Bresca. El guardia suizo. Rafael Hidalgo Navarro
que la más venial falta los hubiese profanado. Poseía un cuello liso y diáfano y unas manos nacidas para acariciar la vida.
Cubría completamente el pelo con un pañuelo anudado por atrás del mismo malva que su blusa, y una larga falda de volantes multicolores apuntaba su grácil figura.
Aquel ser puro acompañaba a una mujer muy mayor, o al menos a mí me lo pareció, que postrada en una silla de ruedas cubría sus piernas con una manta de cuadros.
La miré, me miró y me supe descubierto. Torpemente traté de disimular atendiendo para otro lado, pero cuando volví a observarla ella estaba hermoseando el universo con su sonrisa encendida y dulce. Algo cortado mantuve la mirada y entonces ella, sin dejar de sonreír, apretó los labios y agachó levemente la cabeza para fijar la vista en el suelo. En un golpe de audacia inusitado en mí corrí la barrera y me dirigí hacia donde se encontraba. Algunos me saludaban cuando pasaba por su lado y más de uno aprovechó para robarme algunas fotos.
– Buenos días –saludé poniendo marcialmente mi mano sobre la frente–. Creo que desde aquí la señora no verá bien. Si quieren puedo hacerles un hueco en la primera fila, yo las ayudaré.
– Muchas gracias –respondió ruborizándose.
Pedí sitio y, como pude, trasladé la silla de ruedas hasta la parte delantera.
– Si necesitan cualquier cosa no duden en pedírmela. Soy el alabardero Daniel Frei
La anciana encomiaba mi amabilidad sin cesar, pero yo solo tenía oídos para mi aparición.
– Muchas gracias –repitió con suave voz–. Yo me llamo Silvia Mancini.
En aquel momento supe que era un ángel. Y también comprendí cuál es el destino de los ángeles.
Sin embargo aquella audacia mía no había pasado desapercibida al cabo Schnieper quien, como un halcón, bajó de la zona superior de las escaleras donde se encontraba y se encaminó a grandes pasos hacia mi posición. Al igual que habían hecho conmigo, las gentes le fueron dejando hueco. Tan pronto me alcanzó, visiblemente nervioso pero casi en un susurro, me dijo apretando los dientes:
– ¿Se puede saber qué diantres está haciendo, Frei?
– He ayudado a esta señora para que pueda ver bien, mi cabo.
– Vuelva a su sitio, por lo que más quiera. Ya hablaremos usted y yo en cuanto concluya la audiencia.
Saludé de nuevo a Silvia y a la anciana y seguí a Schnieper que echaba fuego. En cuanto llegamos de nuevo a mi puesto se encaró conmigo.
– Alabardero Frei, cuando se han dado las instrucciones no sé qué parte de “permanezcan en sus puestos” no ha entendido.
En ese momento apareció el capitán Mouron. El cabo y yo nos cuadramos.
– Soldado, he visto cómo ayudaba a esa viejecilla. Buen trabajo. Así actúa un guarda suizo. ¿No piensa usted como yo, cabo?
– Sí, mi capitán –contestó Schnieper.
– Muy bien, vuelvan a sus puestos y prosigan con su labor.
– A sus órdenes mi capitán –respondimos al unísono.
Y mientras el cabo subía por las escaleras de espaldas a nosotros, el capitán Mouron me guiñó un ojo y se fue por donde había venido. Si hubiera podido lo habría abrazado allí mismo.
Capítulo 5
Fue el cabo Schnieper quien dio la voz de alarma. Lo recuerdo como si acabara de suceder. Eran las tres de la madrugada del diez de febrero. Yo estaba durmiendo cuando inesperadamente se abrió la puerta de nuestro dormitorio.
– Rápido. A formar. ¡Ya!
Era el sargento mayor Albert Hodler ataviado con el uniforme azul, el mismo que utilizábamos para los entrenamientos, las guardias nocturnas y la custodia de la Puerta de Santa Ana, la más cercana a la residencia papal y a la nuestra.
El sargento mayor era un hombre de anchas espaldas y enjutas carnes, con firme andadura, resuelto de ademanes y un mirar osado y vivo. Todo lo hacía en su momento, a la hora de reír, reía con gana, si tocaba estar serio inspiraba una severidad sacra. Esta manera de ser despertaba respeto y admiración en la tropa.
Giorgio y yo nos levantamos tan rápido como pudimos. Todavía aturdidos, nos vestimos con nuestros uniformes y salimos de la habitación.
El sargento mayor estaba en el pasillo hablando con el capitán Mouron y con el cabo Schnieper. Éste último tenía demudado el color y los ojos abiertos como platos. Cuando le preguntaban, respondía gesticulando excitado.
– A sus órdenes, mi sargento mayor –dijo Giorgio mientas ambos nos cuadrábamos ante el grupo.
Antes de que nos prestara atención, todavía pude oír cómo el capitán Mouron decía a Hodler:
– Yo hablaré con su familia.
El sargento mayor asintió y mientras los otros dos se cuadraban y partían, se giró para hablarnos.
– Se ha producido un luctuoso acontecimiento. El cabo Vallotton ha fallecido. En tanto se aclara lo sucedido debemos incrementar la vigilancia por si uno o varios intrusos hubieran podido penetrar en el recinto. En la armería el furriel les facilitará sendos fusiles. Deben acudir de inmediato a la habitación del Papa y reforzar la custodia con los hombres que hay allí. Los servicios de seguridad y la gendarmería han sido avisados. No se muevan hasta nueva orden.
– A sus órdenes mi sargento mayor –saludamos al unísono, y partimos de allí para cumplir nuestra misión.
Es difícil de explicar la conmoción que desató la muerte del cabo Vallotton. Desde el siglo anterior no se había producido un hecho semejante, en aquel caso vinculado a un episodio de enajenación que acabó con el suicidio del homicida. Entonces los hechos fueron clarificados rápidamente, pero aquí el crimen revestía elementos que lo hacían especialmente perturbador.
Para empezar no se sabía quién o quiénes lo habían cometido. El asesino no había dejado el menor rastro. No había ventanas rotas, ni puertas forzadas y las cámaras de seguridad externa no habían captado ningún movimiento anormal. Tampoco los carabineros habían visto a nadie entrar ni salir.
Además, no existía un móvil aparente. Jean-Louis Vallotton era un buen cabo, sobrio, responsable, diligente, llevaba cuatro años en el cuerpo y se había granjeado la estima de todos. Tenía encomendadas labores administrativas relacionadas con el
mantenimiento ordinario de nuestra pequeña comunidad y colaboraba en obras caritativas.
Sin embargo, lo que más impacto nos causó fue el modo mismo de producirse el crimen. El homicida había accedido a la habitación del cabo (ninguna se cerraba con llave y menos por la noche estando ya ocupadas) y, aprovechando que éste dormía, se había abalanzado sobre él y lo había ahogado metiéndole una bolsa de plástico en la cabeza mientras mantenían su cuerpo inmovilizado. Una inquietud nos atenazaba, pues, en el fondo, cualquiera de nosotros podría haber sido la víctima.
En honor a aquellos hombres, he de decir que a pesar de lo sucedido todos decidieron continuar como hasta entonces sin cerrar las puertas de los dormitorios. No podíamos permitir que el veneno de la desconfianza inoculase su ponzoña en nuestros corazones.
También hay que señalar la extraordinaria labor de nuestro capellán, Don Nicolás Baumer; paternal, afable, velando porque nadie se sintiera solo.
Su Santidad vino a acompañarnos en distintas ocasiones. Agradecía nuestra labor y repetía una y otra vez que nos tenía en sus oraciones. Él, personalmente, presidió la misa funeral.
La repercusión mediática fue delirante. Desde el mar de la China hasta el Golfo de México el caso fue portada de noticiarios y periódicos. Las redes sociales se incendiaron arrojando bulos de lo más disparatado que adquirían carta