Lengua materna. Suzette Haden Elgin
4
Supongo que cada uno de nosotros, cuando viene aquí a sabiendas de que su trabajo implicará entrar en contacto con extraterrestres, piensa que él será una excepción, que encontrará un medio de entablar amistad con al menos alguno de ellos. Uno se imagina que conseguirá que el lingo le enseñe unas cuantas palabras: «¡Hola! ¿Cómo estás? ¡Qué bonito lo que sea que tienes ahí!». Ese tipo de cosas. Uno piensa que no podemos ser extraños eternamente, ¿no? Pero, cuando llega el momento, y uno ve a un alienígena de cerca, comprende de qué hablan los científicos cuando afirman que no es posible. Es una sensación que te abruma. No es solo miedo, ni simples prejuicios. Es algo que nunca has sentido antes, algo que nunca se olvida cuando se ha experimentado una vez.
¿Saben lo que hacen los bichos que se encuentran bajo una roca, los que se vuelven locos y cavan y se enroscan en un intento de escapar de la luz? Así es como uno se siente después de estar cerca de un alienígena, o cuando se está en contacto con uno a través del comset durante más de un par de minutos. Uno desea tener un sitio donde esconderse. Todo se pone en alerta roja, y lo único que uno siente son deseos de gritar ¡ALIENÍGENA! ¡ALIENÍGENA! Uno se alegra entonces, les aseguro, uno se alegra mucho entonces de que no se espere amabilidad por su parte. Solo cortesía, eso es todo, incluso después del entrenamiento exhaustivo que se imparte aquí. Solo cortesía.
(Miembro de enlace del Departamento de Estado,
en una entrevista con Elderwild Barnes, de Spacetime)
El ferviente énfasis que el Gobierno ponía en los valores cristianos tradicionales y en volver a las raíces de Escuela-Biblia-Fiestas-de-Guardar (no importaba que aquello supusiera un lastre para la cultura norteamericana, como si se colocaran cuñas de plomo en los lados de una rueda, girando la vida en un loco ángulo de vuelta hacia el siglo xx), respaldaba las maldiciones de Brooks Showard. No necesitaba ser inventivo y usar los recursos de su doctorado en filosofía para conjurar juramentos exóticos. Las maldiciones e imprecaciones imprescindibles que sus antepasados habían utilizado parecían ahora como confitura que decoraba lo que de otro modo sería una simple barra de pan, y le servían a la perfección.
—¡Por los clavos oxidados de la cruz de Cristo! —exclamó, por tanto—. ¡Por todos los santos del cielo y las siete legiones del infierno! ¡Oh, mierda!
Los otros técnicos habían vuelto de la interfaz, la perfecta y adecuada interfaz donde Brooks sostenía al niño en brazos. Habían formado un grupito que se comportaba como si no tuviera nada que ver con aquel último y lamentable desarrollo de los acontecimientos. ¿Quiénes, ellos? Solo pasaban por allí. Simplemente se encontraban en el vecindario, ya sabes…
—¡Venid aquí! —les gritó, se colocó al bebé bajo el brazo y agitó su puño libre ante ellos como si fuera un loco maníaco caído del espacio, cosa que se consideraba a sí mismo en este momento—. ¡Venid aquí y ved esta debacle, mierdecillas, sois tan culpables de esto como yo! ¡Moved el culo y venid a ver esto!
Se movieron un par de centímetros. Showard maldijo con más ímpetu, con lo que sacó a colación la barba de Job, las partes íntimas de los doce apóstoles y una variedad de prácticas y principios prohibidos. No iban a acercarse. No iban a participar en esto, a compartir la culpa y propagar el horror, no por voluntad propia. ¡Tendría que llevarlo hasta ellos, los muy cobardes! Y quizás la próxima vez él tampoco tuviera las agallas suficientes para entrar en la interfaz, debido a lo que se retorcía allí dentro, y entonces todos serían cobardes en cristiana hermandad, ¿no?
Tras él, a salvo en su entorno especial, el Alienígena Residente existía, por lo que sabían. Si hubiera muerto, los diversos indicadores de las pantallas se lo habrían comunicado, al menos en teoría. No se podía decir que el AR estuviera sentado, exactamente, o que estuviera de pie, o que hiciera algo o se encontrara en algún estado en particular. Estaba, y eso era todo. Si lo que le había pasado al niño humano le preocupaba, no había manera de saberlo, y posiblemente nunca la habría. A veces, Showard no estaba seguro de que él no fuera el AR; por la forma en que se movía (¿?), sin ninguna pauta en sus movimientos (¿?), hacía falta que el ojo terrestre estuviera atento hasta que aparecían grandes puntos planos de color flotando en el aire entre el observador y la fuente de estimulación sensorial. Y también estaban las otras ocasiones en las que uno deseaba profundamente no poder verlo.
Los lingüistas llamaban también a los suyos Alienígenas Residentes, y lo abreviaban a AR como hacían los técnicos; pero los suyos eran diferentes. Era posible mirar a uno de ellos y al menos poder nombrar sus partes. Aquella cosa era una extremidad, supongamos. Ese bultito de allí podría ser una nariz. Eso era el culito sonrosado, ¿ves? Cosas así. Era plausible que la criatura accediera a tomar «residencia» en el entorno simulado y sellado que habías construido para ella dentro de tu casa, y que le encantara recibir visitas y compartir su lenguaje con tu retoño. Dios sabía que las líneas tenían hijos para dar y vender; los lingos se reproducían como ratas. Pero Brooks no imaginaba que a la cosa que había dentro de esta interfaz se le permitiera «residir» en una casa humana. ¿Tenía «partes»? ¿Quién sabe?
Y, además, estaba el bebé.
—Caballeros —dijo el técnico de Trabajo Gubernamental Brooks Everest Showard, ostentador en secreto del rango de coronel en las Fuerzas Aeroespaciales de los Estados Unidos, división de Inteligencia Extraterrestre—. Estoy hasta los mismísimos cojones de matar a bebés inocentes.
Todos lo estaban. Este sería, pensaron con resquemor, el cuadragésimo tercer niño humano ofrecido «voluntario» por sus padres a Trabajo Gubernamental. Los que habían sobrevivido estaban todavía en peor estado que aquellos que habían muerto; no había sido posible dejar que vivieran. La cosa que el coronel llevaba bajo el brazo como un trozo de carne ya estaría muerta; era algo de lo que estar agradecido.
Había muchos corazones heridos que llamaban al personal de T. G. «mercenarios». Y eso eran. Lo que hacían, lo hacían por dinero; desde luego, no por amor. A veces les gustaba pensar que era por el honor y la gloria, pero aquella excusa era cada vez más débil. ¿Y los padres? Uno no dejaba de preguntarse si los padres, de permitírseles ver lo que sucedía allí, considerarían que la generosa bonificación que se les pagaba era una compensación adecuada. Uno se preguntaba si aquellos que habían ofrecido a sus hijos de forma voluntaria estarían interesados en recibir la Medalla Infantil a título póstumo con su cajita de terciopelo negro y el cierre de plata maciza si tuvieran un poco más de información. La clasificación obligatoria de top secret del procedimiento, el permiso firmado por adelantado para cremarlos (no se puede correr el riesgo de que bacterias o virus alienígenas contaminen nuestro entorno, lo comprenden ustedes, por supuesto, señor y señora X), ayudaba. Pero uno no dejaba de preguntárselo.
—Bien, Brooks —dijo finalmente uno de ellos—. Supongo que ha vuelto a suceder.
—¡Oh! ¡Así que puedes hablar, después de todo!
—Mira, Brook…
—¡Pues este niño no puede hablar! ¡No puede hablar inglés, no puede hablar Beta-2, no puede hablar nada, y nunca lo hará! —Una cancioncilla obscena resonaba una y otra vez en su cabeza, y lo ponía enfermo: ALFA-UNO, BETA-DOS, AL BEBÉ ME LO COMO YO… Dulce Dios de los cielos, haz que pare—. ¿Sabes lo que ha hecho, gracias a nuestra experta intervención en su corta vida?
—Brooks, no queremos saberlo.
—¡Sí! ¡Ya sé que no!
Avanzó hacia ellos, inexorable, y agitó al bebé muerto como había agitado su puño, lo sacudió delante de todos como a un saco de patatas, y ellos vieron la imposible condición que de alguna manera había adquirido. Brooks se aseguró de que lo vieran. Le dio la vuelta para que lo observaran con claridad desde todos los ángulos.
Ninguno vomitó esta vez, aunque un niño que había sido vuelto del revés por la violencia de sus convulsiones, de modo que la piel estaba, en su mayoría, dentro de sus órganos y sus (¿qué?) fuera en su mayoría, era algo nuevo. No vomitaron porque habían visto cosas igual de horribles antes; si uno