Cruz del Eje. Juanjo Álvarez Carro
Y Kinoto se giró para regresar a la cocina no sin antes tropezar con el zapato de taco alto que Susana se quitaba siempre al vuelo antes de caer en la cama.
Había regresado a las dos de la mañana de esa cita con las amigas y la canasta en el club, en la que se bebía. Claro que con moderación.
—Leche y galletitas, linda.
—He visto a Mr.Langston en el club y me preguntó por vos. Se queja siempre de que no vas por allí.
—Tengo mucho que hacer por acá, linda.
—Te vendría muy bien dejarte ver por el club de vez en cuando. Mirá a Landáburu cómo le ha ido.
—Landáburu es un cretino con un estómago de basurero.— dijo Kinoto con un gesto de náusea, además de añadir— Le chuparía las medias a su sepulturero para que le busque un buen sitio en la fosa común.
—Sí, pero se va a su nuevo destino en Inglaterra en enero, amorcito. Eso es una carrera fulgurante. Con Sir William Leguizamón, querido...
Se observaba que Susana sabía que su marido la amaba con desesperación, y que ella tendría el sol que pidiera y galletitas con leche. Susana ni se molestaba en recomponerse el peinado ni el vestido tras las noches de juerga y desenfreno con Langston o con el mismísimo Landáburu. Tenía el suficiente castigo con saber que él no le concedería el divorcio por nada del mundo. Y que mientras Kinoto siguiera siendo subdirector de Recorridos en los Ferrocarriles, Susana tendría la vida asegurada a buen ritmo.
Toda la compañía sabía lo de Kinoto con Susana. Sabían más bien lo del mote, pero con toda seguridad ignoraban lo de su origen. Jacinto Verdaguer medía uno cincuenta y cinco. Su cabeza redonda y calva tenía una piel de tonos anaranjados que encajaba perfectamente con la descripción. Aunque la verdadera historia traspasaba los límites de la normalidad, si por tal entendemos la vida, desprendida de emoción, sabor y pasión. Los que se suben a la montaña rusa aceptan el riesgo de un encuentro poco afortunado con la ley de la gravedad. Pero, ay, los que prefieren no subirse a ella por miedo, por desear menos de lo que la vida a veces da sin que se lo pidamos. Éstos se aseguran el tránsito salubre por sus caminos, aunque sin el vértigo de las curvas y otras sinuosidades. Así pensaba Kinoto para sí, sobre la posibilidad de que algún día, quizá todavía lejano, Susana quisiera mirarle con los mismos ojos del primer día. Y a ese afán se entregaba con toda la esperanza que su menguado cuerpo y su graciosa figura le permitían.
El caso es que el país se encontraba sumido en un momento de tensión general, pues Argentina no estaba ajena a los vientos de revolución. Los disturbios de los ferroviarios en huelga sacudían por entero contra la empresa británica en aquellos años. Una noche, tras una intensa jornada de negociación sindical, los ingleses del Comité salieron a cenar junto a los miembros argentinos de la empresa. Algunos activistas de los trabajadores se habían enterado del lugar elegido para la cena y la casi segura juerga posterior. Sir Thomas Langston era uno de los jerarcas británicos quien, aunque no era precisamente un recién llegado, había conocido aquella misma semana a Susana Bianco de Verdaguer durante la presentación que se hizo a los ingleses de los principales ejecutivos de la empresa ferroviaria. Unas horas después de terminada la cena del Jockey Club de Buenos Aires, a la que habían acudido todos para celebrar el buen fin de aquellas primeras negociaciones, les pillaron a ambos en el coche de Langston, desnudos, con una larga borrachera que dormir. Así, les llevaron al hotel Emperador, para dejarles en el suelo del lujoso vestíbulo rodeados de ramos de flores y botellas de champán y un gran cartel que decía: “Negociamos por ti. Por tu país. Por tu ferrocarril”. Entre las piernas de Susana vaciaron un cesto de kinotos, que había sido el postre elegido aquel día por todos los comensales de aquella cena. Naranjas de la China en almíbar con suave y elegante toque de “Cointreau”...Tuvieron la enorme suerte de ser inmediatamente retirados a una habitación por parte del gerente del hotel, amigo de ambos, Langston y Susana, pero sin evitar la indiscreción de algún miembro del personal.
Antes de pagar la cuenta, Ochandiano se levantó a agradecer la botella de vino. Colinas se sintió incómodo, pues creía que debía participar del agradecimiento. Aún así pudo sentir sobre sí la mirada de ambos hombres, la de ratoncillo que tenía aquel y la de Ochandiano. Mantuvieron una charla larga, durante la que vio cómo Ochandiano negaba con la cabeza varias veces. Por fin, se dieron la mano, dio un beso a Susana Bianco y regresó a la mesa. El navarro pagó con una firma sobre la bandeja del elegante maitre y se dispusieron a partir.
—Es una historia de amor...triste. Lo de este hombre es de una humillación y sumisión suicida, Colinas.
Colinas miraba sorprendido a Ochandiano, con el gesto de alguien que observa incrédulo la ceguera de otros:
—¿Pero es que el amor es otra cosa, Ochandiano?
Día 5
A Córdoba
En la Plaza San Martín, de camino a la estación de Retiro, no había niños jugando con sus ayas, ni abuelos sentados al sol. Aquella mañana se habían concentrado allí cientos de trabajadores de los ferrocarriles para mostrar su descontento con las últimas disposiciones de la empresa inglesa. Bien temprano, Colinas les había oído gritar desde su habitación. Pensó que podría afectar al horario del tren hacia Córdoba que ellos iban a tomar al mediodía. Ya habían tenido que cancelar un tren el día anterior, por riesgo de violencia con los huelguistas, y Colinas había encontrado en aquel retraso un guiño de la providencia. Se entretuvieron en recorrer algunas calles de la ciudad: Corrientes hacía honor a su fama entre los españoles jóvenes: luz, vida nocturna, movimientos por todas partes, tanto en la luz como en las sombras... Y pensó Gorgonio que la humedad de la ciudad de Buenos Aires era insolente. El calor que reinaba en aquella primavera de 1917 prometía un verano de justicia. De repente, sentados en su compartimento, a Gorgonio le asaltó la idea sobre la perspectiva de unas Navidades en medio de aquel tórrido verano austral.
Se levantó y se asomó a la ventana en busca de aire fresco. La máquina Concordia dio un pitido largo y potente para marcar la partida sobre las dos de la tarde. Era poco el retraso, puesto que la policía y el ejército por fin habían disuelto al grupo de manifestantes.
La idea no le entusiasmó en lo más mínimo.
—¿Se hace uno a la idea de la Navidad a 40 grados, Ochandiano?
—Nunca, Colinas.
—Navidad con calor. Madre mía. ¡Qué monstruosidad! —pensó Colinas mientras seguía con la vista las pancartas que enarbolaban los huelguistas en las plataformas de la estación y también en las calles circundantes.
Se consoló pensando que, a fin de cuentas, el que tuvieran que aguantar el sol de las dos de la tarde Buenos Aires, les aseguraba no tener que llegar bajo el sol tórrido y sofocante que, como le habían anticipado, reinaría en Córdoba a la misma hora del día siguiente.
Los setecientos kilómetros se hacían con una relativa rapidez, puesto que lo llano del terreno permitía a la moderna máquina inglesa hacer una buena media de velocidad.
En su compartimento viajaban tres personas más. Un caballero galés, que no hablaba español y se disculpó por ello durante toda ocasión que podía. Iba acompañado de su esposa, quien sí hablaba algo de español, pero no parecía muy interesada en hacer uso de su conocimiento, ya que se mostraba más preocupada por el calor que hacía en aquel lugar. El tercer viajero era un hombre, cercano a la cincuentena, muy elegante, que pasaba más tiempo ausente del compartimento que en su asiento. Al menos, su equipaje no estaba allí. Tan pronto entraba, debía salír casi con la misma celeridad con que le llamaban.
Durante las primeras horas de viaje había muy escasa actividad en el tren, pero todo cobraba vida al ponerse el sol. Las campanadas de los mozos del tren, anunciando los turnos de cena, daban el pistoletazo de salida a un cambio en las reglas. Los caballeros y las damas habían tenido tiempo de solucionar en sus modernos camarotes