Cruz del Eje. Juanjo Álvarez Carro
dos leguas hasta la Encomienda!
Y blasfemó el cabo Lucena.
Y así, cada piedra, cada vuelta de la rueda mortificaba al capitán herido, que profería alaridos como si el mismísimo Satanás le retorciera el coleto con cada tropiezo. Pero a pesar de los dolores, sus alucinaciones le hacían dedicarse a espantar el envite de la guadaña con recuerdos.
—¿Sabéis, cabo Lucena, lo que solía decir mi padre? Mi padre me decía que la vida de este lado de la mar océana nos iba a cambiar a todos. Que en estas tierras nada bueno hay para nosotros ¡Por los clavos de Cristo! ¡Demudado él! Por ver el rostro de ese cacique salvaje ante nuestros caballos españoles mereciera ésta y otras gestas la pena de padecerlas… ¡el hideputa infiel!
Y lanzó un grito aterrador de dolor con la última piedra del camino.
—¡Madre! ¡Madre! ¡Quitadme esta espina, madre! ¡Que duele! ¡Lucía!¡No me dejéis, Lucía! ¿Has visto la mirada del salvaje, madre? ¿Has visto con qué decisión y tierna apostura besó a su hembra y a sus hijos antes de combatir conmigo?
—¡Sosegaos, capitán! ¡Perdéis mucha sangre!— intentaba aquietarle el cabo Lucena, acomodando los empapados paños a la herida.
El brazo derecho del capitán hacía un movimiento fijo, como un acto reflejo, al ir a buscar su espada al costado, que siempre encontraba vacío. Segundos más tarde, volvía a buscar la empuñadura y sollozaba de impotencia al comprobar lo vano de su empeño. Tras escupir sangre, se agarraba al brazo del cabo para reclamar su atención y también su comprensión.
—Se enfrentó a mí con una macana. Mi toledana y mi coleto para una macana infiel. ¡Malhaya!
—Amén —sentenciaba siempre el cabo Lucena.
Desde lo alto de la loma que acababan de coronar, a media milla, vieron un soto que decidieron sería el mejor lugar para descansar unos minutos a la sombra de los árboles y, después, atravesar el río. Para cuando lo alcanzaron, los delirios del Capitán Valente de Medina y Antequera le llevaban ahora a su época de alférez en el ejército. Antes de disponerse a cruzar el río, se detuvieron unos instantes a enjugar con el agua fresca y limpia las heridas sangrantes del capitán. No vendría mal tampoco sacudirse el polvo y el sudor, que resquebrajaban la piel, ya bastante roja por el sol. En esos momentos, de pronto, se hizo el silencio. Inesperadamente, como cuando llega el soplo negro de la muerte. El sargento Galán, el cabo Lucena y los cuatro soldados de Su Majestad que les acompañaban, se levantaron de su reposo como intentando averiguar la causa de la quietud que acalló incluso a las chicharras. El río parecía querer emular la serenidad fría de aquel momento y la imagen de los soldados bajo los árboles se repetía sobre el manto quieto de agua, como una burla temblorosa. No se oía ni el vuelo de los insectos. Aquel soplo gélido recorrió la espalda de los soldados. Pero callaron. Por un momento sospecharon fuera una celada de los salvajes, quienes querrían vengar a su cacique, o tal vez podría tratarse de alguna alimaña nueva y horrorosa del nuevo mundo. Pero nada ocurrió. El sargento dio por terminada entonces la pausa, y comenzaron a andar para atravesar el río con la carreta. Al llegar a la parte más honda del vadeo, la carreta se movía con una lentitud penosa. Y, de pronto, las mulas se detuvieron.
La boca del capitán se abrió. Los músculos se tensaron expulsando las venas del cuello, que mostraba nudos fibrosos enrojecidos por el esfuerzo, como para dejar salir el más espantoso de los gritos de dolor. Pero no se oyó más que un sordo y entrecortado suspiro. En ese punto, el eje de la carreta se partió. Y Medina expiró.
Sueltas las mulas, el sargento Galán y el soldado Aguirre arrastraron el cuerpo del noble andaluz hasta la orilla. Se vieron obligados a usar cantos rodados de la riera para darle la más digna de las sepulturas, sin palas ni picas. Con el duro y seco suelo era imposible pensar en otra opción. El cabo Lucena sintió la necesidad de cristianar el lugar de la muerte del capitán Medina y Antequera. Llevaban largos meses desde que llegaran al nuevo virreinato, aquella tierra infestada de salvajes, pero aún así el cabo mantenía redivivo el recuerdo de su madre en el lecho de muerte, pidiéndole que orara. Que nunca se olvidara de rezar.
Fiel a la memoria de su madre, con astillas rotas de la carreta, dejó hecha y clavada en la tumba de piedras una cruz hecha con el eje.
LA HABANA (Cuba)
Marzo de 1898
De todas las veces que Tincho Malán —el aguador vendedor de periódicos— había visto a Jacques LeBarón, aquella fue la primera que le vió tan apresurado. Acostumbrado como estaba a la miseria y a su olor, el zagal percibía en la nariz del francés, en las arrugas del rictus, que había hallado el rastro de un negocio.
Los que le veían frecuentemente en el Círculo Mercantil de Santiago de Cuba le conocían una propensión irresistible a hacer las cosas a la fulera. Y entre los terratenientes de Santiago que merodeaban la compañía de aquel francés vestido de negro riguroso, además, sabían que lo mejor era dejarse querer por él. No estaba la cosa para despreciar una mano amiga cuando había que hacer una visita a alguien y recordarle sus deberes. No llevaba todavía mucho tiempo exiliado en Cuba, cuando el marsellés ya había exhibido buenas muestras de sus cualidades profesionales en la huelga de la zafra de 1886. En aquella ocasión, había conseguido romper la unidad de los trabajadores de la caña, haciendo uso de sus mejores artes. Tiempos idos.
—Buenos días.¿Un vasito de lo barato, mesié?
—Hoy tomaré vino español en el Círculo, Tincho —contestó en un alarde de magnanimidad, haciendo volar una moneda de real hasta el niño.
—Gracias, mesié
—Pas de quoi, Tincho. ¿Algún mensaje?
—Un caballero muy distinguido vino por aquí temprano y me preguntó si sabía dónde vive usted, mesié. Claro está que dije que no, pero de todas formas me dejó esta tarjeta para usted.
Aparte del hermoso caserón con palmeras en lo alto de la calle Padre Pico, Jacques LeBarón poseía grandes dotes de convicción. Lo sabían bien los vecinos del barrio de Tívoli, en Santiago ya que recordaban cómo durante la huelga del 72, llegó a convencer, por ejemplo, a Manuel Marchena de que aquello acabaría mal para todos. Manuel de Dios Marchena, un activo sindicalista que había huído a Cuba durante la revuelta de Cádiz, no pudo contenerse ante las condiciones inhumanas de los jornaleros, a pesar del forzoso incógnito en que se encontraba como peón de la zafra. Estos peones rebeldes eran sustituidos rápidamente —y sin dudas— por ex-esclavos negros. En fin. El asunto es que tras una charla de fructíferos resultados con Marchena, LeBarón se limpió la sangre en la propia camisa del andaluz. Después la arrojó con un gesto de enfado y molestia al fuego que despedía ya olor a melaza y carne. Y pensaba que su alcurnia ya no le permitía seguir aceptando esa clase de encargos.
—Este cabrón ya no hará ninguna huelga más, ni tampoco una zafra más. Ya ha quedado bastante… quemado de ésta.
Y congeló la sangre de sus dos esbirros negros con una mirada acompañada de aquella risa ácida y arrabalera con que él engalanaba sus momentos de inspiración.
Jacques LeBarón tenía el paso corto y lento de quien observa callando. Seguro de que con ello te deja saber que todos y cada uno de tus movimientos quedan registrados en su mente hasta ser utilizados en tu contra y en su momento. La figura espigada que lucía llamaba la atención de las damas y al respeto de los caballeros. Consciente de la importancia de la apariencia en las calles de La Habana y Santiago de Cuba, él se había dejado ver por las mismas esquinas y salones durante un tiempo prudencial. Iba de punta a punta por el Paseo del Prado, o por el Vedado y el mercado del Tacón durante el suficiente tiempo como para que las habladurías le hubiesen construido una profesión, un pasado, una familia y, en definitiva, un presente más que digno y adecuado a su porte de gentilhombre marsellés.
—Allons. Enfants de la patrie —entonaba entre dientes al tiempo que se alejaba en busca de su caballo jerezano, dejando atrás el cuerpo carbonizado de Marchena,