende –añadió en tono jovial.
Hubiera querido saltar, decirle que en aquel momento me sentía pletórico, que sabía que servía para algo, que no les defraudaría; pero lo único que acertó a salir de mi boca fue:
– Así lo haré.
– Confío en ello. Bongiorno.
– Buenos días, ¡mi capitán!
Capítulo 4
El recibimiento en el Vaticano fue cortés. Sí, ese es el término, cortés. A los diez recién llegados nos trataron con consideración, pero sin afectación. Una de las primeras personas a las que conocimos fue a Fabian Frisch, comandante de la Guardia Suiza Pontificia. En el cuerpo lo apodaban Efe Efe, aunque jamás un alabardero se habría atrevido a pronunciar tal alias en su presencia. He de confesar que la primera vez que lo vi me decepcionó, y no porque no fuera correcto, que lo era a carta cabal, sino más al contrario por su aire de diplomático. En mi imaginación yo esperaba encontrarme a un hombre uniformado, rugiendo órdenes con rabioso aire marcial, la coraza ceñida, el casco emplumado, la espada al cinto, sin embargo tenía ante mí a un señor espigado de ademanes sobrios, facciones angulosas y limpias, con unas lentes de finísimo alambre y trajeado como un ejecutivo.