Lengua materna. Suzette Haden Elgin

Lengua materna - Suzette Haden Elgin


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se debiera al hecho de que era un buen soldado, y no se puede ser un buen soldado si se piensa que los que están encima de uno en la cadena de mando te cuentan mentiras. Y, por supuesto, esos también eran buenos soldados, y no pensarían que aquellos que les decían lo mismo les mentían. Nadie sabía con exactitud dónde paraba la pelota en este asunto. El general tenía la sensación de que la pelota continuaba pasando y pasando en una eterna cinta de Moebius. A veces se preguntaba quién estaba al mando. El presidente no, desde luego. Uno de sus deberes primarios era asegurarse de que el presidente nunca supiera mucho sobre este asunto de la rama ejecutiva. El general no caía en la ilusión de que el Pentágono no fuera parte de la rama ejecutiva.

      El general hizo tamborilear los dedos y los miró con dureza durante largo rato, y advirtió que solo Dolbe se rebullía intranquilo bajo su mirada.

      —¿Y bien, caballeros? —preguntó—. ¿Qué harán ahora? Tengo que llevar alguna respuesta razonable a mis superiores. No hacen falta detalles, solo una idea general. Y últimamente no se sienten muy pacientes. Nos hemos cansado de perder el tiempo, caballeros. Esta vez estamos contra las cuerdas.

      Se produjo un tenso silencio mientras los dedos del general tamborileaban ligeramente sobre la mesa, el renovador de aire zumbaba con suavidad y la bandera americana ondeaba de vez en cuando con la brisa mecánica.

      —¿Caballeros? —insistió el general—. Soy un hombre muy ocupado.

      —Oh, qué demonios —intervino Brooks Showard. Lo sabía. O hablaba él, o permanecerían allí sentados hasta el fin de los tiempos. Lo cual, si daban crédito al general, no sería demasiado—. Sabe muy bien lo que tenemos que hacer a continuación. Ya que los incompetentes del Gobierno y los militares son demasiado gallinas para meter en prisión a todos los malditos lingüistas por traición, asesinato, incitación a la rebelión, lenocinio, sodomía o lo que haga falta para que esos jodidos lingos cooperen…

      —¡Sabe que no podemos hacer eso, coronel! —Los labios del general estaban tan tensos como dos tiras de tocino congeladas—. ¡Si los lingüistas tuvieran una excusa, cualquier excusa, se retirarían de todas las negociaciones que tenemos en curso con los alienígenas, y eso sería nuestro fin! ¡Y no hay nada que podamos hacer al respecto, coronel, nada en absoluto!

      —Ya que, como he dicho, son ustedes demasiado cobardes para hacer eso y hacerlo bien, solo nos queda una opción. Ustedes quieren conservar las manos limpias, estoy seguro. Pero nosotros tenemos que robar un niño lingüista, un bebé lingo. Para beneficio de ustedes, por supuesto. Por el bien de toda la humanidad. ¿Qué le parece como plan B?

      Todos se agitaron, incómodos. Los bebés voluntarios ya eran algo desagradable. Pero ¿robados? No es que los jodidos lingüistas no se lo merecieran, y no es que no tuvieran bebés de sobra para consolarse. Pero, de alguna manera, el bebé no se lo merecía. Todos estaban dispuestos a seguir con la línea religiosa impuesta, pero ninguno se tragaba de verdad la historia de los pecados de los padres repetidos en los hijos, etc. Robar un bebé. No era muy agradable.

      —Sus mujeres paren en las salas públicas de los hospitales —observó Showard—. No será difícil.

      —Oh, cielos.

      El general apenas podía creer que hubiera dicho eso. Lo intentó de nuevo.

      —Pero ¡por todos los santos!

      —¿Sí?

      —¿Es la única opción que nos queda, coronel Showard? ¿Está absolutamente seguro?

      —¿Tiene alguna otra sugerencia? —replicó Showard.

      —General —intervino Dolbe—, ya hemos hecho todo lo demás. Sabemos que nuestra interfaz es un duplicado exacto de las que usan los lingüistas. Sabemos que nuestros procedimientos son exactamente los mismos que los suyos, aunque no sean gran cosa. Ponemos al alienígena o, mejor aún, a dos de ellos, si podemos conseguir una pareja, en un lado. Al bebé en el otro. Y nos quitamos de en medio. Es lo único que se puede hacer. Eso es lo que hacemos, igual que ellos, lo hemos intentado una y otra vez. Y ya sabe lo que sucedió cuando lo probamos con los bebés probeta; fue lo mismo, solo que peor. No me pida que se lo explique. Hemos traído a todos los expertos en ordenadores, científicos, técnicos…

      —Pero entienda que…

      —¡No, general! No hay nada que entender. Hemos comprobado y vuelto a comprobar una y mil veces. Hemos seguido hasta la última variable no solo una vez, sino muchas. Y tiene que ser, general, por alguna razón que solo los lingüistas conocen (y estoy convencido de que, por algún motivo, guardar ese conocimiento para sí constituye traición por su parte), que solo los niños lingüistas son capaces de aprender las lenguas alienígenas.

      —Se refiere a alguna razón genética.

      —¿Por qué no? Mire lo interrelacionados que están, en la frontera con el incesto. ¿De qué estamos hablando? ¡De trece familias! No es un gran acervo genético. Es cierto que de vez en cuando introducen material externo, pero básicamente son estos trece grupos de genes, una y otra vez. Debe de ser por una razón genética.

      —General —añadió Beau—, lo único que hacemos aquí es sacrificar a los hijos inocentes de los no lingüistas en algo que nunca va a funcionar. Tiene que ser un niño nacido en una de las líneas, y eso es todo.

      —Ellos lo niegan —dijo el general.

      —Bueno, ¿no lo negaría usted en su lugar? A los traidores bastardos les conviene controlar a todo el maldito Gobierno; mientras tanto, reparten sus migajas de sabiduría cuando les place y viven del sudor y la sangre de la gente decente. Y si tenemos que asesinar a bebés inocentes en un intento de hacer lo que ellos deberían hacer por nosotros, pues bien, maldita sea, no les importa. Eso pone a su merced a todos los ciudadanos americanos, y a todos los ciudadanos de todos los países de este planeta y sus colonias. ¡Claro que lo niegan!

      —Mienten —resumió Showard, con la sensación de que Beau St. Clair había dicho ya todo lo que él iba a decir—. Mienten descaradamente.

      —¿Está seguro?

      —Por completo.

      El general produjo el mismo sonido que haría un caballo inquieto, y se quedó allí sentado mientras se mordía el labio superior. No le gustaba. Si los lingos sospechaban, si había una filtración… Y siempre las había…

      —Mierda —maldijo Lanky Pugh—, tienen tantos bebés que nunca echarán a uno en falta, siempre y cuando nos hagamos con una hembra. ¿Lo conseguiríamos con una hembra?

      —¿Por qué no, señor Pugh?

      —Bueno, quiero decir, ¿puede hacerlo una hembra?

      El general miró a Pugh con el ceño fruncido y se volvió a los demás en busca de una explicación. Aquello estaba más allá de su alcance.

      —Se lo repetimos a Lanky una y otra vez —explicó Showard—. Se lo explicamos constantemente. No hay correlación entre la inteligencia y la adquisición de los lenguajes por parte de los niños pequeños, excepto al nivel de un retraso grave cuando se es un niño permanente. Se lo decimos, pero parece que le ofende o algo por el estilo. No parece capaz de admitirlo.

      —Yo diría que el señor Pugh debería estudiar al menos la literatura básica sobre la adquisición del lenguaje —comentó el general.

      Se equivocaba. Lanky Pugh, que había intentado aprender tres lenguajes humanos diferentes porque sentía que un especialista en ordenadores debería saber al menos un lenguaje más que no fuera informático —y que no había tenido éxito—, no tenía que ponerse al día con la literatura sobre la adquisición de una lengua materna. Si las hembras lingos podían aprender idiomas extranjeros (¡idiomas alienígenas, por el amor de Dios!), cuando solo eran bebés, entonces, ¿por qué él no podía ni siquiera hablar un francés pasable? Todos los niños lingüistas tenían fluidez nativa en un idioma alienígena, tres idiomas terrestres de diferentes familias, el lenguaje de signos americano y el PanSig, además de un dominio razonable de cuantos lenguajes terrestres pudieran aprender.


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