La organización familiar en la vejez. Ángela María Jaramillo DeMendoza
los profesores Deisy Arrubla, Yolanda Puyana, Ciro Martínez, Oscar Saldarriaga y Gabriel Gallego, por su valoración del trabajo y sus contribuciones para futuras investigaciones.
A mis queridos amigos, Sulma, Yamile, Claudia y Rodrigo, por su escucha e incondicional apoyo.
A mi familia, especialmente a Jorge, Emma, Oscar, Juan y Hans, por su amor.
La vejez y la soledad no tienen que ir juntas, pero, con demasiada frecuencia, como lo demuestra el estudio de Ángela María Jaramillo sobre Colombia, el envejecimiento conduce al aislamiento de los viejos en condiciones muy desfavorables. Se ha comparado incluso ese descuido con la forma en que tratamos a los muebles viejos. Nos enfrentamos, pues, a la triste realidad de que el final de la vida sea para muchas personas una tragedia, cuando debería ser la culminación gozosa de todos sus esfuerzos por construir la sociedad.
Buena parte del abandono que enfrentan los ancianos en ese periodo terminal se debe a los prejuicios que las sociedades han acumulado acerca de sus miembros más experimentados, por la sencilla razón de que muchos de ellos han sufrido problemas de salud o pérdidas en la capacidad de trabajar. Estos deterioros, padecidos por algunos, han hecho surgir el prejuicio errado de que la vejez es, en general, una enfermedad o una incapacidad, cuando, lo que está fuera de duda es que la sociedad que desprecia a sus viejos está enferma y es incapaz de regenerarse.
Jaramillo comprueba que hoy, justamente cuando la esperanza de vida de los colombianos ha superado ya los setenta años, ese prejuicio no tiene una sustentación científica y que, mantenerlo, por ignorancia o inconsciencia, conduce a perder un significativo número de personas que pueden seguir contribuyendo a la construcción de la sociedad mediante sus habilidades y su ingenio. La prueba contundente es que, como sucede en otras partes del mundo, los hogares unipersonales de personas mayores empiezan a tener un peso significativo dentro de los arreglos que la sociedad colombiana realiza sin que sus dirigentes se enteren y, por consiguiente, sin que hagan un mínimo esfuerzo por ayudarles.
Los cambios demográficos siempre han tomado por sorpresa a los gobernantes colombianos. El veloz descenso de la fecundidad de los decenios pasados encontró respuesta gracias a la iniciativa privada de algunos médicos que se dieron cuenta del fenómeno. Y, su consecuencia, el envejecimiento de la población sigue siendo un fenómeno desconocido en la práctica de la política pública, como lo comprueba Jaramillo, pero al cual empiezan a responder en forma adecuada algunos ciudadanos clarividentes, con sus propios medios.
Entre las recomendaciones que la investigadora pone a consideración de sus lectores está la solidaridad, como la base de todas las demás medidas que se pueden imaginar para que la vida no termine de manera desastrosa. La solidaridad es, en efecto, el principio que sostiene las colectividades humanas, como lo descubrió la sociología en sus comienzos. Pero, como suele suceder en la vida real de los mamíferos pensantes, el cerebro límbico prevalece, con demasiada frecuencia, sobre el cerebro reflexivo. Así se entiende que en el diario trajín de los humanos salga, con frecuencia, lastimada la dignidad de las personas, porque la fuerza sustituye a la razón.
La ancianidad, que trae consigo la plenitud del conocimiento y, por tanto, de la experiencia, también trae, por lo general, la disminución de la fuerza física de la persona. Esta es la apariencia engañosa en la que se apoya el prejuicio contra la vejez, pero la disminución de la fuerza no disminuye la dignidad del ser humano. La solidaridad es la única forma de refutar ese prejuicio y de iluminar el cerebro reptil para que los seres humanos de cualquier edad nos tratemos como seres humanos y no como sabandijas.
Bienvenida la invitación de Jaramillo a esta nueva visión de la vida humana desde la perspectiva de aquellos que la conocen por su propia experiencia. Esta actitud puede beneficiar a la gente, cada vez más numerosa, dada la evolución demográfica de los humanos, incluidos los colombianos.
ALEJANDRO ANGULO NOVOA, S. J.
Las sociedades contemporáneas se encuentran en medio de importantes cambios demográficos, como el envejecimiento de las poblaciones. Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), América Latina y el Caribe van a registrar entre el 2000 y el 2025 un aumento de 57 millones de habitantes mayores de 60 años, esto es, el comienzo de la vejez de las generaciones nacidas luego de la explosión demográfica de la segunda mitad del siglo XX. Para el 2050, se proyecta que el 23 % de la población de la región será mayor de 60 años. En Colombia, entre el 2000 y el 2020, esta población se duplicará, al pasar de 3,3 a 6,5 millones, con una tasa de crecimiento del 3,8 % para el 2019. Cerca del 12,3 % de la población total será de personas mayores. La edad mediana de la población será de 29,7 años; mientras que en el 2005 era de 25,3. La relación entre la población mayor y la menor será más simétrica: por cada persona mayor de 60 años habrá dos menores de 15 años; entre tanto, en el 2000 era de cuatro (Jaramillo, 2012).
Este nuevo contexto demográfico es consecuencia de dinámicas sociales más amplias que se experimentaron en la mayoría de los países de América Latina durante el siglo XX, como las transiciones demográfica y epidemiológica, los procesos de industrialización y urbanización, los cambios educativos, entre otros. Estas transformaciones son parte de un proceso de largo plazo que se expresa en unas características poblacionales y de condiciones de vida muy distintas al inicio y al final del siglo (Flórez, 2000; Angulo y Vejarano, 2015). Un ejemplo es el cambio en los arreglos residenciales de la población mayor, que se diversificaron a lo largo de un siglo, pasando de formas extensas y nucleares a monoparentales, compuestas y unipersonales (Centro de Psicología Gerontológica y Ministerio de Comunicaciones de Colombia, 2004; Dulcey-Ruiz, 2013).
En el siglo XX, la población colombiana se multiplicó por diez, al pasar de cuatro millones a comienzos de siglo, a más de 42 millones de personas en el 2000. Tal aumento se explica por el rápido ascenso de las tasas de crecimiento, que alcanzaron el 3,3 % anual en la década de los cincuenta, con un posterior descenso que llegó al 1,7 % en la década de los noventa (Palacios y Safford, 2002). Esta transición demográfica indica el desarrollo de una fase caracterizada por altos niveles de mortalidad y fecundidad, y de baja esperanza de vida, a otra en la cual la mortalidad y la fecundidad decrecen y aumenta la esperanza de vida. Colombia se destacó en América Latina por la velocidad con la que bajó su mortalidad (29,5 por mil en 1900 a 6,3 en 2000) y natalidad (47,7 por mil en 1900 a 27,5 en 2000) y con la que aumentó significativamente su esperanza de vida, que pasó de 31 a 72 años de edad (Flórez, 2007).
La fase inicial de este cambio demográfico sucedió en la primera mitad del siglo XX, en la que era común que las mujeres tuvieran un buen número de hijos (entre ocho y veinte), de los que sobrevivían muy pocos, debido a las precarias condiciones sanitarias de las viviendas, así como por el tratamiento de las aguas de consumo y de residuos. Solo hasta los años veinte –con las mejoras sanitarias, la conformación de los sistemas de salud, las mejoras de los recursos médicos contra la viruela, el tifo y la malaria, el uso del agua hervida y los hábitos de aseo doméstico– comienza a disminuir la mortalidad infantil (Rodríguez, 2004). El hecho de que cada vez sobrevivieran más hijos –acompañados por una importante influencia católica pronatalista– favoreció el aumento de la población que en los años cincuenta llegó a triplicar (11 548 200) los 4 000 000 de habitantes que se registraron a comienzos de siglo.
El control de la mortalidad influyó en el aumento de la esperanza de vida y, en consecuencia, de la población de edad. Según el censo de 1918, las personas mayores de 65 años escasamente llegaban al 3,5 % del total de la población.1 Para ese momento, la población anciana no registraba todavía una relevancia estadística, que iría ganando con la reducción en el número de hijos, que pasó de siete por mujer, entre 1950 y 1965, a tres hijos, entre 1990 y 1995 (Flórez, 2000). Para el 2005, la población mayor de 60 años alcanzaba el 9 % del total nacional, con más de 3,5 millones de personas, lo que expresaba el cambio de la distribución por edad, así como el avance del proceso de envejecimiento demográfico.
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