Fuga permanente y otros cuentos. Gabriela Alemán
y criminales y además todos son descendientes directos de Förster —dijo indignado—. Cuando Elisabeth volvió al lado de su hermano y abandonó el Paraguay no dejó nada que valiera la pena allí. Si tuvo un hijo haría bien en buscarlo en Alemania o aquí —el punto imaginario lo trasladó a mis ojos y ese cambio repentino de perspectiva, el mismo abrupto desplazamiento que ejecutan los tiburones antes de atacar, revelando su plateado vientre al girar, hizo que su mirada se volviera la de un desquiciado—. En Nueva Germania solo quedaron malos recuerdos; ni siquiera la tumba de Förster está allí.
—Y usted, ¿cómo sabe tanto? —le pregunté sobresaltada.
—Digamos que cierto interés personal me atrae al personaje de Elisabeth.
—¿Qué va a hacer ahora allá? —seguí preguntando a mí vez.
—Voy a dictar un curso —me respondió tranquilamente mientras empinaba su bebida.
—¿No me ha dicho que nadie habla castellano? —le dije algo molesta.
—¿Quién le ha dicho que lo voy a hacer en español? —me respondió.
Pensé en todas las puertas que el tedio nos descubre antes de hacer la siguiente pregunta.
—¿Quién lo contrata?
—El Instituto Goethe. Cada seis meses voy a Filadelfia y Nueva Germania, los talleres los realizamos en la iglesia menonita; yo me hospedo en el salón comunal. Le pregunté si han intentado matarla porque en mis dos últimos viajes he notado que algo se traen bajo las mangas esos nazis expatriados. Y no por algo que yo haya hecho; yo solo voy, dictó mis cursos y procuro mantenerme alejado.
—¿Sobre qué va a hablar? —me interesé.
—Céline y Kafka.
—¿Usted escoge los temas? —continué.
—No, el Instituto me entrega los programas. Pero esos dementes antisemitas ya me han condenado sin juicio, como no presento una amenaza para ellos se han dejado convencer por su estupidez que soy culpable.
—¿De qué? —le pregunté.
—Vaya a saber. Los motivos —como dice Céline— se suelen suministrar solos.
—¿Cuándo viaja? —continué curiosa.
—Tengo que ir antes a Israel, a mi regreso de ese viaje.
—¿Y qué va a hacer allá? —me interesé.
—Reconocer unos familiares, recuperar algunos documentos.
—¿Usted es judío? —le pregunté.
—Sí —me respondió.
—¿Y los herederos de Förster lo saben? —continué.
—¿Qué podría importarles? —me respondió molesto.
—Si no recuerdo mal, no fue también Céline el que dijo que cada día hay por lo menos cien personas que quisieran vernos muertos: los que están tras nuestro en las filas, los que no tiene casa y nos ven en la nuestra; y que, en condiciones extremas, pienso en usted a cientos de kilómetros de la carretera más cercana, esa impaciencia se suele volver más irracional y violenta.
—Sí, pero olvida que yo no soy un execrable y repulsivo criminal, mi fotografía aún no ha aparecido en los diarios con ese pie —dijo con frialdad.
—¿Y eso qué puede importar? A la hora de buscar motivos para culpar a alguien, usted mismo lo ha dicho, éstos se suministran solos —le dije antes de callar.
Su mirada se volvió a perder. No hay duda, todos los eventos importantes de la vida se realizan en la oscuridad o por lo menos en una prisión de ámbar. Me paré y fui a buscar otras dos bebidas. Cuando volví había pasado algo allí adentro, su imaginación no se movía más en el vacío. Levantó el vaso y bebió un largo trago antes de proseguir.
—¿Usted sabe la diferencia que existe entre las creencias y los hechos? —me preguntó.
—Solo sé que los matices son muy leves y que no me podría defender si tuviera que distinguir con absoluta precisión —le respondí.
—¿Quiere decir que no? —dijo.
—Sí —respondí.
—Pues la verdad, eso que usted dice tiene poca importancia, consiste en una forma de correspondencia entre los dos. Las mentes no crean la verdad, crean creencias y lo que hace a esas creencias realidad son los hechos. ¿Me sigue?
Asentí moviendo la cabeza.
—Para establecer algo como verdadero se tienen que cumplir tres requisitos: primero, la verdad tiene que tener un opuesto, una mentira, soy un villano, por ejemplo; segundo, la verdad dependerá de ciertas creencias, nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario; pero y, por último, éstas a su vez dependerán completamente de la relación de esas creencias con las cosas, nunca he matado a alguien, la corroboración la encontrará en mi ficha policial.
—Sí, de acuerdo, pero eso no lo salvaría de nada en caso que las creencias que operan en su contra fueran falsas; desechemos por un instante los hechos como lo harían sus posibles verdugos. ¿Qué haría entonces? —argumenté.
—Simple —me dijo y retiró un cigarrillo del paquete con sus labios—, huiría. He analizado demasiadas veces La Colonia Penal junto a ellos para esperar ver sus reacciones. El miedo —me miró a los ojos con un destello desenfocado— es, sin lugar a dudas, la mejor manera de lograr salir de una situación incómoda.
—¿Y las cosas quedarían así?
—Señora, nuestra dignidad depende de la habilidad que tengamos de pagar tanto lo bueno como lo malo. Buscaría venganza.
—¿Qué haría? —le pregunté.
—He ido acumulando pruebas, a través de los años he hablado con alguna gente, he dado con paraderos remotos, he encontrado otras colonias, sitios que ni siquiera imaginaría.
Comenzó a trazar un mapa imaginario del Paraguay sobre la mesa, me habló de un sinnúmero de lugares, de estancias subterráneas, de cárceles y zoológicos humanos. Mencionó un poblado cercano donde las elites nazis...
— ¿Las nonagenarias elites? —pregunté.
Con su mano hizo un gesto que liquidaba el plano de un solo borrón, se paró y se dirigió a la barra. El resto de la madrugada acobijé la esperanza que volvería, me supo mantener en un estado de suspenso. Me torturó y yo aguaité la laucha —esperé escuchando la única guarania de la rocola—, acertó si pensó que había tirado suficiente lastre. Cuando el encargado empezó a barrer el local y a recoger las sillas, me acerqué. Como la madrugada estaba cerca y la luz era diáfana me percaté de sus prominentes cejas y gruesos bigotes, su frágil estructura y un maletín, que atado con una soga, llevaba sujeto a su muñeca. Pensé que mi entusiasmo me engañaba, lo que tenía frente a mí era un calco infeliz del filósofo buscado. ¿Cómo pude obviar todos esos detalles en la noche? Como una réproba me acerqué; hablaba consigo mismo, «estamos todos corruptos por haber perdido nuestro instinto de sobrevivencia». Toqué su hombro, ¿qué quiere?, me dijo sin darse vuelta. No supe qué decir, aunque mi titubeo duró poco, quise provocarlo y el resultado no pudo ser más feliz. Repetí la frase final de Nietzsche, lo último que escribió con su puño y letra antes de perder la razón, Siamo contenti? Sono dio, ho fatto questa caricatura.
—Así que usted es el creador —dijo y siguió tomando— dígale a su marido que me da lástima, convivir con alguien tan digno de objeción.
Después de eso salí, ¿qué podía responderle? Como objetar a su razonamiento, a fin de cuentas reconocía que Dios era una mujer, cómo interrogarlo sobre su conocimiento del italiano, como decirle que no era más que una simple periodista en busca de una pista y que tal vez la clave que buscaba estaba atada a su muñeca. ¿Cómo aceptar la posibilidad de que la solución se encontrara en un bar perdido de Santiago y no en Alemania o Italia? Caminé