Amor inesperado. Elle Kennedy

Amor inesperado - Elle Kennedy


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—Sonrío, salgo del banco de la mesa y me enfundo la chaqueta de cuero—. Conduce con cuidado de vuelta a Boston, Connelly. Me han dicho que las carreteras se mojan mucho cuando llueve.

      Suelta una carcajada suave.

      Me subo la cremallera y me inclino hacia delante para acercar la boca a escasos centímetros de su oído.

      —Oh, y Jakey… —Juro que oigo cómo se le entrecorta la respiración—. Me aseguraré de guardarte un asiento detrás del banquillo de Briar en los campeonatos de la Frozen Four.

      Capítulo 2

      Jake

      Son las nueve y media pasadas cuando llego a casa. El apartamento de dos habitaciones que comparto con mi compañero de equipo, Brooks Weston, es algo que jamás podría permitirme solo, ni siquiera con el bonito contrato de debutante que he firmado con los Oilers. Estamos en la planta de arriba del edificio de cuatro plantas, y nuestro piso es increíble: hablo de cocina de chef, ventanas mirador, tragaluces, una terraza trasera enorme e incluso una plaza de garaje privada para el Mercedes de Brooks.

      Oh, y el alquiler es gratis.

      Brooks y yo nos conocimos un par de semanas antes de empezar el primer año de universidad. Acudimos a un evento del equipo, una cena de las de «conoce a tus compañeros antes del inicio del semestre». Conectamos enseguida y, para cuando nos servían el postre, ya me estaba proponiendo que me fuera a vivir con él. Resultó que tenía una segunda habitación en su apartamento de Cambridgeport. Gratis, insistió.

      A él ya le habían concedido el permiso especial para vivir fuera del campus; una ventaja de ser el hijo rico de un exalumno cuyas donaciones se echarían muy en falta si la facultad no lo contentaba. El padre de Brooks movió un par de hilos más y a mí también me dieron el permiso para salir de las residencias. Es cierto que el dinero te allana el camino.

      Con el tema del alquiler, primero me opuse, porque no hay nada gratis en esta vida. Pero a medida que conocía a Brooks Weston, más claro me quedaba que para él todo es gratis. El chaval no ha trabajado un solo día de su vida. Sus fondos son infinitos y tiene todo lo que quiere servido en bandeja de plata. Sus padres, o alguno de sus subordinados, le aseguraron este apartamento, e insisten en pagar el alquiler. Así que, durante los últimos tres años y medio, he vivido de manera indirecta cómo es ser un niño rico de Connecticut.

      No me malinterpretéis, no soy un gorrón, he intentado darle dinero, pero Brooks no lo acepta y sus padres tampoco. La señora Weston se escandalizó una vez que saqué el tema durante una de sus visitas.

      —Chicos, vosotros debéis centraros en la universidad —cacareó—, ¡y no preocuparos por pagar las facturas!

      Me tuve que aguantar la risa porque he pagado facturas desde que tengo memoria. Tenía quince años cuando conseguí mi primer trabajo y, en el momento en que cobré mi primer sueldo, se esperó de mí que contribuyera a los gastos de la casa. Compraba comida, me pagaba el móvil, el gas, la factura del televisor, etc.

      Mi familia no es pobre. Mi padre construye puentes y mi madre es peluquera; diría que estamos justo entre la clase baja y la clase media. Nunca nos hemos bañado en dinero, así que experimentar el estilo de vida de Brooks de primera mano es estremecedor. Ya me he prometido que en cuanto me asiente en Edmonton y reciba los incentivos en el contrato de la NHL, lo primero que haré será mandarle un cheque a la familia de Weston por los tres años y lo que siga de alquiler sin pagar.

      Me vibra el móvil mientras me quito las Timberland de una patada. Lo saco del bolsillo y veo un mensaje de mi amiga Hazel, con quien he cenado antes en uno de los sofisticados salones de Briar.

      HAZEL: ¿¿Has llegado bien?? Está lloviendo a cántaros ahí fuera.

      YO: Acabo de entrar por la puerta. Gracias otra vez por la cena.

      HAZEL: Cuando quieras. ¡Te veo el sábado en el partido!

      YO: Genial.

      Hazel me manda un par de emoticonos que lanzan un beso. Otros chicos podrían interpretar que hay algo más, pero yo no. Hazel y yo somos completamente platónicos. Nos conocemos desde primaria.

      —¡Epa! —grita Weston desde el comedor—. Te estamos esperando, cabrón.

      Me desprendo de la chaqueta mojada. La madre de Brooks nos mandó un decorador cuando nos mudamos y se aseguró de comprar todo aquello en lo que no piensan los chicos, como colgadores para chaquetas, colgadores para zapatos y colgadores para utensilios de cocina. Al parecer, los hombres solo tienen en cuenta las cosas que cuelgan cuando se trata de tetas.

      Dejo los bártulos en el recibidor y atravieso la puerta que lleva al salón. El apartamento tiene un concepto abierto de distribución, así que mis compañeros están repartidos por la sala de estar y el comedor. Algunos incluso se han sentado en los taburetes de la cocina.

      Echo una ojeada. No han venido todos los chicos de la plantilla. Lo dejaré pasar teniendo en cuenta que he convocado la reunión en el último momento. De camino a casa desde Hastings, todavía le estaba dando vueltas a la mofa de Brenna sobre los Frozen Four, los campeonatos que organiza la Asociación Nacional Deportiva Universitaria, y seguía preocupado por cómo está distrayendo a McCarthy. Y eso me ha llevado a hacer una investigación mental de todas las demás distracciones que podrían afectar al equipo. Como soy de los que actúan, he enviado un mensaje de grupo: Reunión de equipo, en mi casa, ahora.

      La mayoría de la plantilla, y somos casi veinte, ocupa el espacio, por lo que mis fosas nasales se han visto bendecidas con la combinación de fragancias de geles de ducha, colonias y el olor corporal de los cabrones que han decidido no ducharse antes de venir.

      —Ey —saludo a los chicos—, gracias por venir.

      Como respuesta recibo un par de asentimientos de cabeza, varios «tranquilo, tío» y algunos gruñidos generales.

      Solo hay una persona que no responde: Josh McCarthy. Está inclinado contra la pared junto al sofá modular de cuero marrón, con la mirada fija en el móvil. Su lenguaje corporal transmite una pizca de frustración, con los hombros levemente agarrotados.

      Es posible que Brenna Jensen todavía lo tenga agarrado por las pelotas. Me peleo con mi propia frustración al pensar en ello. Este chaval no debería estar perdiendo el tiempo. Es un estudiante de segundo año y tiene un físico decente, pero ni de lejos está al alcance de Brenna. Esa chica está como un tren. Sin duda, es una de las mujeres más atractivas sobre las que he posado los ojos. Y tiene una bocaza de esas que hay que callar de vez en cuando. Tal vez presionando otra boca contra la suya… o con una polla entre sus labios rojos.

      Oh, mierda. Me deshago de ese pensamiento. Sí, Brenna es preciosa, pero también es una distracción. El caso es que McCarthy no ha levantado la cabeza desde que he entrado en la sala.

      Me aclaro la garganta. Fuerte. Él y los otros pocos que todavía estaban con el teléfono levantan la cabeza para prestarme atención.

      —Voy a ser breve —anuncio.

      —Más te vale —sentencia Brooks desde el sofá. Lleva unos pantalones de chándal negros y nada más—. He dejado a una tía en la cama por esto.

      Pongo los ojos en blanco. Por supuesto que Brooks se estaba tirando a alguien. Siempre se está tirando a alguien. Tampoco es que sea el indicado para hablar. Yo también he traído una considerable cantidad de chicas a casa. Me sabe mal por nuestros vecinos de abajo. Aunque, por suerte para ellos, no celebramos demasiadas fiestas. Ser anfitrión es un rollo, ¿a quién le gusta que le dejen la casa hecha un desastre? Para eso están las hermandades.

      —Qué especial eres —espeta Dmitry, nuestro mejor defensa, a Weston—. Yo también he abandonado mi cama por esta reunión. Mi cama, fin. Porque estoy puto cansado.

      —Todos lo estamos —interviene Heath, un ala derecha de tercero.

      —Ya, D, bienvenido al club de los cansados —se mofa Coby, uno de los


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