Cruz del Eje. Juanjo Álvarez Carro

Cruz del Eje - Juanjo Álvarez Carro


Скачать книгу
una torrencial lluvia de primavera. Desde las barcazas que transportaban a los pasajeros hasta tierra, aquellos impresionantes edificios de la capital mostraban una sombría indiferencia ante los recién llegados. No era sino otro más de los miles de viajes que las líneas germanas harían esos terribles años. Terribles para quienes abandonaban sus países, por toda la vera del mediterráneo, y cruzaban el Atlántico hacia Argentina, México o Estados Unidos, para devenir en una entrada más a puerto. Un insignificante bocado más en el festín de aquel gigante latinoamericano, en este caso, que se peinaba con gomina mientras apretaban la cintura al tango de arrabal.

      Al descender por las pasarelas, pegadas al costado del barco, los casi mil pasajeros del CAP Vilano —en su mayoría inmigrantes— iban tocando las cuadernas negras de acero remachado, agradeciendo a aquel animal metálico la travesía. Bajaban contentos porque habían oído decir que llegar a puerto aligeraba la tristeza que les atenazaba el corazón. Al amontonarse en la barcaza que les iba a transportar hasta tierra, no tardaban en descubrir que era una alegría pasajera, que se tornaba en miseria nuevamente al contemplar el horizonte titánico de Buenos Aires.

      El mismo puerto era una pequeña ciudad, en la que sabían que podrían incluso perderse. Los funcionarios que les inspeccionaban antes de desembarcar, advertían sobre la inconveniencia de no seguir sus normas. También a los oficiales de los barcos les podía salir cara cualquier inobservancia de las leyes. Sobre todo las que atañían a la salubridad del viaje, en general. Había que prevenir la seguridad de los pueblos a los que irían a parar los recién llegados. Dentadura, coloración de piel, ojos, pelo sano y abundante y control de plagas.

      Una vez con los pies sobre suelo firme, escalinata abajo, al levantar la vista, la potencia de Argentina aparecía ante ellos en todos los rincones de las explanadas, interminables y repletas de inmensos montones de trigo o maíz, esperando para ser embarcados hacia destinos trasatlánticos. Era una opulencia grosera —y casi sin dueño— que llenaba de promesas los ojos de todos los que descendían de los barcos europeos.

      En el interior del edificio principal del puerto, donde hacía un calor húmedo y pesado, la muchedumbre babélica se iba separando en filas guiadas por rejas metálicas que serpenteaban para admitir más personas mientras sus equipajes permanecían apilados en el edificio contiguo. La misma escena se repetía con despiadada monotonía, día tras día, barco tras barco, año tras año en el puerto de la ciudad que algunos llamaban ya “la cesta de pan del mundo.”

      Un funcionario escribiente y dos de seguridad por mesa. Hileras de mesas como aquella desde un extremo a otro del edificio del puerto mostraban la primera cara —dura cara— del país a los recién llegados:

      —A ver. ¡Siguiente! ¿Nombre?—decía la anodina y cruel voz del funcionario, quien se debía disponer a partir de ese momento a oír cualquier sonido en la más extraña de las lenguas, sin levantar siquiera su mirada del papel:

      — Abdul, Abdalá.

      —¿Apellidos?

      — Abdul, Abdalá—insistía en colocar su apellido primero y luego el nombre aquel desorientado joven sirio-libanés, a quien de poco valían su inglés o francés correctos. Y desde entonces, aquel joven que se había llamado Abdalá durante los veintidós años de su vida, pasaba a llamarse Abdul o Asís, en lugar de Haziz. Asís como Francisco, o Pedro, según la voluntad y cultura del funcionario encargado del bautizo oficial, en su nueva identidad argentina a punto de estrenar. Y de allí, si había tenido la inmensa fortuna de llegar hasta este punto, al Hotel de Inmigrantes. Con habitación y alimentos para, al menos, cinco días reglamentarios. Un baño, o varios, charlas sobre geografía argentina, o salud en el hogar, como requisitos imprescindibles para recibir la cédula de entrada, es decir, la puerta que se abría a un país de dos millones y medio de kilómetros cuadradros.

      Gorgonio Colinas y Rubio vio de inmediato, desde lejos, al funcionario de la embajada española, que le hacía señales de dirigirse al despacho del interventor de la Autoridad Portuaria.

      —¡Abran paso, por favor! —dijo el navarro Ochandiano.

      —Por aquí, Señor Colinas, por favor.

      —Me alegra verle, Ochandiano—añadió Gorgonio cuando consiguió llegar hasta él después de un suplicio de empujones y calor exasperante.

      En la mente de Gorgonio se instaló para siempre el cuadro completo de aquella noche con sus olores y sonidos, nítidos y claros, tras los cuales siempre aparecía un nudo en la garganta: quizás era la persistente idea de sus compatriotas abandonando España para dirigirse a un futuro que la cansada y convulsa Europa ya no podía deparar. Tal vez fuera aquel torrente humano del que había oído desangraba España lentamente, y que palpaba ahora de cerca, con sus miserias y dolores envueltos en ropas grises y negras o descoloridas simplemente. Tal vez era el magín infantil de Gorgonio, todavía impregnado con las únicas imágenes que conservaba de su tío, el capitán Colinas y Gaboto, héroe de las guerras de Cuba y Filipinas. Quizá era la sangre montuna que corría por sus venas, que todavía le cantaba aires de La Habana española al oído y le impedía darse cuenta de que Buenos Aires acababa de celebrar hacía poco los primeros cien años de independencia de la Madre Patria. O quizás, los ojos de aquella madre con un niño de pecho, separada ahora de su hombre y su otro hijo en las filas de los sanos y los no aptos…

      —¡Vámonos, señor Colinas! Los papeles están en regla. Desde ayer.

      —¡Ochandiano! Siempre es un placer verle les dijo el funcionario que les atendió, guardándose el sobre con rapidez…

      —A usted y a cualquier enviado de la embajada de España.

      Ochandiano se secaba agitadamente el sudor de su reluciente calva, haciéndose aire con el sombrero. Parecía impaciente por entrar en materia, habida cuenta de la fama de eficacia que precedía a Colinas. El capitán de navío Colinas, sin embargo, parecía más dispuesto a curiosear y a disfrutar. A seguir tanteando las perspectivas de salir del puerto maloliente y hacer justicia con la bien ganada fama de Buenos Aires, como ciudad de luces y sombras. Muchas sombras... Salieron del edificio cuadrado, todo un emblema del país nuevo al que servía de umbral. Casi había anochecido y las primeras farolas se reflejaban vivamente en el empedrado de la explanada principal. Bajo sus paraguas, se abrieron camino entre la multitud de viajeros, familiares, cocheros y mozos que parecían ir y venir sin entorpecerse unos a otros. Pero, ya en el exterior del puerto y antes de subirse al coche de la embajada española, seguro de que nadie les oía, Ochandiano abrió fuego.

      —Bueno, Capitán Colinas. Vaya nochecita le ha tocado para llegar. ¿Cómo se encuentra después del viaje?

      No hubo una contestación en palabras, pero torció el gesto lo suficiente como para dar a entender que no mal del todo, pero con muchas ganas de llegar.

      —Por lo que me han dicho —comentó discretamente— las órdenes que ha recibido de la Casa Real son precisas y claras.

      —Sigo sin ver algunas cosas claras, Ochandiano. Pero, sobre todo, lo que no tengo tan claro es el cómo hacerlo. Le agradeceré cualquier ayuda.

      No, no era tarea fácil. Colinas pensaba, muy a su pesar, que encontrar a alguien que ha huído del país, se avenga a una charla amigable, se deje convencer y llevar a España de vuelta, para dejarse juzgar una vez allí, con la seria prevención de acabar en el paredón de un cuartel...No. No suele ser fácil.

      —Vea, Ochandiano. Esto es lo que me entregó el propio rey al salir del palacio. Textualmente dice “Organizar la vuelta a España de los huidos, con el fin de canalizar de forma civilizada las acciones de las Juntas Militares de Defensa.”

      —Sé que no es fácil, Colinas. Pero, si no estoy mal informado, creo que no le faltan apoyos. Si el mismísimo Rey Alfonso le ha llamado para depositar en usted la confianza de un trabajo delicado. Y eso es una garantía. La carta que yo recibí seguía.... “Merece la pena iniciar un esfuerzo de modernización del país. Hay que empezar por ser civilizados y dialogar...” En fin, Colinas, que hay que empezar con…el encargo, y quiero que sepa que puede contar con todo mi apoyo.

      —Ochandiano,


Скачать книгу