Cruz del Eje. Juanjo Álvarez Carro

Cruz del Eje - Juanjo Álvarez Carro


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todo su tiempo en localizar y preguntar uno por uno a los funcionarios de aduanas que Corsino había mencionado, sobre los demás fugados. Ninguno había dado muestras claras de adónde se dirigían, ni habían sido identificados. Sólo dos recordaban la figura de Lezama según al retrato que les estaban mostrando. Los demás, al parecer, habían pasado lo suficientemente desapercibidos.

      La última de las entrevistas con los aduaneros había tenido lugar en un pequeño pero elegante café, el de “Los Inmortales”, de la calle Corrientes, muy cerca de la Avenida de Mayo. Allí preguntó Colinas a los dos últimos de los aduaneros, que parecían ser los más jóvenes, sobre qué podrían hacer dos solteros esa noche en la primavera de Buenos Aires. Casi al unísono, contestaron lo mismo y sin dudar. Con dinero en sus carteras, no tenían más que cruzar al otro lado de la Avenida de Mayo. Con todo el pesar del mundo, Ochandiano se vio forzado a llevar a Gorgonio a cenar al Armenonville. El gran y hermoso Armenonville.

      Buenos Aires es la ciudad de los árboles. Casi como la antigua leyenda de las ardillas, uno podría recorrer la ciudad saltando de copa en copa, sin tocar el suelo. La arboleda de la Avenida de Mayo se confundía con la de aquel local de moda. En el hermoso jardín de verde intenso del Armenón se podía cenar al aire libre oliendo las glicinas. Era una mezcla de patio andaluz y cervecería alemana, que permitía bailar de vez en cuando un tango y— sobre todo— recordaba al Hansen, que había cerrado cinco años antes. El amplio jardín contaba con decenas de reservados, separados por setos naturales de arrayán y al fondo, se divisaba el enorme chalé de estilo europeo imponiendo su personalidad a todo el jardín, cubierto de verdes mirtos tallados en formas acolchadas, curvas ellas de una sensualidad desbordante.

      Después de situarles en una mesa discreta, una vez que el maitre se había retirado, Ochandiano pareció sentirse más cómodo y relajado. Miraba a su alrededor, como si quisiera encontrar a alguien entre el abundante público de aquella noche. Se percibía un ambiente especialmente tanguero, en función del espectáculo que mostraba el cartel. Y Gorgonio no ocultaba su entusiasmo:

      —Vamos a ver, Ochandiano. No se me escandalice —pensaba en voz alta Gorgonio.

      —Si la Duquesa de Norfolk ha dicho que va contra el espíritu británico y el Kaiser lo ha prohibido a sus oficiales, entonces no hay duda. Hay que ver el tango.

      —Aquí se puede ver cualquier cosa, Colinas —advertía con pavor mientras miraba a su alrededor.

      Mientras decía esto, con temor de ser oído por alguno de los muchos personajes que pululaban entre las mesas, Ochandiano continuó.

      —Aquí hay señoritos, chulos, finos y cafishios de postín peleando las minas —ya sabe, las mujeres— a lo más florido del arrabal orillero. No hay lugares así en Madrid, ni creo que en el mismísimo París...—mascullaba Ochandiano, suavizando el tono de su voz.

      —El “Armenon” es un espectáculo en sí mismo, Colinas. Es un espectáculo vivo. Nosotros podemos pagar el caro menú para ver evolucionar en escena a verdaderos orilleros con un tango; para ver cómo el bacán de turno se lleva una “mina” a su reservado, o para ver a los músicos zanjando con una puñalada disputas artísticas.

      Y cada palabra con la que Ochandiano intentaba disuadir a Gorgonio, sólo conseguía agrandar la sonrisa lasciva de éste.

      Con elegante esmoquin y pechera dura, el sexteto de músicos apareció en escena. Era entonces cuando el “Armenón” abría sus encantos en todo su esplendor. Bueno, en casi todo su esplendor. Aquella noche aparecía en el cartel del programa una voz de éxito, un gordito que ya no lo era tanto como cuando había debutado dos o tres años antes, en el mismo local. A decir de Ochandiano, aquel cantor era francés. Y que venía de Montevideo. El ex gordito cantaba bien. Su nombre era francés, pero era realmente oriental —como llaman a los uruguayos en Buenos Aires— y lo hacía bien. Se llamaba Carlos Gardés o Gardel. En fin. El caso es que emprendió un repertorio con canciones camperas de cierto agrado. Al igual que todo lo que le rodeaba, el cantor poseía el encanto de lo nuevo para los oídos y los ojos del ávido Colinas. En cómo prolongaba las vocales, nasalizando y convirtiendo el portamento, un defecto técnico sin perdón, en una cualidad narrativa. Todo lo cual conducía a corroborar sus orígenes franceses. Y cuando no cantaba y se extendía en la presentación de su siguiente tema, Gorgonio no dejaba de hallar encantador el tono añorador en su voz, en cómo la impostaba y en cómo, a fin de cuentas, ese acento dulce, corregía elegantemente la pedantería de su hablar. Así que poco a poco se fue abriendo lugar en la atención de las gentes.

      Pero cantó un tema —ese sí— que invadió el sentido de Gorgonio de pronto. Ya no había lugar a dudas de que el origen rufián y canalla del tango le dotaba de un aire enormemente atractivo.

       Percanta que me amuraste

       en lo mejor de mi vida...

       dejándome el alma herida

       y espinas en el corazón,

       sabiendo que te quería,

       que vos eras mi alegría

       y mi sueño abrasador...

      Gorgonio se dio cuenta de que había casi dejado de respirar durante los versos de aquel tema. Se llamaba “Mi noche triste”.

      —Cenemos, pues. Y disfrutemos —se apresuró a decir Gorgonio al terminar aquella pieza, mirando al plato con esperanza. Un segundo después su tenedor se hundió en el tierno y macizo pedazo de carne asada humeante. Al igual que se hundió en el corazón de Gorgonio el recuerdo de Paloma, la golfa adolescente que le trajo al mundo de los adultos una noche de invierno en Valladolid.

      —¿Qué ha averiguado del italiano, Gorgonio?— le espetó. Colinas volvió a la realidad.

      La interrupción de Ochandiano fue como morder un pedacito de hueso.

      —Corsino dice que alguno mencionó la ciudad de Córdoba expresamente.

      —Desde luego, eso tiene visos de certeza, habida cuenta de que la variedad de opciones no es tanta. Mendoza, al oeste, les acercaría a Chile. Pero un paso fronterizo siempre tiene cierto riesgo para el que va inseguro y sin papeles claros.

      —¿Y el sur, Ochandiano?

      —La Patagonia. Mmmm —dudó el navarro.

      —Desde luego es segura. Pero desierta. Córdoba es la opción. Militares de prestigio como ellos, seguro no pueden renunciar a sus aspiraciones internándose en zonas desiertas. La mayoría deben haber ido a Córdoba...

      Ochandiano se convenció ya de que Colinas no había leído nada de las cartas que le enviara a Valladolid. Si lo hubiese hecho, no habría tenido dudas de que había que ir a Córdoba sin dilación. Pero no se halló con el valor necesario y prefirió dejar por cuenta del instinto canino de Gorgonio seguir el rastro de Lezama.

      La pausa que Ochandiano había hecho tuvo razones de peso. Una bellísima dama se acercó a la mesa contigua hasta ocuparla como una reina ocupa su trono y quiso que todos lo supieran. Como respetuosos cortesanos, los comensales del salón hicieron silencio, hasta que la reina ocupó el lugar más destacado del restaurante. El caballero que la acompañaba se movía con pasitos graciosos y cortos. Lucía una cabeza grande, redonda. “Vive para ella.”— pensaron todos los presentes. Y a continuación los hombres añadieron a su pensamiento: “¿Y quién no?”

      Unos minutos después, cuando ambos estaban ya sentados, el maitre del local se acercó a la mesa de Ochandiano y Colinas, a traer un ofrecimiento del recién llegado. Una botella de Cabernet—Sauvignon mendocino. Un “Hipólito”, según la etiqueta, de 1911. Agradecieron con una reverencia y continuaron.

      Ochandiano no necesitó la interrogación y se dispuso a contestar a la muda pregunta de Gorgonio:

      —Ella es Susana Bianco de Verdaguer. El enanito es su marido. El actual subdirector de las líneas de Largos Recorridos del Ferrocarril. Le llaman el Kinoto. Es una historia triste,


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