Cruz del Eje. Juanjo Álvarez Carro

Cruz del Eje - Juanjo Álvarez Carro


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un incómodo minuto de silencio, en el que el vehículo ya había salido del puerto, Ochandiano carraspeó y preguntó:

      —¿Ha leído todas las cartas, Colinas?

      Colinas miró lleno de sorna a su acompañante, añadiendo todo el escepticismo que pudo ante la aparente inocencia del que se iba a convertir a partir de ese momento en su sombra, su ayudante, confidente y hasta cicerone en la ciudad de Buenos Aires. Y por fin le dijo:

      —¿Todas las cartas? Si se refiere a las que me han hecho llegar desde la Oficina de Información, sí. Pero eran dos. Y muy escuetas.

      —Me refiero al paquete que le envié no hace mucho...

      —¡Ah, sí! Gracias, Ochandiano... Pero debo confesarle que no he tenido mucho tiempo para esas. Supongo que sabe que hemos andado un poco ocupados últimamente…Si no se lo han contado los desinformadores de su ministerio, debo decirle que incluso me enfrasqué en asuntos más políticos que militares, Ochandiano. Para cuando yo recibí su paquete acababa de volver a mi casa. Comprenderá que apenas he tenido tiempo siquiera de hacer una maleta para este viaje. Además —añadió Gorgonio volviendo al tema principal— usted y yo sabemos que hay encargos con veneno dentro. ¿Usted cree que lo que me piden que haga es posible? ¿Que yo convenza a personas duras y combatientes de que se dejen juzgar, con el único propósito de que contribuyan a construir un futuro mejor?

      Gorgonio acababa de soltarle a Ochandiano un discurso que tenía ganas de soltar a alguien, y ya lo había hecho.

      —Le pido que me perdone, no he querido culparle a usted, Ochandiano. Pero no me diga que no es como para tomárselo bastante mal.

      Colinas sabía que tal vez no le debía ninguna explicación aquel hombre bonachón y achaparrado, con su vientre redondo elegantemente cubierto por su enorme panatalón gris. Quizá no se merecía la bronca que le estaba cayendo, pero, al verle allí en el puerto, tan seguro ante las autoridades portuarias, con su sobre conteniendo el soborno raudo y competente, se convirtió a ojos de Gorgonio en la imagen viva de ese Ministerio que acababa de enviarle a Sudamérica, a cumplir una misión imposible y ante el cual se consideraba indefenso. Para él representaba un castigo. Y que le fuera hecho por el mismísimo rey de España, lo hacía aún más ofensivamente doloroso.

      —Me he defendido como he podido, Ochandiano. He luchado y me he quemado las pestañas con mis propios compañeros de armas, amigos míos, Ochandiano. He conseguido atajar revueltas ya inminentes, asonadas cuarteleras en el último minuto… ¿Y me lo pagan de esta forma? Dígame, Ochandiano. ¿Usted de qué lado está?

      El capitán de navío Gorgonio Colinas traía por esas fechas una pesada losa de descreimiento en su mente. A nadie había contado lo del paquete de cartas que días atrás había hallado en la vieja casa de Valladolid. Unas cartas con contenidos nuevos y reveladores de un pasado que no había siquiera imaginado. Pero a decir verdad, lo más sorprendente había sido la forma en que habían llegado a su poder aquellas cartas. Le esperaban en un paquete que había sido facturado con urgencia a su nombre desde Madrid. Pero llevaban el sello de salida de la Oficina Diplomática. El segundo envoltorio interior, es decir, el original provenía, sin embargo, de Buenos Aires. Dado que él se hallaba fuera de Valladolid, cuando llegó a su casa, tan sólo dos días después de llegado el paquete, había recibido la llamada urgente del Rey Alfonso. Lamentó profundamente no haberse dedicado de lleno a la lectura de esas cartas, con paciencia, para descubrir lo que venían a revelarle. Se había limitado a abrir alguna de ellas, elegida al azar de uno de aquellos atados. Algo que sirvió para tan sólo despertar en él la curiosidad sedienta de quien sabe de recuerdos ocultos en la familia, enterrados por el tiempo como sus antecesores.

      No había leído las cartas. Ochandiano ya empezaba a mascullar la idea de tener que convertirse en narrador. Y transmitir oralmente al capitán Gorgonio Colinas algo que debía haber sabido de antemano, antes de su llegada a Buenos Aires. Algo que iba escrito en aquellas cartas que no había tenido tiempo de leer.

      Lo que Ochandiano tenía claro —y el rey también— era que Colinas había sido siempre un soldado de talento. Y pensaba que tal vez, a sabiendas de la clase de persona con la que trataba, fuera mejor dejar las cosas discurrir a su ritmo. Ya también su tío había servido bien al país, pero ambos —tío y sobrino— mostraban un parecido no sólo físico, sino también de carácter. Eran hombres de talentos y fidelidades ignotas. Posiblemente eso era lo que les hacía buenos. Gorgonio lo había sido incluso desde antes de irse a la academia naval. Sus superiores lo sabían, lo habían sabido sus padres y, aún peor, él mismo lo sabía. Y ahora, que aquel encargo tan precipitado, difícil, le fuera hecho a él, no le pillaba de sorpresa ni con el pie cambiado. Pero aquellas cartas con contenidos sobre su tío Fulgencio y su mujer Esmeralda habían creado un pasmo inaudito en Colinas. Sólo había tenido tiempo de mirar el contenido de aquellas misteriosas cajas por encima, cuando llegó el mensajero del Ministerio de la Marina con el telegrama.

      —Conducto oficial y confidencial, señor. Me han ordenado que le espere y le acompañe hasta la estación de ferrocarril inmediatamente.

      Dejó los paquetes de correspondencia amontonados en la misma caja en la que los había recibido y se dispuso para la marcha. Para Colinas fue una gran noticia el que no tuviese que ir a San Sebastián, ya que el rey había regresado a Madrid precipitadamente. Tendría que ir a verle a su despacho personal en palacio.

      Aún habiendo nacido en Valladolid, Colinas había querido siempre ingresar en la Escuela Naval de San Fernando, a pesar de que en su familia militar siempre habían sido de Caballería o Infantería. Además, desde pequeño había podido oir cómo circulaba entre ellos la inclinación a pensar que los que vestían de blanco eran unos maricones o, cuando menos, pisaverdes. Así que, haciendo honor a su prematura rebeldía, Gorgonio pensaba que, ya fuera por delante o por detrás, todos acabaríamos con la parca pisándonos los talones, así que decidió que no le pillara sin haber visto mundo. Había, pues, cosas que hacer. Por ejemplo, había un gajo cubano de la familia que, aunque desaparecido, él debía intentar conocer. Al menos en lo referente a su tío Fulgencio. Y se lo había propuesto como medida de urgencia antes de caer definitivamente en manos de la primera desaprensiva que lo llevara al huerto o al altar. Lo cual era lo mismo. Aunque lo cierto es que aquel gajo cubano de la familia Colinas no había dejado descendencia. Con lo cual lo tenía difícil. Y—de paso— Gorgonio también se lo ponía difícil a la desaprensiva.

      San Fernando con 17 años

      Gorgonio pronto había demostrado ser un joven a quien le gustaba jugársela. Y muchos se preguntaban las razones que habían empujado a Colinas a bregar siempre con el filo de aquella manera y, sobre todo, cuando apenas habían pasado cuatro meses desde que iniciaran la instrucción como aspirantes a caballeros marinos.

      Tenían 17 años, y cada aspirante traía a la academia su sino ya pintado en el rostro. Los apellidos solían asegurar un paso cómodo, fructífero y de cierta garantía. Algo que se negaba a los que no traían su abolengo colgado del nombre. Esos tenían que sudar lo propio —y hasta lo ajeno— para conseguir llegar al final. La Casa quería asegurarse de la fidelidad de los aspirantes por el método de la endogamia y Pedro Calonge, de Soria, que era uno de esos candidatos a no entrar en matrimonio con la Armada, compartía la camareta con Colinas. Venía, en lo tocante a su posible conyugalidad con la Marina, más errado y sin remisión que un Papa, por no hablar de lo plebeyo de su sangre. Y ese hecho no había pasado desapercibido al sargento Vázquez, a quien había tocado en mala suerte encargarse de la instrucción de los caballeros—aspirantes.

      —¡Calonge, cagón!—solía gritarle.

      —¡Tercera imaginaria toda la semana! ¡Apúrese y deje el fusil en el cuarto de armamento! ¡Va a hacer más cocinas que ese pelapapas cabrón de Ñañez!

      Pero el acoso al aspirante Calonge, blandiendo lindezas como ésta, sólo servía para fortalecer al soriano, quien se afanaba en no contestar ni alterar al suboficial. Lo cual, claro está, sacaba de quicio al sargento Vázquez. Pero una noche de sábado, a Vázquez le había


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