Lengua materna. Suzette Haden Elgin
comunicó por señas un apresurado «¡Lo siento, Naza!» y volvió a prestar atención a su trabajo. Nazareth ya estaba lo suficientemente atareada intentando resolver aquella maraña de lenguaje y costumbres sin tener que tomar notas, buscar formas en los diccionarios y tranquilizar a los tipos del Gobierno cuando se agitaban. Aquina apartó el cuadernillo de su mente y se centró en su trabajo.
No pudo volver a la casa Estéril Chornyak y discutir del tema con alguien hasta casi medianoche. Primero fueron las interminables series de «ausencias». Según había contado, veintinueve antes de que Nazareth encontrara un par de expresiones equivalentes en los dos lenguajes que sirvieran al propósito y no ofendieran a ninguno de los dos grupos negociadores. A continuación, vino la larga disputa sobre el color que tendrían los contenedores en el futuro. Nazareth les había advertido de que no tenía sentido elegir otro color para descubrir más tarde que también era tabú, con lo que habría que empezar de nuevo.
Aquina apenas había podido seguir lo que hacía la niña, y no conocía la mitad de las palabras. (Ese era el problema de tener solo un apoyo informal, en vez de otro hablante nativo, por supuesto, pero cuando el otro único hablante apenas comenzaba a caminar, una lo hacía lo mejor que podía). Nazareth había contado una historia a los jeelods, como se cuenta una historia cualquiera; a través de ella, había introducido, uno a uno, los términos jeelod para los colores, los once tonos básicos, y unos cuantos adicionales. Sabía lo que hacía, eso era obvio; en teoría, esto era el equivalente jeelod de tantear el terreno antes de llegar a un lugar seguro. A medida que cada color se introducía en la historia, Nazareth hacía un determinado movimiento de hombros, un chasquido de la lengua, un sonido de olfateo…, seguramente eran pautas de lenguaje corporal de los jeelods, aunque Aquina no conocía su significado. La niña observaba con impresionante intensidad mientras hablaba y buscaba algo en ellos, una fracción de lenguaje corporal que le diera la clave que necesitaba. Mientras tanto, los hombres del Gobierno se revolvían inquietos. No tenían paciencia, como de costumbre; Aquina se preguntaba qué encontraba el Gobierno de particular en ellos. Como de costumbre.
Por fin, por fin, apareció el color adecuado, y no hubo ninguna reacción desagradable por parte de los alienígenas. Luego vino la cuestión de que la nueva cláusula del tratado especificase ese color, y aquello no fue fácil, por razones que sin duda eran claras para Nazareth Chornyak, pero que no se molestó en aclarar al resto, sin duda porque estaba demasiado exhausta.
Y, cuando todo terminó y la negociación hubo concluido con éxito, con los jeelods de regreso a casa felices, y el contrato firmado, sellado y enviado, Aquina y Nazareth esperaron mientras los retardados del Gobierno se quejaban a sus anchas al hombre Chornyak que había venido a recogerlas y llevarlas a casa. Nazareth era una incompetente, etc., etc. Aquina no servía de nada, etc., etc. Una desgraciada pérdida de tiempo y dinero, etc., etc. Si esto era lo mejor que podían proporcionar los lingüistas, el Gobierno solo podía decir etcétera, etcétera.
Su conductor escuchó con gravedad, asintiendo de vez en cuando para no interrumpir el torrente de quejas y así acabar pronto; al final, los incompetentes se quedaron sin nada más de que quejarse. En ese momento, el conductor sugirió que, si de verdad estaban insatisfechos con el trabajo de Nazareth y Aquina, podían sentirse libres para contratar a un equipo diferente de intérprete/traductor para su siguiente contacto con los jeelods.
No había otro equipo, por supuesto, ya que Nazareth Joanna Chornyak era la única terrestre viva que hablaba el idioma jeelod con la mínima fluidez. Dos niños Chornyak lo aprendían de ella, por supuesto, así que habría alguien que la sucedería más adelante y serviría como apoyo formal. Uno de ellos tenía nueve meses y el otro iba a cumplir dos; no se podían esperar grandes habilidades negociadoras de ninguno en algún tiempo. Los incompetentes lo sabían, y los lingüistas sabían que lo sabían, y todo resultaba tan absurdo como los rituales de ausencia de los jeelods. Y pareció durar lo mismo.
—Dieciocho minutos once segundos —murmuró Aquina a la cansada niña que esperaba a su lado a que terminaran; Nazareth soltó una risita y dijo algo verdaderamente obsceno en francés barriobajero. No subieron a la furgoneta hasta casi las once, e incluso a esa hora el tráfico de Washington era tan denso que tardaron otros veinte minutos en subir al volador. Nazareth tendría que levantarse a las cinco y media para la rutina del día siguiente, como siempre, y volver a otra cabina de interpretación a las ocho en punto. ¡Era muy divertido ser una niña de las líneas!
Igual que ser una mujer de las líneas, claro. Había muchas mujeres aún despiertas en la casa Estéril a medianoche, y estaban lo suficientemente ocupadas —y cansadas— para agradecer una interrupción y escuchar lo que Aquina tenía que contar. Empezó con un público reducido y dudoso: ella misma, Nile, Susannah y una nueva residente llamada Thyrsis a quien no conocía bien y que había decidido, por alguna razón todavía inexplicada, que prefería estar aquí que en la casa Estéril Shawnessey. Sin duda, ya lo contaría a su debido tiempo. Aquina comenzó con esas cuatro y, a medida que hablaba, su público aumentó de manera considerable.
—No comprendo —intervino Thyrsis Shawnessey la primera vez que Aquina hizo una pausa.
—Eso es porque Aquina está excitada. Nunca habla con claridad cuando lo está; por suerte, siempre se aburre en las negociaciones, o quién sabe qué clase de cosas nos habría contado ya.
—¿Cómo puedes estar excitada a estas horas de la noche, Aquina?
—Porque es excitante —insistió Aquina.
—Cuéntanoslo de nuevo.
Aquina se lo contó e intentó no sonar precipitada. Ellas escucharon y asintieron, y Susannah se levantó, preparó té y lo sirvió.
Cuando se aseguró de que todo el mundo tenía en su poder las humeantes tazas, pidió a Aquina que parase.
—Permíteme comprobar si lo he entendido bien, sin todos los toques exóticos —dijo—. Lo que dices es que esa niña, por sí misma, ha escrito Codificaciones y creado palabras para ellas en langlés. Sin ninguna ayuda ni instrucción por parte de nadie. Ni ninguna información sobre el langlés, excepto los fragmentos que las niñas pequeñas aprenden aquí y en la casa principal, lo que nos ven hacer con los ordenadores y demás. ¿Lo he entendido bien, Aquina?
—Bueno, se trataba de un langlés lamentable, Susannah, era de esperar.
—Por supuesto.
—Pero lo has entendido bien. Si se considera con lo que tiene que trabajar, lo ha hecho muy bien. Al menos, podría decirse que se pretendía que las formas fueran en langlés. Y, aun así, eso no es lo importante, sino la semántica, maldita sea. Y tuve la oportunidad de preguntarle un par de cosas mientras esperábamos a que los hombres acabaran con sus juegos de dominación y nos dejaran volver a casa. Dice que lleva haciéndolo bastante tiempo.
—A su edad, eso significará un mes o dos.
—Tal vez sí, tal vez no. Afirma que tiene más páginas en casa. Lo anota en un cuaderno, como yo escribo en un diario. ¡Lo que daría por echarle un vistazo!
—Crees que esto es importante, ¿verdad, Aquina? No es solo el juego de una niña pequeña, sino algo de gran importancia.
—Bueno, ¿tú no?
—Aquina, no estuvimos allí, no vimos lo que escribió. Y tú no lo recuerdas muy bien. ¿Cómo podemos juzgar con tan pocos datos?
—Copié una Codificación.
—Sin pedirle permiso.
—Sí. Sin pedirle permiso. —Aquina estaba acostumbrada a meterse en líos con las otras habitantes de la casa y a encontrarse en el extremo equivocado de sus líneas éticas; no se molestó en mostrarse desafiante—. Pensé que importaba, y todavía lo pienso. Tomad, por favor, mirad esto. —Y les tendió una muestra de lo que había en el cuadernillo de Nazareth.
Abstenerse de preguntar con malas intenciones; en especial cuando está claro que alguien quiere con fervor que se le pregunte: por ejemplo, cuando alguien desea que se le pregunte por su estado mental o de salud y es evidente que quiere hablar sobre el