Reina del grito. Desirée de Fez

Reina del grito - Desirée de Fez


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Ring (El círculo) (1998), la famosa película japonesa sobre una cinta de VHS que causa la muerte de quien la ve, ya hubiera existido por entonces. Pero no era el caso, y mi pavor a un trozo de plástico le parecía todo lo ridículo que en realidad era.

      —Hija, de verdad, haces cosas rarísimas. Además, esa película no da nada de miedo. Casi la quito a la mitad porque no daba miedo —me contestó—. Fíjate que tu padre se acostó antes de que acabara porque le estaba pareciendo un rollo.

      Lo segundo era verdad, lo primero era evidente que acababa de inventárselo.

      —Sí, claro.

      Estuve tres días comiendo de pie en la cocina, en la que no teníamos ni mesa ni sillas, cenando bikinis en mi cuarto y comunicándome con mis padres y mi hermana de dos años desde el quicio de la puerta. Durante el día lo llevaba bien. Aburrida, pero bien. Pero las noches eran otra historia.

      —Mama, ¿puedo dormir con vosotros? —desperté a mi madre a las tres de la madrugada.

      —Pues no. ¿No ves que ya eres más grande que tu padre? —me contestó medio en sueños.

      —Por favor, que he visto una luz en el comedor. Y sombras. Y he oído un ruido rarísimo. Creo que era un perro.

      —Anda y calla. Era la puerta del ascensor. A la cama.

      —Porfa.

      —¡Que a la cama! —me dijo susurrando a gritos—. Y calla que vas a despertar a tu hermana y me ha costado mucho dormirla.

      Atravesé el pasillo hacia mi habitación muerta de miedo y sintiendo en la espalda una vibración extraña. La profecía me llamaba desde la otra punta del piso, pero yo era la antítesis de la niña de Poltergeist (Fenómenos extraños) (1982). Si ella acudía sin rechistar al reclamo del televisor y se arrodillaba delante hipnotizada, yo era incapaz de caminar hacia el salón. La profecía, la película con la carátula que más miedo me daba de todo el videoclub, estaba dentro del reproductor VHS de mi casa, y yo sabía que si estaba cerca del aparato o lo miraba por error, caería sobre mí una maldición y me atropellaría un coche.

      Vi la primera película que me dio miedo años después de que me diera miedo. Y esa primera vez real no me dio tanto miedo como la falsa primera vez. No fue así las siguientes veces, en las que, por otras razones, sentí un miedo tan intenso con La profecía como el que experimenté al irme a la cama sabiendo que la cinta dormía plácidamente en mi salón. La película de Richard Donner tiene ese efecto sobre mí, y me encanta. Da igual las veces que la vea, siempre reactiva esos terrores infantiles. En su momento lo viví como un drama. De hecho, tardé varias semanas en poner una cinta mía en el reproductor por si la maldición de La profecía seguía dentro; esperé a que las películas de mis padres acabaran de arrastrar los restos del virus del mal que —asumía— se habían quedado enganchados al aparato. Pero hoy me alegra que fuera esa película y no otra. Me alegra por el título. Es como si el reproductor de vídeo de casa de mis padres hubiera elegido ese título por intuición, profetizando que acabaría amando las películas que entonces me asustaban. Y me alegra porque es una película en la que se concentran muchos de los miedos con los que convivo a diario: a fracasar como madre, a perder la integridad psicológica y emocional, a la pérdida, a no entender nada. Son esos algunos de los miedos que persigo insistentemente en el cine de terror en busca de mi reflejo, de alivio y de respuestas.

      2

       Carrie

      MIEDO A LA SANGRE

      Entré en el instituto pensando que sería como Carrie (1976) y sobreviví a esos años obsesionada con La noche de Halloween (1978). Ni mis temores ni mis anhelos se cumplieron del todo, pero, sin ser yo demasiado consciente entonces, ambas películas me inocularon el miedo y, a la vez, ciertas defensas para resistirlo. Me hubiera encantado ser preadolescente una década después, porque seguro que habría caído en mis manos Ginger Snaps (2000), una película maravillosa que relaciona menstruación y licantropía, y en la que la protagonista, una adolescente de los suburbios que está obsesionada con la muerte, se convierte en una mujer lobo cuando le viene la regla.

      No me habría ido nada mal tener a Ginger (Katharine Isabelle) como imagen de esa nueva etapa, de mis cambios físicos y de mis nuevos apetitos. Pero me consuela pensar que algunas chicas que nacieron después que yo hayan tenido como modelo de conducta a esa adolescente segura y hambrienta que planta cara (a mordiscos) a lo que le disgusta. A Ginger o a Justine (Garance Marillier), la protagonista de Crudo (2016), una estudiante universitaria de veterinaria que canaliza su sensación de extrañeza y sus deseos renovados, en este caso asociados a un cambio de etapa posterior, en hambre de carne humana. La segunda película está escrita y dirigida por Julia Ducournau, y el guion de Ginger Snaps lo firman a medias John Fawcett, el director, y la guionista Karen Walton. Es una de tantas pruebas de que, por tratarse de algo tan simple como que son asuntos exclusivamente nuestros, temas como la menstruación y el deseo femenino brillan en manos de las cineastas.

      Pero la realidad es que por aquel entonces era huérfana de ese tipo de referentes. El primer día que cogí el autobús para ir al instituto, que en realidad no era un instituto, sino el Nazaret, un colegio de monjas donde todos los alumnos se conocían y yo no conocía a nadie, me vinieron a la cabeza una adolescente y una representación de la adolescencia muy distintas: Carrie (Sissy Spacek), cubierta de sangre de cerdo, en el baile de graduación. Sabía que Carrie no se ajustaba del todo a la realidad por mi experiencia en el colegio de mi barrio donde hice EGB, sobre todo por un episodio muy concreto que viví el día que empecé a dejar atrás (conscientemente) la infancia. Esa sabiduría, sin embargo, no evitó que el primer día de instituto vomitara lo poco que había logrado desayunar nada más bajar del bus.

      La escena del baile de Carrie que me arrolló en el autobús no es la única que me lleva a un momento importante de mi infancia o de mi adolescencia. Un par de años atrás, la mañana que me vino la regla, me asaltó la escena de las duchas. En ella, una de las viñetas más crueles jamás rodadas, Carrie, una adolescente inadaptada y asfixiada por una madre fanática religiosa, se ducha en el gimnasio del instituto. La escena —medio irreal, envuelta en el vapor del agua y poco sutil en las metáforas— se desestabiliza cuando la protagonista empieza a sangrar entre las piernas y se dirige asustada hacia sus compañeras, que la arrinconan con crueldad y empiezan a lanzarle compresas y tampones. Yo tenía doce años y hacía muy poco que había visto por error la película de Brian De Palma. Obviamente, me había dejado traumatizada. Era una de las cintas de grabar con la pegatina no tocar que había en el mueble bar de casa, detrás de las botellas de Baileys y de licor de manzana. ¿Cómo no iba a caer en la tentación de aprovechar un descuido de mi madre y meterla en el reproductor?

      La mañana que me bajó la regla tuve que luchar contra varias cosas. Una, por supuesto, el recuerdo de la escena de las duchas. Otra, la negativa de mi madre a dejarme ir a clase por si me daba una bajada de tensión, algo que no podía entender porque me encontraba perfectamente y que tampoco podía aceptar porque prefería enfrentarme a las cosas cuanto antes. Si, para variar, abrazaba la menstruación con miedo, volvería a estar perdida. La última cosa con la que tuve que lidiar fue el empeño de mi madre en que me pusiera, «para ir cómoda», el chándal que me había comprado hacía unos días y que yo no quería ponerme bajo ninguna circunstancia. Era de táctel, un tejido que se puso de moda en los ochenta y destrozó estéticamente a toda una generación, y de un fucsia que hacía daño a la vista. Desde el momento en que lo vi, supe que no era buena idea llevarlo para ir al colegio, pero ese día era incapaz de darle otro disgusto a mi madre y me lo puse.

      Crecí en San Ildefonso, en Cornellà, un barrio del extrarradio de Barcelona que durante años fue conocido como la Ciudad Satélite. Me encantaba cuando mis padres o algún vecino seguían llamándolo así. El nombre hacía referencia a sus orígenes de barriada a las afueras, de ciudad dormitorio, pero a mí me gustaba porque me sugería un lugar imaginario, un escenario de ciencia ficción. Ahora veo que el apego a ese nombre era, de


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