Cruz del Eje. Juanjo Álvarez Carro

Cruz del Eje - Juanjo Álvarez Carro


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cinco o seis, posando con marcialidad ante unos cuantos bultos que parecían ser su equipaje; y detrás un barco, el Galatea. Todavía absorto en la foto, Brassa volvió de repente a la realidad cuando Langston le comentó:

      —Me parece que ha tomado una decisión sabia, señor Brassa.

      Mientras decía eso, Langston empujaba lentamente desde su lado de la mesa un sobre hacia la mano del italiano, agrietada y con las uñas rotas e hinchadas .

      —Es usted un hombre de ambición. Y eso es lo que hace falta para sobrevivir aquí, en el nuevo mundo.

      Brassa abrió el sobre y empezó a contar los billetes que había en él. Jamás había visto una cantidad de dinero como aquella, salvo los montoncitos que se apilaban en la mesa de pagos del ferrocarril, todos los sábados por la mañana.

      —Es más de lo apalabrado, señor Langston.

      —Sí. Yo me he tomado la libertad de añadir algo por mi cuenta porque voy a pedirle un favor, Brassa. Es una forma de agradecerle lo que nos cuenta usted de las actividades de los huelguistas.

      —¿Qué quiere en realidad, señor Langston?

      —Queremos que nos ayude a vencer en esta lucha, Brassa.

      El gesto de cierto reparo que tenía Brassa en su rostro desapareció. Y el cambio no pasó desapercibido para Langston.

      —Si conseguimos nuestro objetivo, es decir, si ponemos en marcha la mina y los ferrocarriles vuelven a su funcionamiento normal, podríamos concederle un puesto aquí, o en la finca.

      Como Brassa se mantuvo callado, Langston quiso retomar la iniciativa mejorando la oferta.

      —Bien, aquí en la ciudad, o tal vez en otra ciudad, si usted lo desea. Quiero que sepa que sería usted bien recibido en la West Indies.

      Pero Brassa pensaba ya solamente en Ramona. Si aceptaba lo que el inglés le ofrecía, podría llevársela lejos de allí, podría convencerla más fácilmente de que abandonase a su familia, aquella vida, aquella casa...y el local de Ramos. Podría por fin vivir una vida digna, lejos de la miseria que le había rodeado siempre, desde que era un niño y perdiera a su padre en la campaña de Albania, veinte años atrás.

      —Este mundo es para los que luchan por sí mismos, señor Brassa. ¿Cuánto hace que está en Argentina?

      —Cinco años en noviembre.

      —Yo nací en Inglaterra, pero mis padres me trajeron aquí de muy pequeño. Yo me negué a que la fortuna de mis padres me llevara a donde no quería. Tienen una estancia en Balcarce, y, como ya se imagina usted, yo podría esperar dulcemente el momento de heredar, pero siempre he querido abrirme camino por mis medios. Y en la West Indies lo he conseguido. Esta tierra es así, ¿verdad, señor Brassa?

      Mientras Brassa esperaba que Langston terminara el planto lírico y acabara de pedirle con precisión lo que quería de él, se levantó y se acercó a mirar otra vez la foto que le llamara tanto la atención unos minutos antes.

      —Es curioso, pero éste de aquí se parece mucho a alguien que conozco.

      —No creo que eso sea posible—se puso en pie Langston y se acercó a la fotografía.

      —¿A quién se le puede parecer, Brassa? Esos son unos oficiales españoles.

      En ese momento, Brassa se dió cuenta de que alguien más había entrado al despacho. Debía de ser alguien importante, ante quien el propio Langston se había apartado con respeto. Aquel hombre observaba detrás de ellos también al militar que el italiano estaba señalando. El recién llegado afirmó con su acento francés:

      —Esa foto fue tomada en Cuba, hace muchos años.

      —Sí, ya sé que será casualidad. Este hombre —explicó Brassa— el segundo por la izquierda, se parece a... Se parece muchísimo a un español que está con nosotros desde hace unas semanas.

      —Este hombre —explicó Brassa— el segundo por la izquierda, se parece a un español que está con nosotros desde hace unas semanas.

      Quitándole importancia, y volviendo a su asunto, Langston añadió:

      —Si consigue que terminemos con la huelga cuanto antes, le prometo dos veces más lo que acaba de contar en ese sobre...

      Después de escuchar unas instrucciones de Langston, Achille Brassa sostuvo la mirada de Langston durante un largo momento que se había otorgado para pensar y decidir. Cogió el sobre y lo guardó en el bolsillo de los pantalones. Y después se volvió hacia el otro hombre, que salía y entraba nerviosamente en el despacho. El hombre, casi un anciano, alto y espigado, permaneció inmóvil y en silencio, con un gesto impasible en su rostro. Cuando Brassa se aprestaba a despedirse, el hombre se volvió sobre sus talones para mirar por la ventana, dándole la espalda definitivamente.

      Langston acompañó a Brassa hasta la puerta. Allí le despidió, entregándole una bolsa. Cuando pudo ver que en el interior había un revólver y tres cajas de munición, se fue. Contando las hileras de viñas hasta la salida de la propiedad.

      En el despacho, observando a aquel italiano bien pagado marcharse a pie por el camino, permanecieron Sir Thomas Langston y el hombre espigado con acento galo.

      —Continuemos, por favor—dijo el anciano, dejando caer pesadamente su cuerpo en el sillón del escritorio.

      —Recuerde, Monsieur Loutón, que no tiene usted descendencia. La venta es su mejor opción. Y no debe usted olvidar que la West Indies, hoy por hoy, considera casi un deber patrio hacer negocios con alguien como yo.

      —Y usted no olvide que debo contar con el beneplácito de mi mujer para vender la propiedad, Langston…La mitad le pertenece a ella

      —Oh, por Dios, monsieur Loutón. Un hombre de sus recursos no tiene problemas para salvar ese obstáculo.

      Langston deslizó la pluma —una vez más— hacia la mano de Loutón. El francés sintió cómo el destino se burlaba de él, al permitir que —vaya ironía— los ingleses cayeran ahora como buitres, a poner sus garras encima de sus propiedades. Al tacto de la pluma en su mano, se levantó de la silla más bruscamente de lo que su edad le permitía y lanzó la pluma contra la pared del despacho, dejando una mancha estrellada de tinta. Dio un traspiés al girarse, pues su cojera le privaba de esos accesos de ira y casi se cae, si no fuera por el apoyo del bastón. Se asomó a la ventana para mirar los viñedos que rodeaban la que era su casa —temía él— por poco tiempo ya.

      —Por favor, Monsieur Loutón. Ahórreme la escena. No va con su elegancia. Está usted muy mayor para continuar este proyecto y lo que yo le ofrezco es mejor que nada.

      —Mi mujer tiene otros proyectos para las tierras. Ella no puede ni quiere desdecirse de sus ideas ahora, con la población chola —contestó Loutón casi sin aliento.

      —Y yo le digo que, además, estoy seguro de que su mujer podría sufrir mucho si alguien la pusiera al corriente… —se tuvo que callar y retirar Langston, puesto que el anciano Loutón había desenvainado el sable del bastón con una destreza y velocidad electrizantes. Lo apuntaba hacia la garganta de Langston, que no pudo evitar un segundo de pasmo con los ojos abiertos de par en par. Pero se repuso de inmediato. Y continuó hablando con naturalidad.

      —Amelia tiene los días contados, monsieur Loutón…

      Loutón debió contener su ira al contemplar la poca firmeza de su pulso. La sola mención a la enfermedad de su mujer por parte del inglés derribó su orgullo y su fiereza como un castillo de naipes.

      —Usted sabe que mi deseo es conseguir que la propiedad prospere. Tal como están las cosas hoy en la ciudad, con la huelga, los desórdenes, yo soy su mejor oferta. Firme, y haga que su mujer estampe su firma junto a la suya, monsieur Loutón—ordenó Langston.

      Buenos Aires

       (República Argentina)


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