Chile 1984/1994. David Aceituno
y deudas con la sociedad que las transiciones dejaron indefinidamente postergados19. Es quizás por esta razón, entre otras, que las propias temporalidades de estos fenómenos vivos resultan móviles, porosos, aún en construcción incluso, trazando, según la mirada y el interés de quién escribe, un determinado marco para comprender ese pasado. De esta forma, la temporalidad específica atribuida a este fenómeno político, ha servido para dar coherencia a los modos de entender y enunciar la dimensión histórica del pasado reciente de cada sociedad.
En el caso chileno y desde un punto de vista instrumental, la transición a la democracia fue entendida como el periodo de tiempo transcurrido entre el plebiscito por el No a Pinochet (octubre de 1988) y la asunción de Patricio Aylwin (marzo de 1990). Esta lectura establece que todo lo que se produjo con posterioridad fue parte de un nuevo régimen político, conceptualizado como “democracia incompleta, deficitaria o parcial“20. Algo similar ocurrió con el proceso español que formalmente comienza con la muerte de Francisco Franco, en noviembre de 1975, y acaba con la aprobación de la Constitución de 1978. Sin embargo, pese a esta representación operativa, existen múltiples aspectos políticos, sociales, económicos y culturales, que la convierten en una definición exigua desde una dimensión histórica; en efecto, el tránsito de una sociedad desde la dictadura a la democracia requiere de un tiempo que permita reconfigurar a esa sociedad en una nueva cultura política.
Obviando la interpretación oficialista que situó el inicio de la transición en 1980, tras la aprobación de la constitución21, resulta relevante justificar la pertinencia de las fechas establecidas por los autores (1984-1994), entendiéndolas como referencias de una transición más amplia que el fenómeno exclusivamente político-partidista de cambio de régimen, pero limitándola al primer gobierno de post dictadura, donde se asentaron —en lo sustancial— las bases fundamentales que marcaron a la democracia chilena de ahí en más y la cultura política que la caracterizó.
Pues bien, algunos autores afirman que la existencia o ausencia de incertidumbres que potencialmente desestabilizan al nuevo orden democrático es un factor más importante que las fechas e hitos formales que dan inicio o/y término al fenómeno transicional. Para el caso español, por ejemplo, las incertidumbres tensaron el tránsito a la democracia desde 1975, pero se mantuvieron activas con bastante posterioridad a la aprobación de la Constitución en 1978. En ese sentido, la cuestión territorial, el retroceso autoritario y la debilidad del sistema de partidos —materializado en la fragilidad del partido de gobierno, UCD— se mantuvieron activos como incertidumbres desestabilizantes de la nueva democracia hasta por lo menos finales de 1982, cuando los socialistas alcanzan el poder22. Por su parte, Álvaro Soto esgrimió que las incertidumbres que definieron al proceso chileno estuvieron fundamentalmente centradas en el retroceso autoritario, dado el poder que mantuvo el dictador tras el regreso formal a la democracia. Esta cuestión, insiste, solo desapareció en 1998 cuando Pinochet fue detenido en Londres. No solo por el remezón sociopolítico que representó en la contingencia nacional, sino por la decepción que despertó entre sus seguidores las pruebas que lo sindicaban como un ladrón que había amasado una fortuna en el extranjero de forma evidentemente ilegal23.
Desde otro punto de vista, si consideramos el ámbito de la sociedad chilena desde una dimensión histórico-cultural, debemos pensar el fenómeno desde una perspectiva aún más amplia, trazando la transición como el tiempo de la dictadura en sí, esto es, años en los que operan y se combinan una serie de transformaciones económicas, políticas, sociales y culturales que superan por mucho al régimen militar y que, desde una mirada global, se relacionan con el ocaso de la sociedad y el Estado de compromiso anterior al golpe de Estado, y la consolidación de la globalización neoliberal. En ese flujo temporal, los 17 años de dictadura resultan el marco en que lo viejo se funde con lo nuevo; mientras lo anterior no acaba de irse, lo nuevo no termina de consolidarse en pleno proceso de lucha, recuperación y consolidación de la democracia.
Ahora bien, mirado en perspectiva la combinación de ambas dimensiones nos invitan a pensar que esta transición 1984-1994, efectivamente fragua lo que fueron las bases de ese mundo —global— que definieron el comienzo del siglo XXI, y las estructuras político normativas que dieron origen a la sociedad chilena de posdictadura. Es decir, un tiempo de transición entre una sociedad y otra.
2. La política exterior y el papel de Europa y España en la transición chilena
Europa ha representado para Chile y toda Latinoamérica, un espacio de influencia fundamental a lo largo de su historia. Tanto culturalmente como política y económicamente. Si bien es cierto que esta estrecha relación se cortó abruptamente durante la dictadura, ha sido el máximo referente intelectual y político, así como la primera fuente de inversión y cooperación al desarrollo. Sin embargo, tras el golpe de Estado, los gobiernos europeos tendieron a enfriar sus relaciones diplomáticas con el régimen, rompiendo las relaciones políticas y afectando incluso (aunque en mucha menor medida) las relaciones comerciales: para 1985, por ejemplo, la Unión Europea concentraba solo el 33% de las exportaciones, altamente concentradas —además— en productos básicos. Esta cuestión se vio refrendada desde Chile, que tras el golpe privilegió su relación con Estados Unidos en todos los aspectos posibles, destacando lo económico e intelectual: los Chicago boys y parte importante del régimen “consideró las concepciones europeas de Estado y sociedad como un arcaísmo destinado a desaparecer y fuera de la megatendencia de la competitividad global“24.
La dura crítica europea al golpe de Estado, se materializó en sus reiteradas condenas ante la sistemática violación de derechos humanos. También en la recepción de refugiados y asilados políticos que dieron pie a una extensa red de exiliados chilenos en toda Europa. Esta dinámica de cooperación y solidaridad, se estableció desde las distintas entidades de poder europeo, fuese a través de la propia Comunidad Europea y sus distintos órganos comunitarios, como de los gobiernos y partidos políticos nacionales. En esa línea, la cooperación internacional al desarrollo, desplegada en Chile normalmente hasta antes del golpe de Estado, cambió abruptamente de forma con la dictadura, pasando a ser cooperación política no gubernamental basada en la lucha contra la pobreza, la defensa de los derechos humanos y el fortalecimiento de la sociedad civil. Así se distanció totalmente del Estado autoritario y se focalizó en institutos, organizaciones sociales no gubernamentales y centros de estudios conectados a las fuerzas políticas opositoras al régimen de Pinochet. Esta relación no solo permitió colaborar económicamente con la reactivación de la sociedad chilena, sino que aproximó a diversos europeos —intelectuales, profesionales y hasta curas y religiosas— a la realidad social de ese país.
Esta situación sentó el aislamiento internacional del gobierno de Chile. Las relaciones con la dictadura en lo fundamental, se limitaron a lo diplomático: ya fuese para presionar al régimen o para emplearlas en la colaboración de las fuerzas democráticas del interior. La presión europea por acelerar el retorno a la democracia y más tarde para garantizar elecciones limpias, resultaron fundamentales para que el régimen no se prolongara indefinidamente en el tiempo.
Los nexos históricos y aquellos desarrollados entre esa elite intelectual y militante que se exilió en Europa durante la dictadura con los líderes de los distintos partidos progresistas europeos (socialdemócratas, eurocomunistas y socialcristianos), permitieron restaurar rápida y eficazmente las relaciones políticas y diplomáticas a partir de 1990. Europa occidental —así— jugó un papel relevante para reposicionar a Chile en el sistema internacional, reiniciando una intensa actividad política —la visita de Jaques Delors, presidente de la Comisión Europea, en 1993, fue una muestra patente de ello— y comercial. Ciertamente que la continuidad del modelo económico impuesto por la dictadura —un modelo de desarrollo basado en la apertura al comercio exterior— ayudó al gobierno de Aylwin a atraer capitales extranjeros, cuestión respaldada por su política exterior que incentivó y reactivó las relaciones bilaterales y multilaterales. En este contexto, la UE se convirtió en un socio comercial natural al ser la primera potencia comercial del mundo, llegando a ser el primer inversionista del país25, mientras España pasaba a ser el principal país extranjero en inversión directa26. Esta realidad permitió, a su vez, consolidar el proceso de transición a la democracia. El Acuerdo de Cooperación Chile-Comunidad Europea, firmado en diciembre