Reina del grito. Desirée de Fez

Reina del grito - Desirée de Fez


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o laboral suelo estar más cerca de Emily Blunt en Un lugar tranquilo (2018), la antirreina del grito, perdida en una película en la que la única manera de sobrevivir es callar y no hacer ruido, que de la protagonista de La noche de Halloween (1978). Aun así, cuando se tuercen las cosas, me alivia pensar en Jamie Lee, Isabelle Adjani y Sissy Spacek, mis tres ángeles de la guarda. Su imagen congelada, gritando sus miedos y preocupaciones con orgullo, hace que los míos se difuminen y pierdan fuerza al menos durante un rato.

      No hace mucho, hablando con una amiga sobre las cosas que les dan miedo a nuestros hijos, empecé a pensar en las que me habían aterrorizado a mí de pequeña. Tengo algunas en común con Elliott y Nico, como la cabalgata de los Reyes Magos y la gente muy mal disfrazada, pero me vinieron a la cabeza tres episodios concretos. Uno está conectado con el cine de manera natural. Los otros dos los he relacionado yo a posteriori y quizá de una forma un tanto caprichosa. Empiezo por los últimos. Creo que el origen de mi miedo a los fantasmas —y de mi debilidad por las películas que tratan sobre ellos— está en una conversación que escuché por ser cotilla en la frutería cuando era niña. Una vecina que me llamaba mucho la atención, una mujer de unos sesenta años (o así la recuerdo) que siempre llevaba los labios pintados de rojo, el pelo cardado y las manos llenas de anillos, le explicó a la dependienta que protegía su casa de los malos espíritus con un ambientador Heno de Pravia. Cada vez que veo el final de Insidious (2010), con los fantasmas pintados como puertas, me acuerdo de aquella mujer y se me pone la piel de gallina. Y hace poco caí en la cuenta de que quizá sea también la razón de que en casa siempre tengamos, sin que se sepa muy bien quién lo ha comprado, un espray sin estrenar de esa fragancia.

      El otro episodio es tan delirante que me da vergüenza contarlo, pero con los años he dejado de recordarlo como una de las anécdotas más ridículas de mi vida (aunque lo es) para plantearme que igual se encuentra ahí la génesis de mi rechazo frontal hacia el cine de terror sobre violencia sexual. Son, sin duda, las películas que más me cuestan. En los bajos del edificio de L’Hospitalet donde vivían mis abuelos paternos, había un taller de reparación de coches. Una tarde acompañé a mi padre a recoger el suyo y me quedé petrificada frente a una de las paredes. Rodeado de carteles descoloridos de mujeres desnudas había un calendario con una foto que me horrorizó. Eran unos genitales masculinos disfrazados de detective, con gafas y un puro. Al pánico por el recuerdo de esa imagen, que pretendía ser graciosa pero a mí me dejó traumatizada, se sumó la ansiedad de no saber cómo contarle a mi madre (a mi padre, por supuesto, ni lo intenté) qué era lo que había visto que me había dado tanto miedo. Era pequeña pero no tonta, y sospechaba que mi revelación iba a ser —con razón— motivo de guasa. Así que me lo quedé dentro y pasé semanas entre aterrada y avergonzada por el recuerdo de aquel engendro. Sobre todo aterrada. Supongo que mi miedo fue una simple reacción a algo grotesco que no me esperaba, pero de adulta rememoro ese episodio como una desafortunada primera toma de contacto con una versión horrible de la masculinidad. No me merecía ver algo tan repulsivo con seis años, pero también es verdad que no era un sitio al que solieran ir los niños.

      Pero el recuerdo en el que veo con más claridad mi flirteo consciente con el miedo y, al mismo tiempo, con el cine de terror tiene que ver con un reproductor de vídeo.

      Cuando alguien nos pregunta por la película que más miedo nos ha dado nunca, casi todos respondemos aquella que nos aterrorizó de niños. Estoy segura de que, al hacerlo, no revivimos el miedo que nos dio, sino el absoluto pavor que nos provocó imaginar lo que había dentro de la película antes incluso de verla. Yo evoco lo que sentí cuando mi madre le contó enterita a mi tía Melu por teléfono La noche de los muertos vivientes (1968). Siempre ha sido la mejor recreando verbalmente las películas que le impresionan o le gustan, pero ese día se superó en los detalles. O recuerdo cuando me clavé un pendiente en la carne tras tirarme la hora y media que dura Pesadilla en Elm Street (1984), la película que estaban viendo mis padres en el comedor, acostada en la cama y tapándome los oídos con una fuerza inaudita. O revivo lo que me sugerían las carátulas de las películas de miedo del videoclub, que en mi barrio estaban casi siempre pilladas. Las hileras dedicadas al terror y a las artes marciales eran, con diferencia, las que siempre tenían menos tarjetones blancos, las codiciadas cartulinas que indicaban que estaban disponibles y podías llevártelas. Pero sobre todo pienso en el día en que el VHS de La profecía (1976) se quedó atascado en el vídeo de casa.

      —Desirée, saca la película que hay que devolverla. Cuando vengamos del mercado, la llevamos —me gritó mi madre desde la cocina.

      Yo debía de tener unos nueve años y me acuerdo perfectamente de que eran las vacaciones de Navidad.

      —¿Mama, la rebobino? —chillé desde el salón.

      En casa de mis padres siempre se hablaba a gritos de habitación a habitación, una tradición que me he esforzado en importar sin éxito a todos los hogares que he tenido.

      —Sí, rebobínala.

      —Ay, mama, hace un ruido raro. Creo que se ha quedado enganchada. —Mi madre corrió al salón, visiblemente agobiada.

      —Madre mía, espero que no se haya roto. Como se haya roto me da algo. Es de las que más pide la gente. ¡Hay incluso lista de espera! Y me contó el Angelito que, si las rompes, las tienes que pagar —me dijo mirándome a los ojos con la voz temblorosa.

      Yo recordaba perfectamente el comentario de mi primo, que había contribuido sin querer, por pura arrogancia juvenil, a alimentar la leyenda urbana de que esas cintas costaban quinientas mil pesetas. El Angelito, mi primo favorito, cinco años mayor que yo y la persona que hizo que me picara el gusanillo del cine.

      Los mitos sobre el videoclub eran una maravilla. Como lo eran sus rituales, entre los que destacaba el hilarante ceremonial para alquilar porno. La intención: proteger al vecino que quería llevarse una película X haciendo que entrara en un cuarto detrás del mostrador. El resultado: que todo el videoclub se enterara de quién era el guarro que se colaba en la cámara secreta y se iba a su casa con una película pornográfica bajo el brazo.

      —¿Qué película se ha quedado atascada? —le pregunté a mi madre, que había desistido de encender y apagar el vídeo y tocar botones de forma totalmente arbitraria.

      —La profecía.

      —¡¿Qué?! ¡Mama! ¿La de los padres mirando al niño con mucho miedo? ¿Con la sombra de un perro? ¡¿Por qué no me lo habías dicho?! ¡¿Por qué no me habías dicho que la habías cogido?! ¡¿Y que estaba dentro del vídeo?! —le grité echándome las manos a la cabeza—. ¡Mama! ¡Que está dentro del vídeo! ¡Sácala! ¡Que me da mucho miedo! —Corrí hacia el sofá y me tumbé boca abajo hundiendo la cabeza entre los cojines.

      —¿Pero qué te da miedo? ¿Una cinta? Hija, de verdad.

      Pese a mi ataque de histeria infantil, mi madre no me hizo mucho caso. Bastante tenía con pensar en cómo explicarle al dueño del videoclub que nuestro aparato se había tragado una de las películas que le daban más dinero... ¡y que costaba quinientas mil pesetas! Por suerte, el Angelito tenía un amigo que sabía arreglar vídeos y que se comprometió a sacar la película «de gratis» cuando volviera de esquiar de La Molina. No se lo contamos a mi padre porque ¿para qué? Desconectamos el teléfono de la pared por si llamaban del videoclub para reclamarla (no lo hicieron, pero nos cobraron un recargo antológico cuando la llevamos). Y, mientras el amigo de mi primo esquiaba, yo pasé un fin de semana largo absolutamente aterrorizada.

      No podía soportar la idea de estar en la misma habitación que La profecía. Si hubiera sido solo un día, me las habría ingeniado para no tener que dar explicaciones de por qué no quería salir al comedor. Pero como iban a ser tres, preferí ir con la verdad por delante.

      —Mama, hasta que no saquemos la película del vídeo, no voy a salir al comedor.

      —¿Ah, no? ¿Y qué vas a hacer todo el día?

      —Quedarme en la habitación. Leyendo.

      —Desirée, de verdad, ¿qué tonterías son ésas? ¡Pero


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