Reina del grito. Desirée de Fez

Reina del grito - Desirée de Fez


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de aprobación, de gustar a los demás (con la consecuente frustración cuando eso no sucede) y, al mismo tiempo, el miedo a la posibilidad de trascender mínimamente, porque destacar suele traer consigo tantas alegrías como disgustos. Igual más disgustos que alegrías.

      Pasé los veranos de mi infancia y de mi adolescencia en San Ildefonso. Mis padres no tenían ni pueblo al que llevarnos ni, por supuesto, un apartamento en la playa. Pero nunca lo viví mal, supongo que porque en mi barrio era difícil aburrirse. Siempre era un hervidero, no se vaciaba ni en agosto. Recuerdo los parques infantiles llenos de niños, los comercios abiertos y el olor a fritanga en las terrazas. Y recuerdo pasar horas y horas delante del televisor sin percibir que mis padres se sintieran culpables por ello, algo de lo que solo puedo estarles agradecida. No hace mucho, hablando con unos compañeros del entorno del cine de terror, comprobamos que, pese a conocernos desde hace años, nunca habíamos compartido de dónde venía nuestra fascinación por el género. Para unos estaba en los cómics que habían leído de pequeños; para otros, en los libros no adecuados (o sí) para su edad que cayeron en sus manos cuando eran niños. Para mí está, sin duda, en aquellos veranos en la Ciudad Satélite, en las películas que vi en los dos cines que tenía cerca de casa, el Avenida y el Pisa, ya desaparecidos; en la tele y en los VHS que alquilé nerviosamente, mordiéndome los labios, en el videoclub. Al principio no me dio solo por el terror: pocos reproductores de vídeo rebobinaron tantas veces la escena del baile final de Dirty Dancing (1987) como el de casa de mis padres. Pero tanto en los ochenta como a principios de los noventa era difícil esquivarlo porque era un género que se colaba con más facilidad que ahora por las rendijas de las películas para toda la familia. A la que fueras un poco sensible a él, te agarraba del brazo y no te soltaba. Por otro lado, mi miedo infantil e irracional a la carátula de La profecía se dio poco a poco la vuelta hasta convertirse en una atracción irrefrenable por las portadas más inquietantes. La única que se me resistió fue la de Street Trash (1987), en la que aparecían unas piernas cortadas, con los huesos astillados a la vista, y calzadas con botas militares. No me atreví a ver esa película hasta la universidad, animada por un medio novio al que le hacía muchísima gracia esa historia. Fue un bajón: no era ni la mitad de terrorífica que en mi cabeza.

      Mi intuición frente a la inmensidad de las paredes del videoclub, con sus caóticas hileras disparándose hacia el techo, y mi primo Angelito hicieron que La noche de Halloween (1978), Pesadilla en Elm Street (1984) y otros slashers menores cayeran en mis manos ese verano antes de comenzar el instituto. Y, como no podía ser de otra manera, se convirtieron en el alimento perfecto de mis nuevos miedos, a la vez que hicieron que los que llevaba de serie pasaran al siguiente nivel. Mis miedos a no encajar en un sitio nuevo, a hacer nuevas amigas, a los chicos, al sexo y a mis propias hormonas se dispararon.

      El escenario de esas películas no podía resultarme más extraño. San Ildefonso, con sus edificios inmensos y donde vivíamos en un decimosegundo, no tenía nada que ver con el barrio residencial de casitas bajas y con jardín de La noche de Halloween. Solo en mi bloque de pisos éramos veintisiete familias, todas con una media de dos hijos de las mismas edades que mi hermana y yo, por lo que las posibilidades de que Freddy Krueger me eligiera a mí eran prácticamente nulas. Era bastante más probable que saliera huyendo por el estrés de tener que escoger a alguien que la opción de que atacara. Y lo más parecido que había visto al campamento Crystal Lake de Viernes 13 (1980) era el Filipinas, un camping a las afueras de Barcelona al que habíamos ido un par de veranos y donde me dejaron muy claro que era demasiado mayor para integrarme. Gordita, insegura y empollona, tampoco tenía mucho que ver con las chicas de los slashers: ni haciendo grandes esfuerzos hubiera encontrado en mí una sombra de su energía, su gracia y su atractivo. Además, después de una carrera como las que se pegaban ellas delante del asesino, hubiera muerto antes ahogada que acuchillada. Sin embargo, nada impidió que me proyectara en esas películas: había en ellas demasiadas invitaciones a pasarlo mal como para dejarlas escapar.

      Si en el bus había pensado en Carrie, tal y como entré por la puerta del instituto se desplegó ante mí el escenario de un slasher... de un slasher del que tenía que salir viva. Ese día consolidé también mi historia de amor con Jamie Lee Curtis: pasara lo que pasara, mi modelo debía ser siempre ella, la protagonista de La noche de Halloween, la chica final, la última superviviente. El recorrido que la directora del colegio y la recepcionista nos hicieron por las instalaciones del centro a los cuatro alumnos nuevos, tres chicas y un chico, me confirmó el potencial de ese lugar para el terror: la cocina, que totalmente vacía tenía algo de morgue; el laboratorio; el gimnasio de baldosas blancas, ¡las duchas del gimnasio de baldosas blancas! ¡Las duchas del gimnasio de baldosas blancas, como el de Carrie! Temblaba por dentro y por fuera. Podía visualizar en todos esos sitios tanto a Michael Myers, el asesino de Halloween, con un cuchillo como a una chica —ligera de ropa— corriendo en círculos y chillando entre los fogones, las probetas, el potro, las colchonetas y el plinto.

      Tras la visita guiada por las futuras escenas del crimen, casi que agradecí entrar por fin en la clase que me había tocado, donde me senté en la última fila. El aula era diáfana y luminosa, lo que reducía de manera notable la sensación de peligro, y no éramos muchos alumnos. Respiré, observé y me sentí observada. Y, cuando nos mandaron al patio, hice lo que llevaba planeando desde que llegué: encerrarme en el lavabo. No era exactamente por miedo a empezar a hacer amigos, que también, sino porque tenía algo importante que hacer. No iba a levantarme del váter sin un esquema con el orden en el que creía que serían asesinados mis nuevos compañeros de clase si les tocara vivir en un slasher, si un psicópata se colara en el recinto. Eso me indicaría con quién me convenía relacionarme y de quién debía alejarme. Acordé que primero caerían las dos chicas que se habían reído de mí cuando la tutora hizo que los nuevos saliéramos a la pizarra para presentarnos. Eran demasiado guapas y demasiado pavas para sobrevivir al primer acto. Después le llegaría el turno al chaval que lo sabía todo, el que levantaba la mano incluso antes de que la profesora acabara de formular su pregunta: estaba pidiendo a gritos que lo mataran. Y la penúltima, porque la última iba a ser yo, sería la chica de la camiseta de Guns N’ Roses. En realidad no me había dado tiempo a intuir qué tipo de persona era esta última, que también era una de las alumnas nuevas, pero solo por el hecho de tener buen gusto pensé que merecía llegar hasta el final. Ese croquis, que escondí como pude cuando una monja me obligó a salir del lavabo, tenía que ayudarme a decidir lo antes posible con quién debía relacionarme si quería sobrevivir al instituto.

      Corte a: mi fiesta de graduación, el reverso amable (y anodino) de la prom party de Carrie. Sin sangre y sin llamas, pero también sin reina, sin purpurina y sin un análogo de John Travolta meneándose en la pista. Esa vez, las películas de terror me habían preparado para algo que no iba a suceder. Durante los cuatro años que duró la etapa del instituto experimenté varios dramas, por supuesto, y no dejé una sola mañana los miedos olvidados en casa. Pero ni la película de Brian De Palma ni La noche de Halloween son exactamente una metáfora de mi paso por el instituto. Sobre todo porque, por mucho que me entrenara para creérmelo y sentir que estaba en la misma onda que mis amigas desde parvulario, el Nazaret no era un instituto. Ellas se habían matriculado en el instituto de El rector (1987), donde tenían de profesor a Jim Belushi y los alumnos fumaban crack en el patio, y yo iba a un colegio de monjas de Esplugues en el que nos tenían superprotegidos y no había margen ni para la perversión ni para el conflicto. Sé que el tópico asegura lo contrario, e igual en el fondo hubiera preferido que así fuera (al menos un poco), pero mentiría si dijera que cuando las monjas se daban la vuelta aquello era Sodoma y Gomorra.

      Cabe la posibilidad, eso sí, de que mi aterrizaje en el nuevo colegio hubiera sido diferente, que hubiera pasado más miedo, si en vez de inflarme a slashers esas vacaciones hubiera visto por fin La profecía o hubiera caído en mis manos El exorcista (1973). Eso, sin duda, habría amplificado y sofisticado mis temores. Pero no fue así, ambas películas las vi más adelante. Ese verano, mi primo, que había estudiado en el centro en el que yo estaba a punto de entrar, frenó todos mis intentos de alquilar la película de William Friedkin.

      —Ángel, ¿y si nos llevamos El exorcista?

      —Ya


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