Lengua materna. Suzette Haden Elgin

Lengua materna - Suzette Haden Elgin


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la forma de un barril de cerveza, y tampoco era mucho más alto. Desafortunado por partida doble porque, cuando te decía su nombre, uno se sentía inclinado a sonreír un poco y olvidar el respeto debido a un hombre que manejaba un ordenador de la misma manera que Liszt hubiera usado un metasintetizador—. Vaporízalo, Showard. ¡Ahora mismo!

      —Sí, Brooks —convino Beau St. Clair. No llevaba allí tanto tiempo como los demás, y se estaba poniendo verde—. Por el amor de Dios…

      —¡Dios no tiene nada que ver con esto! —espetó Brooks, con los dientes apretados—. ¡Incluso Dios habría tenido la misericordia de no resucitar a esta cosa de entre los muertos!

      El hombre al mando del grupo, que no había tenido agallas para entrar en la interfaz a por el bebé cuando pareció estallar súbitamente allí dentro, sintió que tenía que hacer algún tipo de gesto que reafirmase su liderazgo. Carraspeó un par de veces para asegurarse de que lo que iba a producir no fuera solo un ruido, y dijo:

      —Brooks, lo hacemos lo mejor que podemos. Por el bien de la humanidad, Brooks. Creo que Dios lo comprendería.

      ¿Dios lo comprendería? Brooks miró a Arnold Dolbe, que le observó con cautela y retrocedió un par de pasos más. Arnold no correría el riesgo de que le entregara el bebé, eso estaba claro.

      —Dios permitió que su hijo amado fuera sacrificado por un bien mayor —explicó Arnold con solemnidad—. Estoy seguro de que ves el paralelismo.

      —Sí —escupió Showard—. Pero Dios solo permitió la crucifixión y un par de azotes, puñetera mierda piadosa. No habría permitido esto.

      —Cumplimos con nuestro deber —dijo Dolbe—. Alguien tiene que hacerlo, y nosotros lo hacemos lo mejor posible, como ya he dicho.

      —No lo haré otra vez.

      —¡Oh, sí que lo harás, Showard! ¡Lo harás de nuevo, porque si no lo haces, nos encargaremos de que te carguen con toda la culpa de esto! ¿Verdad, amigos?

      —Oh, cierra el pico, Dolbe —dijo Showard, cansado—. Ya sabes lo jodido que es todo esto, una palabra al respecto, tan solo una, y todos nosotros, hasta el último servomecanismo que limpia los lavabos de este establecimiento, seremos eliminados. Como los bebés, Dolbe. Sin piedad. De forma permanente. Desapareceremos como si ninguno de nosotros hubiera existido jamás. Tú lo sabes, y yo lo sé. Todos lo sabemos. Así que cállate, anda. Compórtate de acuerdo con la edad que tienes, Dolbe.

      —Sí —coincidió Lanky Pugh—. Habría un «incidente desafortunado» que lo vaporizaría todo convenientemente hasta un par de metros más allá de las instalaciones de T. G. Sin que suponga un peligro para la población, por supuesto, no hay causa de alarma, amigos, es solo una de esas explosiones rutinarias. Maldita sea, Dolbe, estamos en esto juntos.

      Brooks Showard depositó en el suelo, a sus pies, la horrible pila de tejidos deformados que hasta hacía muy poco habían sido un bebé humano sano y se sentó a su lado con cuidado. Apoyó la cabeza en las rodillas, las rodeó con sus brazos, y rompió a llorar. La rápida intervención de Arnold Dolbe impidió que el servomecanismo que corría para recoger lo que había interpretado por basura se llevara al bebé. Dolbe agarró a la criatura de debajo del borde del cilindro y corrió hacia la compuerta del vaporizador; una vez hubo arrojado al bebé dentro, se frotó las manos con violencia contra los lados de su bata de laboratorio. ¡Ahí va su hijo, señor y señora Landry, pensó en un arrebato de locura, y aquí tenemos una medalla para ustedes!

      —Gracias, Dolbe —suspiró Lanky—. No quería seguir mirando a esa cosa. De verdad, no era decente.

      Lanky pensaba en el señor y la señora Landry. Porque era el encargado de borrar todos los datos de los ordenadores después de cada fracaso, y recordaba los nombres de los padres. No debía hacerlo. Se esperaba que los borrara al mismo tiempo de su mente. Pero era el que tenía que escribir los nombres en un trozo de papel antes de borrarlos, y el encargado de transferir los nombres a las tarjetas de datos de su caja fuerte, para que no hubiera ninguna oportunidad de perder realmente lo que había sido borrado. Lanky se sabía los cuarenta y tres nombres de memoria, en orden numérico.

      En la pequeña sala de conferencias, después de que Showard recuperara cierto control sobre sí mismo, si se ignoraba el temblor de sus manos, los cuatro técnicos de T. G. permanecieron sentados y escucharon al representante del Pentágono. Claro y directo, sin malgastar nada. No estaba demasiado complacido con ellos.

      —Tenemos que descifrar ese lenguaje —les dijo llanamente—. Al cien por cien. Sea lo que sea lo que esa cosa de la interfaz tenga por lenguaje, tenemos que llegar hasta él. Está claro como el agua que no puede usar el PanSig para comunicarse. Tenemos que encontrar un medio para hacerlo, para comunicarnos con esa cosa, quiero decir. Con esa cosa y con sus jodidos amigos. Es un asunto de vital importancia.

      —Oh, claro —contestó Brooks Showard—. Naturalmente.

      —Coronel —replicó el hombre del Pentágono—, no se trata de querer hablar con esas cosas, y usted lo sabe. Necesitamos lo que tienen, no podemos pasar sin ello. Y no hay forma de conseguirlo sin negociar con ellos.

      —Necesitamos lo que tienen. Siempre «necesitamos» lo que alguien tiene, general. Quiere decir que ansiamos lo que tienen, ¿no?

      —Esta vez no. ¡Esta vez no! Lo necesitamos.

      —A toda costa.

      —A toda costa. Correcto.

      —¿De qué se trata? ¿Es el secreto de la vida eterna?

      —Sabe que no puedo decírselo —contestó el general, paciente, como le habría hablado a una mujer temerosa con la que estuviera siendo indulgente.

      —Se supone que debemos aceptarlo de buena fe, como de costumbre.

      —¡Puede aceptarlo como quiera, Showard! Eso no supone ninguna diferencia. Pero estoy aquí, con el poder que me confiere el Gobierno federal de esta gran nación, para apoyarlo a usted y a su personal a que lleve a cabo actos que son tan ilegales y criminales, impensables e inenarrables que ni siquiera podemos mantener archivos sobre ellos. Y estoy aquí para ofrecerles mi sagrado juramento de que no voy a participar en ese tipo de asunto por bagatelas, triquiñuelas y una nueva variedad de abalorios; ni lo harán los oficiales que, con tremenda reluctancia, se lo aseguro, me autorizan a servir en esta facultad.

      Arnold Dolbe sonrió al general mostrándole los dientes mientras intentaba no pensar en que el uniforme era anticuado. Había buenas y excelentes razones para conservar los antiguos uniformes, y estaba familiarizado con ellas. Tradición. Respeto a los valores históricos. Antídoto contra el síndrome del shock del futuro. Etc. Y quería asegurarse de que el general le recordara como un tipo cooperativo, un auténtico jugador del equipo en la mejor tradición reaganiana. Se aseguraría de que el general era plenamente consciente de ello. Sentía que debía hacer un breve discurso, algo con gusto pero, al mismo tiempo, memorable, y pensó que no subestimaba el caso cuando se consideraba el más indicado para hacerlo.

      —Lo comprendemos, general —empezó a decir, conciliador—, y lo valoramos. Nos sentimos agradecidos por ello. Créame, no hay ni un solo miembro de este equipo, ni uno solo, que no apoye este esfuerzo hasta el final, excepto aquellos que no necesitan conocerlo, por supuesto. Y no es que no apoyen el esfuerzo, claro… Es que no conocen en detalle lo que apoyan. Nosotros sí. Los que estamos en esta habitación lo sabemos. Y sentimos cierta humildad al haber sido elegidos para esta noble tarea. El coronel Showard está un poco extenuado en este instante, y es comprensible, pero le apoya en todo momento. Lo que ocurre es que hemos tenido una mañana desagradable, aquí en Trabajo Gubernamental. Sin embargo…

      —Estoy seguro de que ha sido el caso —intervino el hombre del Pentágono, que lo interrumpió de una forma que hirió profundamente a Dolbe—. Estoy seguro de que habrá sido un infierno. Sabemos por lo que están pasando, y les honramos por ello. Pero hay que hacer algo para preservar la civilización en este planeta. ¡Y hablo en serio, caballeros! Literalmente para prevenir el fin de la humanidad en esta verde y dorada Tierra nuestra; el fin


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