Reina del grito. Desirée de Fez

Reina del grito - Desirée de Fez


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airadamente los brazos para que me escuchara el dueño del videoclub.

      —No sé, Desirée, será casualidad.

      —Que no, Ángel. Que te juro que estaba.

      Y era verdad: estaba. Cuando llegábamos, El exorcista, que no era precisamente una novedad, siempre estaba disponible, pero si me despistaba, aunque no hubiera nadie más que nosotros, el tarjetón desaparecía. Durante semanas pensé que era cosa del dueño, que quitaba las tarjetas para que los menores de edad no alquiláramos películas de adultos. Llegué a admirar a Pedro por su capacidad para hacer ese movimiento maestro sin que nos diéramos cuenta, incluso me planteé que usara la telequinesia. Pero el día que vi a la vecina de abajo, un par de años más pequeña que yo, salir tan pancha con el VHS de El cementerio viviente (1989) debajo del brazo, se rompió el encantamiento. Vi clarísimo que el artífice era mi primo. No solo no fui capaz de decirle que me había dado cuenta, sino que seguí fingiendo sorpresa —cada vez más sobreactuada, cada vez más actriz— cuando el tarjetón desaparecía. Supongo que lo hacía para protegerme. Debió intuir (e hizo bien) que no era buena idea que viera El exorcista antes de pisar por primera vez un colegio religioso.

      Me costó poco integrarme. Había alumnos más populares que otros, y el primer año tuve que soportar los comentarios de una chica que llevaba aún peor que yo mi sobrepeso. Pero eso era todo. El esquema que había diseñado en el lavabo —y que acabó tatuado en mi barriga tras un día entero escondido debajo de mi camiseta y pegado al cuerpo— no me sirvió de mucho. Las dos chicas que se habían reído al verme eran más nerviosas que famosas, y Anna, que acabaría siendo una de mis mejores amigas, llevaba la camiseta de Guns N’ Roses por casualidad. Se había quedado a dormir en casa de su tía «la moderna» y, como no tenía ropa limpia por la mañana, le había dejado lo único que le quedaba más o menos bien. La rutina de la escuela estaba más cerca de los preparativos del festival de verano de Midsommar (2019) que de la dinámica de un slasher.

      Mis miedos estaban ahí, los sentía muy cerca. Pero, en vez de manifestarse con la contundencia que esperaba, aparecían de forma puntual para recordarme que no bajara la guardia. Era como si estuvieran preparándose para arrollarme los años posteriores. Pero la realidad es que el tiempo que pasé en el Nazaret solo me apretaba el miedo cuando se me hacía tarde y tenía que atravesar sola un descampado para llegar al colegio. Por desgracia, el miedo a ser asaltada y agredida sexualmente me invadió desde muy pequeña y nunca he sabido cómo dominarlo. También me aterrorizaba la clase de educación física, algo que arrastraba del otro colegio y que vuelvo a experimentar cada vez que me apunto a un gimnasio. Y sentí miedo genuino en un episodio muy concreto y espiritual.

      Detesto hacer ejercicio. Lo odio con todas mis fuerzas. Jamás seré una de esas personas que se redimen de décadas de apatía, flacidez y complejos convirtiéndose en corredores profesionales, que pasan de perder el autobús por no echar una carrera a inscribirse en la maratón de Nueva York. Y esta sensación tiene que ver con el miedo que me daba en el colegio la clase de gimnasia. Las veces que no colaba el justificante cómplice de mi madre diciendo que estaba indispuesta, iba al colegio aterrorizada. Era, simple y llanamente, miedo al ridículo y a la humillación. Miedo a correr ahogada a cinco metros de mis compañeros, miedo a estamparme contra el potro al intentar saltarlo, miedo a que nadie me quisiera en su equipo cuando jugábamos a baloncesto, miedo a que llegara el verano y nos obligaran a llevar pantalón corto, miedo a hacerme rozaduras entre las piernas. Miedo a que se rieran de mí o me rechazaran por no ser precisamente atlética. Para una niña gorda, la clase de deporte era un tormento. Y, aún ahora, cada vez que entro por la puerta de un gimnasio, me invade esa sensación tremenda de desamparo y hundimiento. Siento que la gente que hace elíptica a mi lado me mira con la misma mezcla de compasión y de guasa que los niños del colegio. Y el pánico se viene conmigo hasta los vestuarios, donde vuelvo a pensar en Carrie. Por eso aguanto cuatro días apuntada. La última vez que me matriculé en un gimnasio, seguí esta ruta: llegué, me desmayé en la bicicleta estática y me desapunté. Todo en un día. En lo de la ineptitud deportiva llevo batiendo récords desde la infancia.

      Sobre el episodio concreto al que me refería, se trata de la primera vez que fui de retiro espiritual con mi clase a la montaña de Montserrat, un macizo rocoso imponente que no tiene nada que envidiar al lugar donde se pierden, para no volver a aparecer, las chicas de Picnic en Hanging Rock (1975). En vez de llevar vestidos blancos y etéreos igual que ellas, íbamos abrigados hasta las cejas porque hacía un frío que pelaba. Y, en lugar de dedicar el tiempo a confundirnos lánguida y poéticamente con la naturaleza, estuvimos tres días en una abadía rezando, conversando y reflexionando.

      Tenía catorce años y todavía no me había dado por las películas de terror sobre gente aislada en casas, en cabañas, en bosques. Pero tenía muy presentes trozos de El resplandor (1980), una de esas películas que, antes de verlas, construí en mi cabeza a partir de imágenes robadas. Y con el recuerdo de esas escenas, vistas a través de las rendijas de mis propias manos, me bastaba y sobraba. Cuando me descubrí totalmente sola en una celda del monasterio, el lugar más frío y austero donde haya pasado la noche nunca, sentí un miedo brutal. El cine de terror vino entonces al rescate. De un modo menos amable que otras veces, pero al rescate. Me tumbé en la cama con la ropa de calle, sin atreverme a ponerme el pijama, me tapé hasta la cabeza con las mantas y metí los dedos índices en las orejas porque prefería escuchar mis latidos al pitido del silencio.

      Estoy convencida de que, si no hubiera visto fragmentos de El resplandor (y armado en mi cabeza los que faltaban hasta completar la película), esa noche se habrían desatado de golpe todos mis miedos, tanto los que tenía atados en corto como los que no, y me habrían devorado. Miedo a la oscuridad, a estar sola, a los fantasmas, a que se acabara el mundo y me pillara en pleno retiro espiritual, a que entrara alguien a violarme o a matarme... Pero el recuerdo de esa película los bloqueó. Pasé las horas fantaseando sufridamente con que Jack Torrance ( Jack Nicholson) acariciaba la puerta, confundiendo mis pulsaciones con el sonido del triciclo de Danny y aguantándome las ganas de mear por si, al salir al lavabo, me encontraba con las gemelas. Lo pasé fatal, pero los miedos prestados siempre son más llevaderos que los propios. De ahí que haya tanto fóbico fan del cine de terror.

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