Bresca. El guardia suizo. Rafael Hidalgo Navarro

Bresca. El guardia suizo - Rafael Hidalgo Navarro


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Antes de nada tengo que pedirte algo. Los muchachos lo han pasado muy mal. A la pérdida de un compañero se ha sumado el poco tacto empleado por la gendarmería. Así que, por favor, procura llevar el tema con delicadeza, no podemos someterlos a nuevas rondas de interrogatorios y fiscalizaciones. Antes de empezar a indagar y preguntar a algún soldado, valora bien si es imprescindible hacerlo.

      » Y ahora vayamos al asunto. Lo que te voy a contar y mucho más está contenido en este informe que te llevarás en cuanto acabemos –Efe Efe nos mostró un grueso cartapacio con tapas de papel de estraza dentro del cual, además de folios impresos, había un disco de ordenador–. El uno de febrero la jornada transcurrió con normalidad. No hubo actos especiales ni celebraciones litúrgicas en las que participara la Guardia. El cabo Vallotton se encargaba de hacer los pedidos: desde material de oficina como folios o cartuchos de tinta, hasta elementos de aseo como toallas o jabón. Por la mañana estuvo en la oficina y por la tarde, después de comer, realizó su guardia. En todo el día nadie notó nada anormal en su comportamiento. A eso de las ocho, concluida su labor, salió con otros tres compañeros al bar Il Pocolo Rifugio, donde bebieron unas cervezas y regresaron para la cena. Después estuvieron viendo un partido de fútbol hasta la hora de dormir en que se fue a su habitación.

      » Según los forenses, el crimen se produjo entre las dos y las dos y media de la madrugada del día dos. Todo apunta a que el asesino llevaba guantes de látex, pues no se ha encontrado ninguna huella ni resto orgánico. Entró en la habitación y, aprovechando que Jean-Louis Vallotton dormía, le metió una bolsa de plástico en la cabeza. Para cuando el cabo quiso reaccionar, ya estaba inmovilizado, y aunque trató de zafarse le fue imposible, ello precipitó su agonía. El asesino abandonó la habitación sin que, aparentemente, la revolviera ni se llevase nada.

      » A las tres menos cinco el cabo Schnieper acudió para avisarle de que debía hacerle el relevo. Al entrar en el dormitorio se encontró con el cadáver. Rápidamente Schnieper fue a llamar al capitán Mouron; éste lo acompañó, viendo también el cuerpo sin vida de Vallotton. El capitán tocó el cuerpo y comprobó que todavía estaba caliente. Rasgó la bolsa y trató de reanimarlo, pero nada se pudo hacer. Entonces ambos fueron a avisar al sargento mayor Hodler. Los tres volvieron al lugar del crimen e inmediatamente después el sargento mayor activó el protocolo de amenaza, movilizando a algunos hombres para reforzar la protección del Papa. También estableció una custodia en la habitación de Vallotton hasta que viniera el juez y el forense. Acto seguido me lo vino a comunicar a mí. Había pasado el día fuera y pensé que se trataría de algún asunto particularmente urgente, lo que no podía imaginar era… ¡En fin! Ordené que llamaran a los carabineros y acudí al cuarto de Vallotton donde vi su cadáver tendido sobre la cama, la bolsa rasgada, y su rostro con los ojos y la boca completamente abiertos.

      – Por tanto –intervino Bresca–, después del asesinato entrasteis a aquel cuarto el cabo Schnieper, el capitán Mouron, el sargento mayor Hodler y tú.

      – Así fue.

      – ¿Qué pasó después?

      – Vino el juez acompañado de un médico forense y de decenas de carabineros. La prensa no tardó en aparecer, aunque al menos durante la noche conseguimos mantenerla extramuros. Al día siguiente la situación nos superó y los periodistas abarrotaron el Vaticano. Pero volviendo a aquella noche, el juez nos interrogó sobre lo sucedido y la policía hizo cientos de fotos. Tomaron muestras de todo, aquí tienes el inventario. También registraron todas y cada una de las habitaciones de los guardias, poniéndolas patas arriba. Revisamos las grabaciones una y otra vez por si alguien hubiera podido acceder o salir, pero no apareció nada fuera de los cambios de guardia. Durante los siguientes días continuaron los interrogatorios, las pesquisas, los registros. El inspector general del Cuerpo de la Gendarmería Vaticana se ha plegado completamente a las directrices políticas del gobierno Italiano. Supongo que estarás al tanto de que la campaña de desprestigio que venimos padeciendo se ha intensificado. Claro que tienen en la prensa un gran aliado; para ellos esto es un festín. Imagina las especulaciones que se han desatado.

      – ¿Sigue siendo Claudio De Nigris el inspector general?

      – Qué va. Ya me gustaría a mí. Lo trasladaron hará unos cinco años. La última vez que supe de él estaba en la comandancia de Rocca Priora. El inspector actual se llama Fabio Bargnani.

      – ¿Cómo es?

      – Ya lo conocerás. Te va a encantar –respondió con sarcasmo.

      – ¿Y cómo fue lo del mensaje codificado? –preguntó Bresca mientras aplastaba el consumido cigarrillo en la planta de su bota.

      – Básicamente como ha comentado monseñor Carlos Escribano. Todos los indicios apuntaban a que el asesino debía ser alguien de dentro, así que, tras consultar mi opinión, autorizó el pinchazo de los teléfonos y el seguimiento de todas las comunicaciones de la Guardia Suiza. Desde una dirección de correo electrónico creada ad hoc enviaron la comunicación cifrada que has visto a una cuenta fantasma con un usuario ficticio. Emplearon el ordenador de la sala de estudio, con lo cual pudo ser cualquiera.

      – Pero podrían no estar vinculados ambos hechos. Quiero decir, el asesinato de Vallotton y el mensaje cifrado podrían ser hechos independientes entre sí. Si así fuera, el emisor del mensaje cifrado podría no tener intenciones letales y estar preparando un robo, o simplemente enredando.

      – Ojalá. Eso tendrás que averiguarlo tú.

      – Vosotros, querrás decir –contestó Bresca volviéndose hacia mí a la par que enarcaba una ceja.

      – Tienes razón –rectificó el comandante sonriendo por primera vez y fijándose también en mí–, deberéis descubrirlo vosotros.

      Salí de la reunión agitado, aunque procuraba que no se me notase. Por una parte me estaba enfrentando a unos acontecimientos terribles, como eran el esclarecimiento de un asesinato y la posible implicación de uno de mis compañeros. Por otro, al alistarme en la Guardia Suiza Pontificia lo había hecho con la esperanza de que mi vida tuviera un objeto, un sentido, y de pronto, esa meta adquiría una consistencia inesperada. Me sentía verdadero protagonista de algo importante. Entré creyendo que mi labor principal iba a consistir en hacer guardias y acompañar en actos públicos ceremoniales, pero ahora se me brindaba la posibilidad de algo mucho mayor: abortar un posible atentado contra el Papa.

      Sinceramente, creo que aquella excitación interna no obedecía a un acto de vanidad, sino de ímpetu juvenil, de necesidad de hacer algo valioso con mi vida.

      Luego estaba el cambio de actitud de Bresca hacia mí, él, que era toda una institución en la Guardia Suiza, había pasado de repudiarme a considerarme su colaborador. Aquí sí había un punto de presunción en mi inmadura personalidad. En aquel momento olvidaba que la labor principal que me había encomendado el comandante era vigilar a Bresca, y ello había de traerme alguna que otra complicación.

      Volvimos a nuestra habitación para darnos una ducha y cambiarnos de ropa. Eran cerca de las nueve de la noche y el día había sido realmente intenso. Habíamos amanecido en Mallorca y tras un vuelo de casi cuatro horas, tornado al Vaticano, pasado por la sastrería, comido y charlado con los compañeros, nos habíamos entrevistado con el Secretario de Estado y, finalmente, con el comandante para tratar asuntos nada baladíes.

      Por suerte, a esa hora la cena estaría ya lista, de lo cual me complacía dada la demanda alimenticia que manifestaban mis tripas.

      El primero en ducharse fue Bresca. Yo aproveché para deshacer la maleta y recoger mis cosas. También telefoneé a mis padres para ver qué tal estaban y darles cuenta de mi buen estado, aunque me cuidé de guardar silencio sobre mis actuales cometidos.

      Cuando el vicecomandante acabó, entré yo al baño. Salvo por la humedad ambiente, estaba todo impecable, como si nadie hubiera pasado antes por allí, cosa que no esperaba y agradecí. La ducha tuvo un carácter tonificante. El fresco aroma del gel ahuyentando la peste “tabaquil”, el sonido de las gotas chocando alborozadas contra la cortinilla, el líquido deslizándose por mi cuerpo en un abrazo reconfortante, era como una sinfonía placentera. Cuando acabé me sequé


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