Cruz del Eje. Juanjo Álvarez Carro
Ochandiano se hallaba nervioso e inquieto. Aparte de los tropiezos y la torpeza de sus manos para acomodar los equipajes, no pudo conciliar el sueño con la facilidad de Gorgonio. Se levantaba y abría la puerta del estrecho habitáculo con frecuencia, como si quisiera comprobar algo en el pasillo. A veces se aproximaba a la ventana y observaba la oscuridad como si pudiera ver algo en ella. En una de esas veces, Gorgonio levantó la cabeza para mirar a su compañero de viaje y vio que Ochandiano sostenía unas hojas de papel con los pliegues propios de una carta. Durante una de las veces que abrió la puerta del compartimento, habló con alguien que preguntó si había aclarado con Colinas el asunto. Ochandiano pidió al extraño que bajara la voz y que le dejara en paz. Aún sin dormir más que superficialmente, Colinas le advirtió:
—No trabaje tanto, Ochandiano. Se le quebrará la salud— apenas pudo susurrar Colinas con la lengua pesada de las madrugadas.
Ochandiano miró la carta que sostenía en sus manos y dando un suspiro entrecortado se acercó a Colinas.
—Gorgonio. Supongo que hay que hacerlo. ¿Recuerda usted las cartas en su casa antes de partir hacia Madrid?
— Sí, las recuerdo. Le vuelvo a pedir excusas. Me extrañaron mucho, pero en aquellos momentos no tenía tiempo de ponerme a leerlas. ¿Por qué?
—Ya. No, por nada. Duerma, Gorgonio.
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