Lengua materna. Suzette Haden Elgin

Lengua materna - Suzette Haden Elgin


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y con un letrero de NÓMBRAME. Son, por tanto, de gran valor.

      (Casa Estéril Chornyak,

      Manual para principiantes, página 71)

       INVIERNO DEL 2179…

      Aquina Chornyak estaba aburrida. Era una negociación aburrida, sobre un contrato aburrido, para enmendar un tratado aburrido, con un grupo de Alienígenas en Tránsito aburridos hasta la saciedad. Nunca se esperaba que un AET. fuera exactamente una compañía estimulante, y no había motivos para suponer que lo que un terrestre encontrara estimulante fuera estimulante para ellos, o viceversa, pero a veces había unos cuantos destellos interesantes en medio de la palabrería burocrática.

      Esta vez no. Los jeelods eran tan parecidos en su forma a los terrestres que resultaba difícil recordar que eran AET.s; no tenían tentáculos extraños, colas, orejas puntiagudas, ni narices gemelas. Eran bajos y regordetes, un poco más cuadrados que los típicos humanoides terrestres, y tenían largas barbas. Y eso era todo. Con sus abultados monos parecían un trío de… fontaneros. Algo por el estilo. Era aburrido. ¿Y a quién le importaba (excepto a los jeelods, por supuesto, ya que si no les hubiera importado no habrían solicitado la negociación), a quién le importaba si los contenedores en los que la Tierra les enviaba armas eran azules o no?

      A ellos les importaba. Lo habían dejado claro. El azul, habían dicho, era un color ofensivo para los jeelods, un insulto al honor de cada individuo; era un asunto twx’ twxqtldx. Aquina no era capaz de pronunciarlo, pero tampoco tenía que hacerlo; estaba aquí meramente como apoyo y traductora social para Nazareth, que era la portavoz nativa del REM34-5-720 para la Tierra. Nazareth lo pronunciaría con la misma facilidad con que habría dicho paparruchas. Y, además, le había intentado explicar pacientemente lo que significaba la palabra.

      Si Aquina lo entendía bien, usar aquellos contenedores azules era el equivalente a que los jeelods enviaran sus cargueros a la Tierra en contenedores rebosantes de heces fecales humanas; era curioso cómo los mismos estúpidos tabúes aparecían en tantas razas humanoides por todo el universo. Pero los jeelods no cooperarían para resolver el asunto de la manera en que dos culturas terrestres lo habrían hecho en una situación similar.

      —¿Quieres decir que el hecho de que los contenedores sean azules equivale a echarles mierda por encima?

      —¡Exacto!

      —Vaya, no lo sabíamos. Nuestras disculpas, ¿eh? ¿Qué color les va bien?

      —El rojo.

      —Hecho.

      Y la reunión habría terminado. No…, desde luego, aquello era más complicado y podía hacerse de esa forma. (Y, para ser sinceros, había culturas en la Tierra que tampoco lo habrían resuelto de aquella manera).

      Cada vez que Nazareth lo explicaba, hablando primero a los jeelods en un REM34-5-720 intachable y, a continuación, en perfecto inglés a los representantes del Gobierno americano, sucedía lo mismo. Los jeelods empalidecían, se volvían de espaldas, se sentaban en el suelo y se cubrían la cabeza con las manos. Nazareth explicó que aquella posición indicaba que no estaban presentes en ningún sentido legal de la palabra. Estos periodos de ausencia legal duraban, según los imperativos culturales jeelod, exactamente dieciocho minutos y once segundos. A continuación, se sentaban de nuevo ante la mesa de conferencias y Nazareth lo intentaba de nuevo. Pobre chiquilla.

      Si ella misma estaba aburrida, pensó Aquina, Nazareth, a su edad, estaría al borde del colapso. Once años no es una edad paciente, ni siquiera para una niña de las líneas. Y, al contrario que los hombres del Departamento de Estado, que salían a tomar café exactamente dieciocho minutos y once segundos cada vez que sucedía, Nazareth se quedaba en la sala. Era imposible determinar cuál habría sido la reacción de los AETs si su intérprete hubiera abandonado la sala durante su ritual ofensivo.

      Pasaron otros quince minutos del último episodio, y Aquina suspiró y pensó en salir a tomar café; puesto que actuaba como un mero apoyo, posiblemente podía hacerlo. Pero sería complicado, ya que tendría que encontrar a un hombre dispuesto a escoltarla. Y no sería lo correcto. Nazareth le caía bien, era muy especial para ser una niña de once años. Aquina la miró con cariño, deseó contarle un chiste o hacer algo para aliviar el tedio, y entonces vio que la niña tenía la cabeza inclinada en total concentración sobre una libreta de papel. Escribía algo en ella, y la punta de su lengua asomaba por entre los labios apretados con fuerza. Aquina la tocó con suavidad para llamar su atención y, entonces, le hizo una pregunta por señas; de espaldas, los jeelods nunca sabrían que las terrestres usaban un lenguaje de signos.

      —¿Estás dibujando, querida? ¿Puedo verlo? —se comunicó por signos.

      La niña parecía intranquila, y sus hombros se encorvaron con ademán protector sobre su trabajo.

      —No importa —dijo Aquina—. No importa… No quería fisgonear.

      Pero Nazareth le sonrió y se encogió de hombros.

      —Tranquila —contestó, también por señas, y le pasó el cuaderno para que lo mirara.

      Ahora que lo tenía entre las manos, Aquina no supo de qué se trataba; no eran dibujos, desde luego. Parecían palabras, pero ninguna que hubiera leído antes. Nazareth estaba muy por delante de ella en el REM34-5-720, porque esa era su responsabilidad; era su lengua materna, igual que el inglés y el ameslán. Pero estas palabras no podían ser REM34-5-720. Aquina conocía las reglas para la formación de palabras en aquel idioma… y esto era algo distinto.

      —Son Codificaciones —explicó Nazareth, al darse cuenta de que estaba perpleja.

      —¿Qué?

      —Codificaciones. —Nazareth lo deletreó con los dedos, para asegurarse de que la entendía, y Aquina la miró con la boca abierta.

      ¡Codificaciones! ¿Qué demonios…?

      Antes de que pudiera preguntar, oyó las suaves pisadas de las sandalias a su espalda; los hombres del Departamento de Estado regresaban. Nazareth se enderezó en la cabina de intérprete, donde Aquina y ella quedaban lo suficientemente ocultas a la vista para evitar a los frágiles egos de los varones la humillación de ver a las mujeres de cuyos servicios dependían en esta transacción interplanetaria. Toda la atención de Nazareth se volcó en los jeelods y sus contrapartidas terrestres, y dejó el cuadernillo en las manos de Aquina. Nazareth conocía sus obligaciones, y las cumplía a rajatabla. Aquina la oyó hablar y producir con facilidad las imposibles agrupaciones de consonantes con sus imposibles modificaciones de chasquidos, glotalizaciones y gorjeos, en un intento de expresar sus objeciones que no forzara a los jeelods a «ausentarse» de nuevo de las negociaciones.

      Aquello permitió a Aquina estudiar el cuaderno, al principio con desinterés, luego cada vez más emocionada. ¡Codificaciones, había dicho la niña! Nuevas formas de lenguaje para conceptos aún no lexicalizados en ninguna lengua… Codificaciones. Con C mayúscula, ¿verdad?

      Miró los símbolos de trazo claro; los hijos de las líneas, entrenados para realizar transcripciones fonéticas a los seis años, no producían más que símbolos ordenados. Entonces reconoció las palabras: eran los intentos de Nazareth con el langlés, y eran patéticos. Con los recursos que ofrecía el langlés a un acuñador de palabras, estaban condenados a serlo; y, con lo poquísimo que Nazareth podía conocer sobre el langlés, ni siquiera eran de un patetismo destacado. Pero se sintió emocionada de todas formas.

      Eran los conceptos en sí, la semántica de las formas que Nazareth trataba de hacer pronunciables, los que hicieron que su corazón latiera desbocado. Tal vez existieran en algún idioma que no conocía, claro, algo que debería comprobar; pero también podrían no existir. Y si así era…, bien, sería como encontrar un disco de carta blanca en una acera móvil, sin nadie alrededor que te viera recogerlo. Sería bastante fácil, ahora que Nazareth había descrito la semántica, darles las formas adecuadas, convertirlos en palabras…

      Tenía la frente y las palmas de las manos cubiertas de un fino sudor; miró a la niña que


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