Cruz del Eje. Juanjo Álvarez Carro

Cruz del Eje - Juanjo Álvarez Carro


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el gran escritorio de su despacho, junto al ventanal que ya volcaba luz del este, miraba los planos de sus fincas y los secaderos de tabaco, para buscar la mejor ubicación de otros nuevos, más modernos. Sus comentarios de futuro sonaban como fantasías infantiles a oídos de Pedro Montederramo. Éste soltó ruidosamente la taza de café sobre la bandeja, y manchó los planos. Quería despertar de sus ensoñaciones a su amigo, con la guerra en marcha y la situación de la mayoría de ellos. Colinas se negaba.

      —La Danila es una de las fincas más extensas de Santiago y también la envidia de mis compañeros. Tengo el río Cauto. Esta finca va a ser productiva y rentable ahora y después—repuso Fulgencio Colinas como si estuviera convenciéndose de ello a sí mismo.

      —Y además, es mía. Mi familia lleva aquí más de cien años, Pedro.

      —¡Yo ya no puedo seguir perdiendo dinero, Fulgencio!—dijo Pedro Montede­rramo. Y continuó amargamente:

      —No puedo seguir perdiendo dinero. ¿Cómo le voy a contar a mi madre que somos capaces de seguir con todo esto, sin dinero, después de llevar aquí cuarenta años trabajando? Mira, Colinas, cuando descolgaba a mi padre en el secadero de tabaco fui el primero en leer su carta —se ensombreció el rostro de Montederramo.

      —¡Por Dios! La tuve que sacar yo mismo del bolsillo de la camisa. Decía que renunciaba a seguir luchando por un proyecto que le era ya más ajeno que propio.

      —¿Y qué vas a hacer? ¿Abandonar la cosecha y la finca?— preguntó Colinas.

      —La carta iba dirigida a mí, Fulgencio. No a mi madre ni a la familia. Tenía mi nombre...

      Pasaron unos minutos en los que Pedro Montederramo se liberó del nudo en la garganta.

      —Sí. Me voy a ir —contestó Montederramo.

      —Y tú, ¿qué vas a hacer, Fulgencio? Si ya ni debes saber qué hacer con tu propia vida... Sí, de acuerdo que eres criollo y que todo esto es tuyo, pero también eres capitán del ejército español, y ahora todo esto te tiene atenazado... Tienes que tomar parte ya de una vez, Colinas. Abandonar las fincas y las cosechas a su destino nos va a liberar de esta tortura. Mis vecinos han malvendido ya hace tiempo todo lo que tienen y han optado por la retirada. Nosotros no podremos ni tan siquiera malvender, Fulgencio. Ya no podemos creer en un final favorable de la guerra. Los yanquis pagan lo que les da la gana, cuando pagan. Esto es... América, Fulgencio. Tu país ya no es España. Esa España en la que tú tanto crees... te ha abandonado.

      Fulgencio se hallaba esos días a la espera de instrucciones de sus superiores para incorporarse a su batallón en la guerra con Estados Unidos. En un arranque patrio, más dedicado a sí mismo que a su amigo, le espetó:

      —¿Te atreves a pensar qué diría tu padre si te oyera hablar así?

      —Mi padre ya ha mostrado con suficiente claridad su punto de vista, Fulgencio. Y todavía me cuesta creerlo. Pero voy a seguir su voluntad.

      —La voluntad de tu padre era seguir adelante con la Sociedad de Cultivo y Producción.

      —Esa es tu voluntad, Fulgencio, y ese empeño llevó a mi padre a la desespera­ción. Deja ya de jugar al héroe andante. Este es otro mundo, Colinas. No estamos hablando de estrategias de guerra que has aprendido en tu academia. Esta no es una guerra de bayonetas. Esto ya es otra cosa. El oro y el dinero: los dólares de Estados Unidos. Los campos de batalla son ahora de parqué, en Wall Street de Nueva York. Si no ven­demos a los americanos nuestra caña y nuestro tabaco, ¿a quién se lo vas a ven­der? ¿Es que todavía crees que los japoneses o los chinos te van a solucionar tus problemas? ¿Y que los americanos se van a cruzar de brazos, mirando como vendes tus producciones a los mercados orientales?

      Hubo treinta segundos de silencio junto a la mirada de Fulgencio y Mon­tederramo. No había ruegos ni cansancio en ellas. Sólo había un deseo sordo y triste que se abría paso a duras penas como un arado roto en tierra seca. Acercándose al enorme ventanal, el capitán Fulgencio Colinas trataba de imaginar un futuro próximo y hablaba a su amigo.

      —Tu padre pensaba que nuestra idea era viable, Pedro. Dos días antes de morir, yo mismo estuve hablando con él sobre el futuro del canal de Panamá. Tenía unos deseos de seguir avanzando y luchando, Pedro, que no veo en ti, siendo más joven y aventurero.

      Pedro sabía lo que Colinas iba a decir a continuación. Y su ruego silen­cioso de discreción no tuvo respuesta. Fulgencio continuó.

      —Tu padre había estado con la Trini esa noche, Pedro. He hablado con ella.

      Montederramo se acercó a la ventana, hombro con hombro junto a Fulgencio, para no oír de frente el testimonio de las andanzas de su padre.

      —Bastantes problemas causó ya esa Trini en mi casa, Colinas. No los agraves tú ahora —dijo en voz baja.

      —Me contó que tu padre no había estado jamás tan impetuoso y animado. No era un hombre al borde de la desesperación. Era un muchacho con toda una vida por delante.

      —Mi padre era un hombre cansado de luchar por lo mismo siempre, Ful­gencio—y aumentaba el tono de su voz a medida que pronunciaba el nombre de su amigo.

      —Lo dejó escrito y firmado, Fulgencio.

      —Él no pudo escribir esa nota. Le había escrito una carta a la Trini en la que le prometía ayudarla a empezar otra vida después de la guerra, cuando todo esto estuviera canalizado y funcionando. Un hombre derrotado no hace esas promesas, Pedro. Esa clase de promesa sólo la hace alguien que ve el futuro con ganas. La carta que ha escrito aparentemente tu padre dice que ... “aquí no hay futuro.” Que...

      —¡Mi padre se ha suicidado, Fulgencio! Ya está—cortó secamente Monte­derramo—. No quiso seguir luchando... y añadió que el tiempo lo cura todo. Que no sufriéramos por él.

      Sin haber terminado de decirlo, Montederramo sintió las manos de Fulgencio Colinas sujetándole los brazos y sacudiéndole para obligarle a escuchar.

      —Tu padre no abandonó. A tu padre lo mataron. Y tú y yo lo sabemos —gritó casi al borde de desgañitarse. Y continuó, ya sin necesidad de comedirse ni mostrarse más tranquilo.

      —Dos criados de tu finca ya me han dicho que vieron a un hombre alto y delgado salir de la casa con tu pa­dre hacia el secadero. Un cuarto de hora después vieron a ese hombre cabalgar como el demonio, Pedro... Y tú y yo sabemos que ese es LeBarón.

      —¿Tú también con la fabulación del asesino?—cortó Montederramo, con un gesto de cansancio.

      Montederramo se sacudió los brazos con toda la fuerza que pudo, como si en realidad estuviese peleando por soltarse de la sujeción poderosa y fantasmagórica de su padre siendo víctima de un asesino, y se apartó de Colinas. Unos minutos más tarde, cuando pareció calmarse, quiso explicar sus sentimientos a su amigo con paciencia. Una paciencia de la que parecía incapaz tan sólo unos segundos antes. Necesitaba convencer a Colinas de que su situación era absolutamente ridícula. La guerra estaba acabando a trompicones, con el ejército español en derrota virtual, no sólo por las campañas y las balas, sino también por la humedad de la manigua, el hambre y las enfermedades.

      —¿Qué quieres que haga, Fulgencio? Ya he mandado a mi madre y a mis hermanas a Méjico. Estoy sólo en la casa... Y estoy empezando a hartarme. Voy a seguir su camino.

      Pasaron el resto de la mañana hablando de los nuevos secaderos que pretendía instalar Colinas. Madera nueva para humos nuevos, decía Fulgencio. Almorzaron a pie de obra, con los trabajadores y en camisa, levantando las pesadas cerchas con las poleas, o tirando de las yuntas de percherones. Cuando dieron por terminada la jornada y se sentaron a la sombra del primer secadero finalizado, se dieron a la broma tirándose en la alberca de agua, mojando a los remolones.

      En ese instante la voz del capataz interrumpió la conversación de los dos jóvenes. Al galope todavía, gritó desaforado:

      —¡Patrón! ¡Patrón! ¡Fuego! El secadero del río está ardiendo, capitán!

      Los


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