Lengua materna. Suzette Haden Elgin

Lengua materna - Suzette Haden Elgin


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      3

      La única forma de adquirir un lenguaje, lo que implica conocerlo tan bien que no se tenga consciencia del propio conocimiento, es exponerse a ese lenguaje desde que se es muy joven; cuanto más joven, mejor. El niño humano tiene el mecanismo de aprendizaje del lenguaje más perfecto de la Tierra, y nadie ha sido nunca capaz de duplicar ese mecanismo o de analizarlo en profundidad. Sabemos que implica una búsqueda de pautas y un almacenamiento de aquellas que se encuentran, y eso es algo que podemos conseguir en un ordenador. Pero nunca se ha podido fabricar un ordenador con la capacidad de adquirir un lenguaje. De hecho, nunca hemos podido construir un ordenador que pueda aprender una lengua de la manera imperfecta en que un humano adulto puede hacerlo.

      Podemos tomar una lengua que ya se conozca y programar un ordenador para que la use introduciéndola en él pieza a pieza. Y podemos construir un ordenador que esté programado para buscar pautas y las almacene con mucha eficacia. Pero no podemos poner esos dos ordenadores uno al lado del otro y esperar que el que no conoce la lengua la adquiera del otro. Hasta que averigüemos cómo hacer eso (así como muchas otras cosas), dependemos de niños humanos para la adquisición de todas las lenguas, sean terrestres o extraterrestres; no es el sistema más eficaz imaginable, pero sí el más eficaz que tenemos.

      (de Clase de formación, n.° 3, para el nuevo personal.

      Departamento de Análisis y Traducción de los Estados Unidos).

       PRIMAVERA DE 2180...

      Ned Landry se sentía muy satisfecho con su esposa, ya que cumplía hasta el último detalle las características que había especificado (a excepción de aquella leve tendencia a tener poca masa muscular en las caderas, pero no era un fanático. Sabía que no se podía esperar la perfección absoluta). Su familia había pagado por ella una buena suma a la agencia, pero mereció la pena, y desde entonces les había retribuido con intereses. Elegir a una mujer de entre cualquier grupo de féminas disponibles en su círculo de amistades no le atraía; quería algo de calidad garantizada, y nunca le había importado la espera. Había sido un poco molesto tener en su propia boda nada más que una lista de especificaciones en un archivo, cuando sus amigos estaban de camino a convertirse en cabezas de familia, pero ahora lo envidiaban. Todos lo hacían, y eso lo satisfacía.

      Michaela hacía todas las cosas que él esperaba de una esposa. Se encargaba de la casa, las comidas, su confort y sus necesidades sexuales. Llevaba todos los asuntos tan bien que nunca tenía tiempo de preguntarse por qué Michaela no había hecho una cosa u otra, porque ella ya lo había hecho. A menudo, hasta que no advertía algún detalle, algún cambio, no caía en la cuenta de que era algo que deseaba. Las flores en los jarrones estaban siempre frescas; la ropa limpia se materializaba como por arte de magia en el armario; una túnica que estaba a punto de mostrar signos de desgaste aparecía tan expertamente renovada que parecía nueva, o era reemplazada de un día para otro; nunca tenía que echar de menos nada o arreglárselas sin algo.

      Ned solo necesitaba mencionar de pasada que una comida en concreto le interesaba, y en cuestión de un día o dos aparecía en su mesa, y, si no le gustaba, nunca la volvía a ver. Las reparaciones de la casa, el mantenimiento, la limpieza, el jardincillo del que estaba tan orgulloso, cualquier asunto doméstico, el cuidado de sus posesiones y colecciones…, todo era atendido en su ausencia. Su única contribución a la perfecta serenidad de la casa era revisar las facturas que su contable le entregaba al final de cada mes y firmar o rehusar la autorización para gastar la suma que Michaela hubiera solicitado.

      Era una existencia dichosa; él la atesoraba. Excepto en su trabajo, donde ninguna mujer podía inmiscuirse y, por tanto, Michaela no podía calmar las aguas, Ned Landry no sufría ni el más leve rastro de irritación. Y ella siempre estaba allí, con su cabello dorado peinado en el elegante moño que a él le gustaba tanto por el contraste que ofrecía cuando, en la cama, ella se lo soltaba para que cubriera en abanico, como una red de seda pálida, las almohadas.

      Valoraba a Michaela por todo lo que hacía, reconocía su valor y la recompensaba no solo con las fiestas de cumpleaños y los regalos comunes que se esperan de cualquier marido cortés, sino con atenciones extraordinarias que no tenía obligación de ofrecer. Tenía cuidado de no establecer ninguna pauta que la hiciera creer que su indulgencia estaba garantizada; cuando se tiene algo tan perfecto como Michaela en el bolsillo, uno no actúa como un idiota y corre riesgos. No tenía intención de echarla a perder. Pero, de vez en cuando, por ninguna razón en concreto, le traía alguna fruslería, ese tipo de tonterías que siempre gustan a las mujeres. Ned se enorgullecía de comprender lo que les agradaba y de su habilidad para conseguirlo. Michaela era de pura raza, soberbiamente entrenada, como la agencia le había garantizado.

      Pero lo que más le agradaba de su esposa, lo que constituía el centro mismo del matrimonio para él, no era ninguno de los pormenores habituales. Podría haber contratado a cualquiera para que hiciera lo que ella hacía en la casa, incluidos los servicios sexuales, aunque siempre había que tener mucho cuidado con esto último. Habría tenido que dar órdenes en lugar de ver cómo las anticipaban, pero se habría acostumbrado. Podría haber comprado servomecanismos que ejecutaran muchas de aquellas órdenes. Y cualquier cosa para la que no tuviera una solución permanente la habría conseguido a través del comset en cuestión de minutos.

      Lo que le importaba de verdad, el único servicio que no podía conseguir en otra parte, era el papel de Michaela como oyente. ¡Oyente! Aquello no tenía precio, y fue una sorpresa para él desde el principio.

      Cuando regresaba a casa por las tardes, a Ned le gustaba entretenerse un rato. Le gustaba quedarse allí de pie, tal vez caminar un poco, con un cigarrillo en una mano y un vaso de whisky en la otra, y contar cómo le había ido el día. Qué había dicho él, y qué le había contestado fulano de tal, el hijo de puta, y qué había repuesto él entonces, y cómo lo había encajado el hijo de puta, por Dios. Las buenas ideas que había tenido, y cómo habían funcionado cuando las puso en práctica. Las ideas que tendrían que haber salido bien, y que lo habrían hecho si no fuera por esto-y-aquello, estúpido gilipollas. Y lo que había descubierto sobre el estúpido gilipollas y que le sería útil cualquier día de estos.

      Le gustaba caminar un rato y, luego, quedarse de pie, y después caminar un poco más, hasta que se deshacía de la energía de la mañana y la expulsaba de su sistema mientras hablaba. Y cuando por fin se relajaba, le gustaba sentarse en el sillón y disfrutar del segundo vaso de whisky y el quinto cigarrillo, y hablar un poco más.

      Aquella función de Michaela como oyente era muy importante para Ned Landry, porque le encantaba hablar y contar historias. Disfrutaba de coger las historias, alargarlas y pulirlas hasta que eran perfectas. Añadía algunos detalles aquí, inventaba unos pocos adornos allá, cortaba una línea que no alcanzaba sus estándares. Para Ned, ese tipo de charla era uno de los placeres principales de la vida de un hombre.

      Por desgracia, no se le daba bien, pese a todos sus múltiples esfuerzos, y nadie lo escuchaba mucho tiempo si podían evitarlo. Hablar con alguien que no fuera Michaela significaba aquel segundo de atención que atormentaba su necesidad; y luego la súbita retirada, los ojos en blanco, la cara de póker, el cuerpo inquieto, las miradas furtivas al reloj del ordenador de muñeca. Sabía lo que pensaban: ¿cuánto tiempo más, señor? Eso era lo que pensaban, no importaba lo mucho que algunos trataran de ocultarlo por educación.

      No lo comprendía. Porque era un hombre de gustos refinados, inteligente y sofisticado, y trabajaba con ahínco para ser un narrador, para formar y pulir sus narraciones hasta que fueran obras de arte oral. Le parecía que si la gente era demasiado estúpida para advertirlo y apreciar la habilidad con la que utilizaba el lenguaje, era culpa de ellos, no suya; él hacía más de lo que le correspondía y, en su opinión, lo hacía realmente muy bien. No obstante, le frustraba que la gente no quisiera escucharle; era culpa de ellos, pero era él quien pagaba el pato.

      Excepto Michaela. Si Michaela pensaba que era pomposo, aburrido e interminable, ni el más mínimo gesto había aparecido nunca en su rostro, en su cuerpo o en sus palabras. Incluso mientras hablaba de la injusticia


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