Cruz del Eje. Juanjo Álvarez Carro
para los secaderos grandes: si las anegaban lo suficientemente rápido servirían de cortafuegos. Y los obreros podrían tener agua muy a mano para apagar el incendio. Pero al llegar descubrieron que estaban secas. ¡No era posible! Las acequias uno y dos, siempre llenas, puesto que servían de conducción para toda la finca, sólo llevaban ahora sendos hilillos de agua. Alguien ya había cortado el agua desde el canal principal, más de una legua cañada arriba, lo cual indicaba que ni a todo galope llegarían con tiempo de hacer nada por los tabacales. Pero sí tuvieron tiempo de ver la silueta espigada del jinete que se encaramaba a lo alto del Cerro del Pobre. Allí, en el cielo del crepúsculo, cortábase su perfil perfecto. Descabalgó y tras levantar los brazos, les dirigió una muy gesticulada reverencia de sombrero.
—¿Sigues pensando que tu padre se ha suicidado? ¿O te hace falta alguna prueba más?— declaró Fulgencio al tiempo que clavaba las espuelas al caballo para salir tras él.
Pero la persecución fue infructuosa. Cuando Colinas llegó de vuelta a la casona de La Danila eran más de las dos de la mañana. Montederramo y el capataz se despidieron con pocas palabras, no sin antes trazar las líneas de lo que harían al día siguiente. Desensilló al fatigado caballo. Mientras lo acariciaba para calmarlo, pasaban por su mente las miles de ocasiones en que se había encontrado con el francés, y se arrepintió de las mil veces que pudo haberle matado en el acto. Y no haberlo hecho. Con sus propias manos.
En sus antiguas andanzas, el francés y Colinas se habían encontrado en algunas ocasiones. Como aquella en la que Fulgencio Colinas le había humillado delante de muchos en el lupanar de la Trini, una noche que LeBarón se estaba excediendo con una de las pupilas. A punta de sable, Colinas y otro joven alférez que le acompañaba habían obligado al francés a pedir excusas a la chica y a pagarle un extra para resarcirla del disgusto. Otros terratenientes presentes rieron la gracia del joven capitán y del alférez. Aunque muy pronto tuvieron que arrepentirse puesto que la venganza del marsellés no se hizo esperar y llegó en forma de campos quemados, casas destrozadas y criadas violadas sin la menor de las contemplaciones. LeBarón jamás se permitía dudar de que había que salvaguardar una fama arduamente ganada en Cuba.
Fulgencio subió las escaleras de la casona pesadamente, acusando un cansancio menos físico que de ánimo. Entró en el vestíbulo. La cabalgada detrás de la sombra de LeBarón había sido inútil. Tan inútil o más que la lucha que mantenía consigo mismo: dos mitades irreconciliables que estaban llegando al final de su relación. El cosechero cubano hasta el tuétano, contra el capitán del ejército gachupín. Y ya comenzaba a hacer mella en su ánimo, dinamitando las que ya empezaban a ser escasas fuerzas. Resonaban los ecos de la sentencia de Montederramo: “...esa España te ha abandonado...” No. Eso era imposible. Hay desconcierto, eso sí. Pero no nos han abandonado a nuestra suerte, pensaba. Había restos de ceniza por todo el salón y Colinas tuvo que sentarse unos segundos al pie de las escaleras para recuperar el resuello, en medio de un ataque de ira. Sentado sobre los peldaños de mármol, se sujetaba las sienes porque pensaba que estaban a apunto de estallar. Un minuto después, se levantó y observó de cerca un retrato de sus padres, sentados en dos grandes butacas de mimbre trenzado, en la era de la finca, con los secaderos al fondo. A la izquierda, aparecía Fulgencio con apenas dos años, en brazos de Ramona, el aya negra que le había cuidado hasta que marchó a España para asistir a la academia militar de Toledo. Y en el centro, entre sus dos padres, las dos hermanas mayores, Luisa y Caridad. Justo a la derecha del cuadro familiar, había otro en el que aparecía Fulgencio, con su traje de alférez, y el Alcázar de Toledo de fondo. Tenía Fulgencio varias fotos de su vida de alférez en la academia y algunas de guerra en África. Notó que faltaba una foto. No era de las más antiguas, sino de las que se había sacado recientemente con algunos oficiales amigos. Todos de uniforme y algunos de ellos recién llegados a Cuba. La escena mostraba precisamente a los recién llegados en el puerto de la Habana, con la fragata al fondo.
Cuando creyó que había conseguido ahuyentar el deseo de arrancar aquellos retratos de la pared y quemarlos con los rescoldos vivos de los secaderos, se levantó y empezó a subir las escaleras, en busca de lo único seguro que le quedaba en la vida.
—¿Esmeralda? ¿Dónde estás, cielo?—llamó Fulgencio a su mujer desde abajo. Al no obtener respuesta subió a la planta alta con pesadez por las anchas escaleras de la casa.
—¿Esmeralda?
Los ventanales enormes de la habitación estaban abiertos de par en par y las cortinas blancas y suaves se paseaban desde el techo hasta el suelo, bailando con la brisa. Supo que su mujer debía haber estado esperando despierta ya que había luz en la espaciosa alcoba y tal vez no contestaba por haber caído dormida. El aroma a tabaco quemado le llegaba desde la distancia y se respiraba por toda la casa. Buscó a Esmeralda y vio que se hallaba dentro de la bañera, con la mirada perdida. Tanto que ella ni siquiera reparó en la llegada de su marido. Se frotaba con insistencia para lavar una suciedad inexistente en la piel. Y cantaba Esmeralda con apenas un hilito de voz:
Eres la flor que me inspira
Reina de mis ilusiones
Por ti mi alma suspira
Oh, rosa de mis amores*
Era una vieja copla criolla que su marido solía cantarle en los momentos que ambos hacían el amor y le provocaba la risa, abandonándose al placer. Cuando Fulgencio se acercó hasta la bañera, el agua estaba completamente roja. Esmeralda se iba de este mundo despacito, con las venas abiertas y sin dar una sola voz de queja. Era una mujer de honor y creía que debía dejar que su vida se fuera por los dos pequeños cortes que había hecho, sin un solo atisbo de derrota.
Apenas le quedaban fuerzas, pero con los últimos suspiros pudo acopiar el aliento necesario para contarle a su marido la amargura y el horror de aquella noche, que se habían iniciado exactamente cuando Colinas y los otros dos hombres salieron en persecución del oscuro jinete. Para ella habían pasado seis horas de humillación aberrante, en la que los cuatro hombres hicieron con ella uno tras otro lo que quisieron. Esmeralda indicó con la mirada el mensaje que los atacantes dejaron para él. Sobre el escritorio que Colinas tenía en su habitación habían dejado un papel con un mensaje escrito con mano agitada. Las manos de Colinas mancharon el papel con sangre y agua:
“El tiempo todo lo cura” J.L.
Fulgencio levantó a Esmeralda de la bañera y la llevó hasta la cama. Gritó desesperado llamando a la criada. María y Tomasa, las dos criadas de confianza, hicieron lo posible por interrumpir el desangrado, pero ya había perdido gran cantidad. No había nada que hacer. Apenas tardó unos minutos más en morir. En ese instante, Fulgencio comprendió que tan sólo restaba una cosa. Dio unos pasos firmes y seguros. Fueron cuatro pasos exactamente los que marcaban la distancia que separaba el lecho de muerte de Esmeralda del sable de oficial del ejército español, colgado todavía en la pared de su habitación privada.
Abrió el cajón grande del escritorio y sacó dos revólveres. Se colgó el sable junto a los revólveres y corrió a las cuadras a buscar su caballo. Sin siquiera ensillarlo, un suspiro más tarde ya cabalgaba hacia la salida de la finca.
La noche era clara, y Colinas sabía que no tardaría mucho en encontrar a LeBarón. Que ni siquiera tendría que ir a buscarle a Santiago. Sabía que le estaría esperando. Se conocían bien el uno al otro. Cabalgó como llevado por el viento durante apenas tres minutos para recorrer los dos kilómetros desde la casa hasta el camino de Santiago.
Fulgencio divisó a LeBarón apoyado en la tranquera de la finca desde muy lejos. A medida que se acercaba, Colinas sabía que había llegado el final. Con la luna llena, en pocos segundos, la camisa blanca del francés le serviría para apuntar con los revólveres. No deseaba ni mirarle a la cara. Lo haría desde lejos y sin dudar. Todavía al galope, con la derecha comenzó a apuntar. Cuando iba a apretar el disparador, tres lazos le rodearon desde partes diferentes de la arboleda que rodeaba el camino y le derribaron del caballo.
Los primeros golpes que recibió fueron a la cara, aunque no causaron sangre. LeBarón quería la cara y el cuello para él. El dolor de las patadas en el pecho se clavaba en los pulmones