Lengua materna. Suzette Haden Elgin

Lengua materna - Suzette Haden Elgin


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la mano en un gesto que daba por concluida la sesión—. Entonces, hemos acabado. Aaron, asegúrate de que a tu esposa se le notifique de inmediato nuestra decisión y que vaya enseguida al hospital. No quiero acusaciones por parte de los medios de comunicación de que nos hemos retrasado y hemos puesto su vida en peligro, no importa lo trivial que eso parezca. Tan malo es que nos acusen de maltratar a una mujer como de malgastar millones. ¿Te encargarás de ello?

      —Desde luego —contestó Aaron, envarado—. Conozco mis obligaciones. Y soy tan sensible al problema de la opinión pública como todos los demás en esta sala. Haré que madre se encargue de inmediato.

      —Tu suegra no está disponible en este momento —repuso Thomas—. Está reunida en una tontería con el Proyecto Codificador. Que otra de las mujeres lo haga en su lugar, o hazlo tú mismo.

      Aaron abrió la boca para hacer un comentario, pero la cerró de nuevo. Sabía lo que diría su suegro si ponía otra vez objeciones al tiempo que las mujeres pasaban en su estúpido «Proyecto Codificador». «Las mantiene ocupadas y contentas, Aaron», respondería. «Las ya estériles y las que son demasiado viejas para otros trabajos necesitan hacer algo inofensivo con su tiempo, Aaron», afirmaría. «Si no se entretuvieran con su interminable “proyecto”, se quejarían y nos obstaculizarían. Alégrate de que se contenten con tanta facilidad. A caballo regalado no le mires el diente, Aaron». No tenía sentido pasar otra vez por todo aquello.

      Además, Thomas tenía razón. Las escasas mujeres a las que no les interesaban las vacuas actividades del Proyecto siempre daban la lata e interferían a causa del aburrimiento. No dijo nada, salió rápidamente por la puerta lateral, subió las escaleras y se dirigió a los jardines, donde uno de sus hijos lo esperaba para discutir un problema de una traducción. Había estado a la espera demasiado tiempo, pensó Aaron, irritado. Incluso a los siete años, no se puede esperar que un niño varón tenga paciencia ilimitada.

      Ya había recorrido la mitad del sendero y se encontraba junto a los bancos de lirios anaranjados que las mujeres cultivaban en grandes cantidades, porque ni siquiera los antilingüistas más fanáticos considerarían que aquello era un despilfarro, cuando se dio cuenta de que, después de todo, había olvidado enviar el mensaje a su esposa. Dios, las mujeres eran una molestia, con sus interminables quejas y sus estúpidas enfermedades. ¡Cáncer, por todos los santos, en el año 2205! Ningún varón humano había contraído cáncer desde…, bueno, desde hacía, al menos, cincuenta años; apostaría por ello. Las mujeres eran criaturas débiles que apenas merecían su manutención, y, desde luego, no su ira.

      Tener que regresar a la casa y cumplir su promesa estuvo a punto de hacerle arrancar de raíz un inexcusable rosal amarillo, medio oculto entre los lirios. Solo había uno, pero buscaba problemas. Ya oía a los ciudadanos: «Trabajamos, nos esforzamos y sangramos por conseguir hasta el último centavo, y ni siquiera tenemos dinero para mantener las aceras deslizantes en condiciones porque la mitad de nuestros impuestos va a parar a los jodidos lingos, malditos sean todos ellos, que malgastan el dinero en sus palacios subterráneos y en sus jodidos rosales…». Se imaginaba los eslóganes, los alborotos, las solemnes discusiones de los medios de comunicación sobre las cifras reales de los rosales comprados por los lingüistas en el periodo entre el 2195 y el 2205. A los medios de comunicación les gustaba hablar de décadas porque era más fácil engrosar las estadísticas en bloques de diez años. Y estaba seguro de que aquel empalagoso rosal amarillo era otro más de los pequeños actos de sabotaje con los que la tía abuela Sarah disfrutaba tanto para burlar a los contables.

      Se recordó, por enésima vez, que tenía que encontrar sitio en su agenda de este año para parlamentar con los representantes del Congreso sobre la legislación que prohibiría a las mujeres comprar nada sin la aprobación escrita de un varón. El asunto de dejarlas tener dinero para gastos y hacer excepciones con las flores, los dulces, las novelas románticas y otras fruslerías siempre acarreaba complicaciones imprevistas. ¡Era sorprendente lo listas que eran para distorsionar la palabra de la ley! Como los chimpancés, que daban la vuelta a las instrucciones del ejército y actuaban de una forma absurda que no estaba prohibida porque no se había previsto ni en las fantasías más descabelladas. ¿Quién habría pensado que había que enseñar a un chimpancé a no defecar sobre sus propias armas?

      Aaron habría preferido ver carteles de «No se permiten mujeres» en todos los negocios. Pero, una vez más, tenía que doblegarse al argumento de que las pobres criaturas eran mucho menos problemáticas si se les permitía pasar las horas muertas de tienda en tienda en vez de hacer todas sus compras a través de los comsets, como hacían los hombres. Aquello no tenía fin, siempre había otra concesión que hacer, y, desde luego, suponía todo un consuelo afirmar que las mujeres de las líneas, las lingüistas, no tenían horas muertas.

      Si algo podía tentar a Aaron William Adiness-Chornyak a caer en una blasfemia como la de la existencia de una Creadora era la irracional creación de las mujeres. ¿No podría el Todopoderoso haber tenido el detalle de hacer a las mujeres mudas? ¿O encargarse de que tuvieran el equivalente biológico de un interruptor de encendido/apagado para que los hombres que trataran con ellas lo utilizaran, ya que no se le había ocurrido prescindir de ellas?

      —Siéntete afortunado —le habría dicho su padre—. Podrías haber nacido antes de las Enmiendas Whissler. Habrías vivido en una época en que se permitía votar a las mujeres, que se sentaban en el Congreso de los Estados Unidos y eran jueces del Tribunal Supremo de Justicia. Piénsalo, muchacho, y da las gracias.

      Aaron se echó a reír mientras recordaba la primera vez que había oído hablar de aquello. Tenía siete años, la misma edad que el niño al que iba a ver, y le habían castigado. Le obligaron a memorizar una docena de páginas de inútiles declinaciones de sustantivos de un lenguaje artificial, igual de inútil, por haber llamado mentiroso a Ross Adiness. Había olvidado aquellas flexiones nominales hacía mucho tiempo, pero la sorpresa nunca lo había abandonado.

      —¿Nazareth? —dijo Clara, y se detuvo a mirar.

      Nazareth Joanna Chornyak-Adiness, hermana melliza de James Nathan Chornyak, la mayor de la casa y madre de nueve hijos, parecía en ese momento poco más que un servomecanismo estropeado, listo para ser reemplazado. Preparado para el desguace. La desagradable imagen golpeó a la mujer que Aaron había enviado para entregar el mensaje, pero reprimió la conmoción. Sería inexcusable que comunicara la decisión de los hombres con una mirada de repulsión en el rostro.

      Pero había algo repulsivo en Nazareth. Algo en el delgado cuerpo, en el pelo gris peinado hacia atrás con tirantez y fijado al cráneo con crueles pinzas, algo en la rígida postura que era una orgullosa respuesta al agotamiento y el esfuerzo insoportables. No parecía en absoluto una noble mujer en ruinas, ni siquiera un animal torturado. ¿Se puede atormentar a una máquina hasta que llegue al estado de Nazareth?, se preguntó Clara.

      Se dio cuenta de lo que estaba haciendo y se echó a temblar. «Dios me perdone» pensó, «si la veo de esa forma. ¡No lo haré! Lo que tengo ante mí es una mujer viva» se reprendió con dureza, «no uno de esos delgados cilindros con un pomo en lo alto que recorren las casas y los lugares de trabajo de los no lingüistas en silencio mientras hacen el trabajo sucio. Es una mujer viva, a la que se puede herir, y le hablaré sin distorsionar mi percepción».

      —¿Nazareth? —la llamó con amabilidad—. Querida, ¿te has quedado dormida?

      Nazareth dio un respingo, asustada, y se apartó de las paredes transparentes de la interfaz en la que su hijo menor encajaba, tranquilo, unos bloques de plástico con otros bajo la mirada amistosa del alienígena residente.

      —Lo siento, tía Clara —contestó—. No te había oído; me temo que mi mente estaba a un millón de kilómetros de distancia. ¿Me necesitas para algo?

      Clara interrumpió su misión e hizo un gesto con la barbilla hacia el niño, que ahora se reía por un comentario del AR.

      —Le va bien, ¿verdad?

      —Eso creo. Parece que ya une frases; son cortas, pero correctas. No está mal, para tener apenas dos años y emplear tres lenguas a la vez. Y su inglés no se ha visto perjudicado en lo más mínimo.


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