El conflicto del agua. José Esteban Castro

El conflicto del agua - José Esteban Castro


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de un cuerpo y un tipo específico de disciplinamiento y saber erigido a partir de la expropiación del poder de los cuerpos (Marx, 1971,1974, 1998; Foucault, 1978, 1992, 1994; Marín, 1982b, 1983, 1994, 2000, 2004).

      Ahora bien, la expropiación del poder de los cuerpos supone diferentes formas de confrontación y la articulación de estas constituye una lucha social: “Si esta problemática teórica fuera desarrollada, observaríamos que el proceso de expropiación del poder material de los cuerpos nos remitiría a ámbitos distintos de confrontación: al proceso de construcción de esos cuerpos, a su anatomía política; […] ¿cuál sería el eslabón para articular esa teoría rigurosa? La confrontación” (Marín, 1994: 63).

      La confrontación en tanto acción de lucha se constituye en el observable, en el operador teórico-metodológico que permite visualizar el grado y los modos de avance de una lucha social, y es con esta que se puede caracterizar el conflicto del cual parten y al cual están haciendo referencia los distintos actores en lucha por el agua.

      Por otra parte, si toda acción conlleva una voluntad, entonces las voluntades contrapuestas conforman una lucha, por lo que las acciones de lucha son aquellas que intentan detener una acción cuya determinación es de sentido contrario. Dicho de otra manera, la acción de lucha es la que se contrapone a la voluntad de otro. Así es como en este capítulo las acciones que reportan las noticias de los periódicos han permitido construir una matriz de datos que hace inteligible la evolución de las confrontaciones por el territorio político del agua.

      Anatomía política del agua en México: la construcción de un territorio de poder

      La historia política del agua en México muestra que este recurso ha sido siempre motivo de disputas sociales y políticas que se estructuran alrededor de la idea de Estado nación y las garantías institucionales que se ofrecen en los proyectos nacionales.

      Por eso, en primer lugar, entendemos que el desarrollo histórico del modelo de gestión del agua en México no puede escindirse del de las relaciones sociales de producción en el territorio nacional. En la etapa previa a la Revolución, este avance estaba subordinado a un sistema de hacendados que obstaculizaba la expansión del carácter capitalista de la sociedad, y en particular del carácter capitalista de la propiedad de la tierra y el agua, lo que hizo que gradualmente se consolidara un modelo de gestión en el manejo del agua orientado a la producción y desarrollo económico privado y, con este, un acceso diferenciado al agua, lo que introdujo una creciente desigualdad social, tanto en el campo como en la ciudad (Aboites, 1998: 53).

      Pero más adelante —en la gestión posrevolucionaria del proyecto nacional—, al surgir una burguesía bajo la predominancia de un capitalismo industrial, se produce una centralización en la gestión de los recursos hídricos por parte del Estado que coincide con la necesidad de consolidar el poder del Estado nación y el esfuerzo por trazar su rumbo en detrimento de la gran propiedad. De esta manera, la construcción del Estado mexicano moderno pasa por la forma en que el gobierno federal se erigió en la principal autoridad para la gestión de los recursos hídricos, lo que significó despojar de derechos, facultades y prerrogativas a los organismos y grupos locales gubernamentales, sociales (cooperativas) y privados. Esta centralización/federalización de la gestión del agua implicó tres aspectos primordiales: la consolidación de la propiedad pública (u originaria de la nación) sobre los recursos naturales; el aumento sustancial de la capacidad de gasto gubernamental en el desarrollo de infraestructura hidráulica e hidroagrícola, y el crecimiento de una burocracia especializada (Aboites, 1998).

      Tal centralización fue corporativizada cuando Lázaro Cárdenas asumió la presidencia mexicana en 1934. De este modo, la corporativización de la sociedad y la organización de las fuerzas sociales en fuerzas productivas conforman, como una consecuencia posible, la subordinación ciudadana a la identidad nacional. Así es como el Estado se destinó a sí mismo la función de constructor de los cimientos de un progreso económico que debería provenir de la industrialización fomentada mediante el equilibrio entre capital y trabajo. El Estado —y Cárdenas como su timón—asumió la función de regulador de los intereses sociales y de promotor del desarrollo económico al colocarse por encima de todas las clases para ser el árbitro de las relaciones, mientras que el avance de la industria y la nacionalización de los ferrocarriles y del petróleo fomentaron el poder económico y político del Estado (Córdova, 1981).

      Pero esta estructura de dominación basada en el proyecto nacional con el Estado como garantía del bienestar general comenzó a resquebrajarse a fines de los años sesenta. Para esta época la edad de oro capitalista a nivel mundial entra en crisis y, con esta, el proyecto que guiaba el crecimiento de México. Todo ello se tradujo en una creciente pérdida de control de la función desarrollista-intervencionista estatal que redundó en un creciente debilitamiento de la articulación de los habitantes del país con las nuevas condiciones del capitalismo mundial, cada vez más transnacional,4 el cual obstaculizaba, a su vez, la inserción de la fuerza de trabajo en el mercado.

      En México, las crisis del Estado se derivan, en parte, del endeudamiento masivo de los años setenta para potenciar la industria del petróleo entonces en auge, y de la imposibilidad de pagarla por la sustantiva y creciente deuda interna; lo que condujo a la posteriores medidas de liberalización de los mercados y políticas monetarias decretadas por el Consenso de Washington, la reducción del Estado y el modelo democratizador-privatizador propio de la ideología neoliberal predominante en los años noventa. Asimismo, las crisis económicas de 1982, 1986 y 1994 condicionaron la austeridad y abrieron la necesidad de una nueva era de legitimidad para el gobierno federal, la cual, en principio, exigía ampliar la participación en la gestión del agua a través de la inclusión de los estados y municipios.

      Por otro lado, el debilitamiento de la hegemonía social en el proyecto nacional de la coalición empresarios-obreros-campesinos-Estado se expresa en dos escalas sociales durante los setenta y los ochenta: 1) en la dimensión del control territorial, esto es, en la capacidad del Estado de instalar y reproducir un orden social que garantizara las condiciones materiales para la reproducción social de los habitantes de un territorio;5 y 2) en la dimensión social, que connotaba la función estatal de regular y fortalecer las relaciones y procesos sociales con los que se construyen identidades sociales y se produce la incorporación de individuos al proyecto de nación (Díaz, 1998: 192). Es así que tales cambios fragmentarán la capacidad de tomas de decisiones y esto repercutirá en las formas en que se confronta la población.

      Las crisis reforzaron la necesidad de racionalizar la gestión de recursos como el del agua, entre otros. Así es como desde los ochenta un desafío importante para los gobiernos en turno será la intensificación de las políticas urbanas que descentralicen la población e impulsen un desarrollo regional más igualitario y homogéneo. En materia de agua, el diagnóstico había identificado: 1) la creciente escasez e inequidad en el acceso al recurso, 2) la cultura del despilfarro, 3) la contaminación y sobreexplotación, 4) la necesidad de consolidar la valorización económica del agua, y 5) la necesidad de involucrar a la sociedad en el manejo del recurso (Aboites, 2004: 104), lo que se tradujo en la urgencia de una planificación que reforzar la descentralización y desconcentración de la gestión del agua.

      El aspecto más relevante en la política fue decidir la descentralización del agua, lo que se hizo modificando el artículo 115 constitucional en 1983,6 a fin de que se facultara a los municipios para la gestión del agua y se creara un órgano para la normativización y descentralización de este recurso, esto es: la Comisión Nacional del Agua (cna) —la actual Conagua— fundada en 1989 y desconcentrada de la entonces Secretaría de Medio Ambiente, Recursos Naturales y Pesca (Semarnap) que luego se convertiría en la actual Secretaría de Recursos Naturales o Semarnat y que administra alrededor del 80% del presupuesto que se le destina. Para enfrentar la crisis del agua, la cna propuso la descentralización total, la autonomía y el impulso de la participación privada (PP) de los servicios (cna, 1989. Tomado de Pineda, 2002). En opinión de Castro (2002), se suponía que la inserción de la participación privada en los servicios de agua potable y saneamiento contribuiría a:

       Introducir


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