Lengua materna. Suzette Haden Elgin
de aquí —decía Showard—. Pero es el mejor técnico informático del mundo, el mejor, y no podemos trabajar sin él, y si elige no saber de nada más que de ordenadores, es su decisión. Eso es lo único que se le requiere que sepa, general, y de eso sabe más que nadie, en cualquier parte, en toda la historia. Y, sin embargo, no descifraremos el Beta-2 con un ordenador. Lo siento.
—Ya veo —contestó el general. Con ello, daba el tema por zanjado. Se levantó y recogió su graciosa gorra con toda su quincalla—. No es asunto mío, por supuesto. Estoy seguro de que Dolbe dirige bien la nave.
—¿General?
—¿Sí, Dolbe?
—¿No quiere discutir…?
—¡No, no quiere discutir cómo nos encargaremos del asunto del secuestro, Dolbe! —gritó Brooks Showard—. ¡Por el amor de Dios, Dolbe!
El general asintió.
—Exacto —accedió—. Exacto. Ojalá no supiera lo que ya sé.
—Usted nos lo preguntó, general —señaló Showard.
—Sí, soy consciente de ello.
Se marchó con una sonrisa antes de que pudieran añadir nada más. El general llegaba, hacía su trabajo y se marchaba. Por eso él era general y ellos se encargaban del negocio de robar bebés. Y de matarlos.
La única cuestión ahora era decidir quién iba a hacerlo. Porque tenía que ser uno de ellos. No había nadie más en quien se pudiera confiar para sacar a un bebé lingüista de un hospital. Y sería mejor que no fuera Lanky Pugh, porque era el único Lanky Pugh que tenían, y no podían perderlo. No se atrevían a correr el riesgo.
Arnold Dolbe, Brooks Showard y Beau St. Clair se dirigieron miradas de odio los unos a los otros. Y Lanky Pugh fue a buscar las pajitas.
Showard pensaba que se sentiría nervioso, pero no lo estaba. La bata blanca de laboratorio era la misma que vestía en el trabajo. No tenía la sensación de llevar un disfraz. Los pasillos del hospital eran como los de los hospitales y los laboratorios de cualquier parte; si no hubiera sido por el constante bullicio y confusión del cambio de turno y los visitantes que entraban y salían, podría estar en T. G. La única concesión que hacía al hecho de que se encontraba en este lugar para secuestrar un bebé humano era el estetoscopio que colgaba de su cuello, y había dejado de ser consciente de él casi de inmediato. La gente que pasaba por su lado murmuraba «Buenas noches, doctor» de forma automática, sin que nada más que el antiguo símbolo de la profesión lo identificase, incluso cuando llegó a la sala de maternidad. En cualquier otra profesión haría cien años que habrían sustituido un instrumento tan grotesco, inservible y obsoleto como el estetoscopio, pero no en la medicina. Para los médicos no había ninguna insignia pequeña en el cuello de la camisa. Ningún botoncito sofisticado. Los médicos conocían el poder de la tradición, y nunca flaqueaban.
—Buenas noches, doctor.
—Hum —contestó Showard.
Nadie le prestaba atención. Las mujeres tenían bebés a cualquier hora del día y de la noche, y un doctor en la planta de maternidad diez minutos antes de la medianoche no era algo que llamara la atención.
El comunicado había llegado hacía veinte minutos:
—¡Una zorra lingo acaba de parir en el Memorial hace aproximadamente media hora! ¡Ponte en marcha!
Y aquí estaba. Para él no suponía ningún consuelo que el bebé fuera una hembra, pero pensó que Lanky estaría complacido.
Era un hospital antiguo, uno de los más viejos del país. Dedujo que habría salas modernas en alguna parte, con medicápsulas que se encargaban de todas las quejas de los pacientes, sin la necesidad de la intervención de los seres humanos; pero esas salas estaban en las plantas superiores, en las torres que daban al río. Con ascensores privados para asegurarse de que los pacientes adinerados subieran en ellos y no se sintieran ofendidos por la crudeza del resto de los edificios. En los pabellones públicos, las cosas habían cambiado muy poco desde que le extirparon el apéndice a los seis años. Por lo que veía, excepto por los uniformes de las enfermeras y los ordenadores junto a cada cama, tenía el aspecto propio de los hospitales durante el último siglo. Y la sala de maternidad, ya que solo servía para las mujeres, era el último sitio en cuya renovación se gastarían dinero.
Una luz sobre una cabina al final del pasillo le indicó dónde debía ir. La enfermera de guardia estaba inclinada sobre su ordenador y se aseguraba de que las entradas de las unidades adosadas a cada cama coincidían con las entradas de los registros. Muy poco eficaz, pero Showard supuso que tenía que hacer algo para entretenerse durante la noche.
Se sacó la placa de identificación falsa del bolsillo de la bata y se la tendió.
—Tome —dijo—. ¿Dónde está el bebé lingo?
La enfermera lo miró, inclinó la cabeza con deferencia y observó la placa.
BEBÉ ST. SYRUS, decía. EVALUAR POTENCIALES. Y el garabato indescifrable que era la marca gráfica del auténtico doctor en medicina.
—Llamaré a una enfermera para que le traiga al bebé, doctor —respondió de inmediato, pero él meneó la cabeza.
—No puedo perder el tiempo esperando a sus enfermeras —repuso, con toda la brusquedad posible, ciñéndose a su papel de médico—. Dígame dónde está el bebé y yo iré.
—Pero doctor…
—Tengo el conocimiento y la formación suficientes como para recoger a un bebé y llevarlo a neurología —respondió, e hizo todo lo posible por darle a entender que ella era inferior al polvo que había bajo sus valiosos pies—. ¿Va a cooperar o tendré que llamar a un hombre para que se encargue del servicio aquí?
Ella se acobardó, como es natural. Bien entrenada, a pesar de hallarse en el gran mundo exterior del antiguo hospital. Su rostro ansioso se tornó pálido, y lo miró con la boca medio abierta, petrificada. Showard chasqueó los dedos bajo su nariz.
—¡Vamos, enfermera! —dijo con fiereza—. ¡Tengo pacientes esperando!
Tres minutos más tarde tenía al bebé St. Syrus en los brazos y se encontraba a salvo en el ascensor de la salida trasera, que daba a un tranquilo jardín con naranjos, una variedad de plantas feas y unos pocos bancos estropeados. Una luz brillaba en el jardín, y a medianoche uno no veía su propia mano delante de la nariz, lo habían comprobado.
Fue tan fácil que resultó ridículo. Salió del ascensor, apretando al bebé con fuerza contra su cuerpo.
—Disculpe, doctor.
—En absoluto, discúlpeme usted a mí.
—Discúlpeme, doctor.
—Buenos días, doctor.
Eran muy científicos en este lugar. Pasaban dieciséis minutos de la medianoche y ya decían buenos días.
Recorrió el pasillo, giró a la derecha. Otro pasillo. Un pequeño vestíbulo, donde otra enfermera de guardia lo miró brevemente y volvió a su ausente comprobación de los registros. Otro pasillo.
—Buenos días, doctor. —Un hombre mayor que llevaba flores—. Dios le bendiga, doctor. —Casi reverente. Debía de resultar hermoso ser médico y recibir toda aquella adoración.
—Gracias —contestó Showard, cortante, y el hombre lo miró con absurda sorpresa.
Y entonces llegó a la puerta. Sintió un débil cosquilleo en la nuca mientras caminaba hacia ella; si iban a detenerlo, si iba a sonar alguna alarma e iban a perseguirlo, aquí era donde ocurriría.
Pero no pasó nada.
Abrió la puerta, cubrió la cabeza del bebé con la sábana, se aseguró de que aún podía respirar, salió y se encaminó al volador estacionado en el perímetro del aparcamiento. Con las pegatinas Cruz Rosa/Escudo Rosa en sus puertas.