Cruz del Eje. Juanjo Álvarez Carro

Cruz del Eje - Juanjo Álvarez Carro


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por los movimientos del tren en los pasillos, informaba del comienzo verdadero del viaje, en el que siguiendo unas ordenanzas tácitas, los actos de protocolo se postergaban para esa hora, antes de la cena, ya lejos de los calores crueles de la siesta.

      Pero aquel viaje contaba con más pasajeros de los esperados en el Nocturno de Córdoba. Entre ellos se encontraba el gobernador de esa provincia, en compañía de gran parte de su séquito político. Volvían a Córdoba tras mantener una reunión con el presidente Irigoyen, con la Asamblea Nacional, y la Compañía de Ferrocarriles. No sería fácil, por tanto, hacerse con una mesa en el vagón comedor, según las advertencias de Ochandiano. Pero, como había sido él quien había insistido en conseguir billetes para aquel tren, se mostró paciente. Se acercaron al maitre y éste les contestó con poca amabilidad que tendrían que esperar dos horas para acercarse a la posibilidad de matar el gusanillo.

      El caballero que había pasado la tarde entrando y saliendo del compartimento, que ocupaba una mesa, se puso de pie para invitar a los dos españoles a la suya. Tras levantarse con modales muy acentuados, ofreció un lugar a los dos despistados. Gorgonio observó que el hombre lucía un traje de exquisita hechura, con los puños de la camisa inmaculadamente almidonados y adornados con unos llamativos gemelos de oro. Gorgonio no pudo resistir el impulso de aceptar sin dudas, ya que era mayor el apetito que la discreción a la que su trabajo le obligaba. Él se sabía un perfecto desconocido y no tenía que mantener tantas precauciones. El cielo, el aire, las llanuras, la amabilidad y la generosidad de sus habitantes eran más grandes en Argentina. La codicia y el apetito eran más grandes en Argentina. También la nube de perfume que rodeaba a José Ramos Ribadulla. Más grandes que el vagón restaurante. Hubo un breve momento de desconcierto durante las presentaciones, pero no dejaba de ser razonable que, siendo todos ellos desconocidos, alguien tuviera que tomar la iniciativa. Ochandiano volvió a mostrarse un tanto nervioso por unos momentos.

      En la mesa se descorchó una botella y se sirvieron las copas para los tres. Ochandiano, sin embargo, bebía en silencio mientras pensaba en qué clase de situación se encontraban, entre miradas al exterior oscuro, ya en la provincia de Santa Fe y las frívolas charlas de Colinas, quien se dejaba llevar por la sensualidad. Estaba en Argentina, con vino en la copa y una noche larga en tren.

      —Es vino mendocino, señor Colinas. No iguala a nuestros riojas, pero se apaña bien.

      Tras limpiarse delicadamente con la servilleta, añadió:

      —Estoy bromeando. Pero le recomiendo que no se lo deje saber al señor gobernador—dijo señalando al hombre de la mesa contigua.

      —O, de lo contrario, se meterá en problemas... Este vino es suyo. De su finca de Mendoza.

      —No se preocupe, no quiero por nada del mundo aumentar los problemas que ya tengo. Le ruego que me disculpe, pero creo que no me ha dicho su nombre y ya estoy ocupando su mesa... — no recordaba Colinas haber dicho su nombre en ningún momento, pero no le dio importancia.

      —Ramos. Me llamo José Ramos Ribadulla, señor Colinas —y se notaba su grueso acento del ribeiro cada vez que pronunciaba su nombre.

      —Usted es gallego, Ramos. Pero no creo que sea de los recién llegados, ¿no?

      —Cree bien. Hace unos años que llegué a este país buscando... Bueno, lo que usted, imagino.

      —Discúlpeme si exagero, pero no parece que le haya ido mal, señor Ramos.

      —No. No me ha ido mal. Aunque he trabajado lo mío, debo decir.

      Al pronunciar la última palabra, una voz atravesó el pasillo dando confirmación a lo dicho por Ramos. El gobernador se acercó a la mesa de Ramos y palmeó cariñosamente sobre el hombro del gallego.

      —Gallego y trabajador como él solo —dijo el gobernador, mirando a los dos recién llegados.

      —Presénteme a sus invitados, Ramos.

      —Este es el señor Gorgonio Colinas. Recién llegados a Argentina, él y su socio, el señor Fernando Ochandiano.

      —¿De negocios en nuestro país, señores?

      —Bueno. Podríamos decir que sí, señor gobernador.

      —¿En qué ramo trabajan, señores? Hay muchos sectores en los que nuestro país está demandando grandes ideas y cambios.

      —Maquinaria —dijo Colinas, improvisando con una naturalidad que horrorizó a Ochandiano. Bueno, después de todo, lo suyo tenía que ver con la maquinaria…del estado.

      —Ya veo, Industria. Mmm —balbució aseverativo, al tiempo que daba cuenta de un trago de su vino.

      —Eso es el futuro. Industria que mueva este país pesado y grande —dijo el gobernador sin ocultar el brillo de sus ojos.

      —El presidente Irigoyen tiene unas grandes ideas sobre nuestro país, sobre sus gentes. En fin, sean bienvenidos.

      —Nuestros intereses apuntan a diversos sectores que son de importancia aquí en Argentina: Vinicultura, azúcar, cosechadoras, ya saben ustedes...—apuntó el gobernador dando la bienvenida a uno de los platos con la mirada.

      Ochandiano presenció absorto la disertación de Colinas sobre las maquinarias que iban a empequeñecer a los grandes inventos de la historia. Y resultaba obvio que, al hablar de vinicultura, atraería la atención del gobernador, y se disparó entonces el mecanismo de control de la situación de Colinas, el eficaz funcionario de misiones encubiertas del rey Alfonso. Ochandiano estaba horrorizado

      Ramos era un personaje de un magnetismo indiscutible. Mostraba una capacidad para conversar manteniendo, al mismo tiempo, estilo, discreción y buenas maneras, junto a una clarividencia transparente. Lo cual no sólo explicaba porqué se había adueñado de la situación, sino que también demostró por qué se había hecho cargo del comercio local de su ciudad, lo cual incluía hablando de comercio, hasta las almas de algunos feligreses. Es decir, incluso los timberos más empedernidos de la zona, se contaban entre los acólitos de aquel gallego con voz de fanfarrón, quien, sin embargo, había conquistado la amistad de toda suerte de parroquianos. El comisario Sánchez, por ejemplo, quien era un habitué de las timbas de Ramos. El policía hacía la vista gorda con el gallego cada vez que convenía, retirando las patrullas del río, en las inmediaciones de las casa de éste los jueves por la noche. Ese era el día de las grandes partidas de julepe o póquer.

      No era, desde luego, una deferencia del comisario hacia Ramos —quien esas noches introducía a deshora vinos y licores ilegales en las bodegas—. El comisario lo hacía por los jugadores, que solían salir al paseo del río por dos únicas razones: o bien a vomitar las largas horas de partida o a contar estrellas con alguna de las “ahijadas” de Ramos. “Son caballeros —decía— y hay que mantener las formas, ¿no le parece?”—. De esta manera, no había personaje o autoridad en la ciudad ni en la zona de Cruz del Eje que no gozara de la amistad del comerciante y de los lujos con que agasajaba a sus invitados, y que, por tanto, no estuviera bien cogido por los huevos. Estaríamos buenos. El viejo gallego no había abandonado su tierra para irse a diez mil kilómetros de su hogar a ejercer de buen samaritano ni para hacer de contable en balances ajenos en los negocios del nuevo mundo. Faltaría más.

      La noche concluyó con el tintineo propio de las copas de champán que, chocando entre sí, decoraban el vaivén del tren. Celebraba el gobernador la reciente entrada de los ferrocarriles en la vida nacional: Los ingleses debían ir pensando en que algún día no muy lejano, todos los trenes iban a ser argentinos. Las licencias de explotación acababan de expirar y las nuevas daban mayor protagonismo a las decisiones argentinas... Eran enormes las extensiones de territorios incomunicados por los ferrocarriles y Córdoba estaba entre las que necesitaban mayor comunicación con la capital, al igual que Mendoza. Tanto en una como en otra, el gobernador mismo poseía campos que esperaban la ocasión de ponerse a trabajar. Y, por encima de todo, incluso por encima de su condición de gobernador de una provincia argentina, sabía que un Laudin como él, apellido de honda estirpe gala, debía mostrarse encantado de que los ingleses se llevaran una patada en el culo.

      La


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