Lengua materna. Suzette Haden Elgin
todos los demonios, mujer, Nazareth no conoce la existencia de ningún otro idioma femenino además del langlés! Como es natural, eso es lo que ha intentado hacer. ¿No lo ves? ¡Si puede formular conceptos semánticos como estos, nosotras sabemos qué hacer con ellos!
—Pero Aquina —objetó Susannah—, entonces la niña esperaría que apareciesen en los ordenadores de los programas de langlés. Y eso significaría que los hombres tendrían acceso. No podemos permitirlo, y lo sabes.
Hubo un coro de asentimiento, y Aquina agitó la cabeza con fiereza y gritó:
—¡En ningún momento he dicho…! —Entonces, bajó la voz y empezó de nuevo. Estaba demasiado cansada para chillar, aunque fuera lo apropiado—. ¡En ningún momento he dicho que le dijéramos a Nazareth que estamos usándolos, no soy completamente estúpida!
—Pero, entonces, ¿cómo los conseguiríamos?
—Yo me encargaré —dijo Aquina—. Soy el apoyo informal de Nazareth en todas las negociaciones con los jeelods, y estos vuelven con alguna queja estúpida cada dos semanas. Pasaré ociosa bastante tiempo con ella como para averiguar dónde guarda el cuaderno. No en el dormitorio de las niñas, eso está claro; yo no lo haría jamás. Pero nunca ha tenido la oportunidad de llevarlo muy lejos de esta casa o de la casa grande; estará dentro de un árbol, en un agujero o en algún otro sitio parecido. Y ella me lo dirá.
—¿Y entonces?
—Entonces, yo, con sumo cuidado para que no lo sepa nunca, iré cada semana y copiaré lo que haya añadido.
En ese momento, todas se sorprendieron. Sabían que para hacer una tortilla era necesario romper los huevos, pero no les sirvió de mucho consuelo; tenían tanto sentido político como Nazareth, aunque se las pusiera a todas juntas.
—No puedes hacer eso —intervino Nile, y se cubrió con su chal cuando una súbita ráfaga de aguanieve golpeó la ventana junto a ellas.
—¿Por qué no?
—¿Cómo te habrías sentido si alguien hubiera hecho eso con tu diario cuando eras pequeña?
—Existe una diferencia.
—¿Cuál?
—Mi diario solo era importante para mí. El cuaderno secreto de Nazareth es importante para todas las mujeres de este planeta, todas las mujeres del exterior y todas las mujeres por venir. No es lo mismo.
Susannah alargó el brazo y depositó su mano, encogida por la artritis e hinchada con venas azules, pero segura, fuerte y amable, sobre la de Aquina.
—Querida, te comprendemos —dijo con suavidad—. ¡Pero recapacita, por favor! Todas vivimos en casas comunales desde el día en que nos traen del hospital, ¡y en las salas públicas antes que eso, por Dios! No pasamos ni un instante fuera de la casa excepto el tiempo en que estamos encerradas con unos u otros en las cabinas de traducción. ¡Aquina, tenemos tan poca intimidad! Es muy preciada. No puedes violar la intimidad de Nazareth y robarle su cuaderno de donde lo tenga escondido solo porque es una niña y no sospechará de ti; es despreciable. No me creo que hables en serio.
—¡Oh, pero lo hace! —exclamó Caroline, que se unió a las demás con una taza de café solo. A Caroline no le gustaba el té, y no lo bebía ni siquiera para ser amable—. ¡Puedes estar segura de que habla en serio!
—Claro que sí —afirmó Aquina.
Susannah chasqueó la lengua y retiró la mano; y Aquina deseó tener su chal cerca, pero para protegerse del frío del interior de la casa, no el provocado por el clima. No comprendía por qué todavía la lastimaba que todas las mujeres estuvieran en su contra. Mañana cumpliría cincuenta y cinco años, más de medio siglo, había vivido en la casa Estéril durante tantos… y aún le dolía. Se avergonzaba de ser tan blanda. Y lamentaba habérselo dicho, pero ya era demasiado tarde.
—Averiguaré dónde guarda el cuaderno —prosiguió entre dientes—, lo revisaré cada dos semanas para copiar lo que haya añadido y traeré los datos para que trabajemos con ellos.
—Trabajarás sola si lo haces.
—Estoy acostumbrada —repuso Aquina con amargura.
—Supongo que es así.
—Y como Nazareth nunca lo sabrá, no buscará esas palabras en las pantallas de los ordenadores de langlés y estarán a salvo. Pero las emplearemos.
—Deberías avergonzarte.
—No lo hago —respondió ella.
—¿Hacen falta huevos para hacer una tortilla?
Aquina cerró la boca y no dijo nada; no había aprendido a que no la hirieran, pero sí a no permitir que la atormentasen.
Y entonces, porque se sentía cansada y sola, se dispuso a decirles lo que pensaba de su maldita ética, pero Susannah la interrumpió al instante. Y Belle-Anne, atraída por la discusión, sonrosada como un ángel, con el pelo rubio suelto sobre la espalda, acudió en su ayuda. Frotó los tensos hombros de Aquina, le sirvió una nueva taza de té y permaneció a su lado hasta que se tranquilizó. Entonces, Susannah cambió de tema y lo llevó a territorio neutral.
Lo que resultaba una auténtica lástima, decían, era que tuviera que pasar tanto tiempo antes de tener a Nazareth con ellas. Con ellas y trabajando en el lenguaje femenino en todos sus ratos libres, con completo conocimiento de lo que hacía.
—¿Sabéis que la madre de Nazareth me dijo que la facilidad para el lenguaje de la niña es la mayor que se ha visto desde que llevamos la cuenta? —intervino Nile—. ¡Sobrepasa la escala! Esperan cosas increíbles de ella, y fue una suerte que le dieran ese horrible lenguaje jeelod; al parecer, no ha tenido ningún problema con él.
—No nos será de utilidad hasta dentro de, ¿cuánto? ¿Cuarenta años? —aventuró Aquina, con la voz tensa por el resentimiento incluso bajo las caricias y los masajes de Belle-Anne—. Ahora tiene once años, se casará, tal vez para marcharse a otra casa, y dará a luz a la docena obligatoria de hijos.
—¡Aquina! ¡No lo hagas peor de lo que es! Thomas Blair Chornyak nunca la perderá de vista, puedes contar con eso. ¡Y no tendrá que dar a luz una docena de hijos, eso es absurdo!
—Muy bien, entonces media docena. Seis niños, siete, los que queráis, montones de hijos. Y siempre trabajando con los contratos del Gobierno, sin apenas tiempo de levantarse de la cama para regresar a las cabinas de intérprete, hasta que al fin se seque y la menopausia acuda a bendecirla.
—Incluso así —intervino Caroline—, tal vez no venga a nosotras. No lo hará si su marido quiere que se quede con él, o si se conserva bien. O si tiene suerte y el hombre la valora por algo más que por su cuerpo.
—O si le es útil de alguna manera —añadió Thyrsis con una nota brusca en la voz que llamó la atención de las demás. De modo que era eso, había venido a la casa Estéril Chornyak en contra de los deseos de su marido, porque le era útil de alguna forma, tenía talento en algo que a él le gustaba que hiciera. Y, si se hubiera ido a la casa Estéril Shawnessey, él habría estado cerca para presionarla y que regresara a la casa principal. Les interesaría saber cómo había vencido la autoridad de su marido cuando llegara el momento en que se sintiera libre para contarles más.
—Maldición, maldición y maldición —murmuró Aquina—. Eso son cuarenta años o más malgastados. ¿No lo comprendéis? ¿Es que ninguna de vosotras lo comprende?
—Exageras, el Proyecto Codificador no solo depende de Nazareth, todas trabajamos en él. Y las mujeres de las otras casas Estériles trabajan también en lo mismo. Sé razonable.
Todas la consolaron. La consolaron y la coaccionaron, ansiosas porque cambiara de perspectiva a pesar de su desazón. Estaba muy cansada, se sentiría mejor por la mañana, se daría cuenta de que todo se debía al esfuerzo que había hecho. Una y otra vez…
Aquina las dejó hablar, y se mantuvo en sus