Fuga permanente y otros cuentos. Gabriela Alemán
¿Desearía bailar conmigo? Encantada, ella responderá y tomará su mano: si así tú me quieres, te puedo querer pero, si no puedes, ni modo, qué hacer.
Uno no entra ni sale libremente de nada, que diría el profesor.
Yo te pido un besito (ah,ah)
y te toco la manito (o, no)
—Amorcito corazón.
—¿Si, querida?
—Dígame.
—No, usted primero.
—Beldad, insisto.
—Bella, por favor…
(Ah, la galantería del amor)
—Pero…
—¿Qué?
—Usted fue la que llamó.
—Ah, ¿cómo estás?
—No tan bien como usted, ricura.
—¿Si? Pero yo estoy sola.
—No lo crea bella dama; no tan sola, me tiene a mí.
—Que sí, que lo estoy.
—No insista, ¿cuál prueba de amor, atisbo dudas en su voz, desea que supere? Cualquier cosa, nómbrela. Lo que usted diga, soy su humilde servidor.
(Ahg, la galantería del amor)
—Ninguna, belleza, todo el mundo salió de casa y pasan la noche fuera.
—¿?
—¿Sigues ahí?
—Sí, pensaba.
—¿Lo mismo que yo?
—Pregunta la suya, empero…
—¿Qué?
—¿No pudiste avisarme antes?
—¿Y eso?
—Logística cariño, nada más.
—No había manera, mamá salió temprano y acaba de llamar avisando que está bloqueada la Panamericana, papá fue a buscarla.
—Que…
—quiere decir que tenemos la casa para nosotros dos.
—Ah, ah, o, no.
—¿Qué?
—Nada, pensaba en voz alta.
—¿Cuándo llegas?
—Presto y a la hora bella dama. A propósito, ¿cuál es?
—¿Qué?
—¿La hora?
—Las doce.
—¿Tantas así?
(Con voz atiplada y un atisbo de tirantez:)
—Para el amor no la hay.
(Rápidamente y allanando asperezas:)
—Pero para los buses sí.
—Ah.
—¿Un taxi?
—¿A Carapungo, a la noche? ¿A qué le suena un préstamo, corazón?
—A imposible.
—Con mis cinco, ni hablar.
—¿No estaba encantado tu jefe contigo?
—¿Qué?
—¿No te subían el sueldo?
—Hace rato que acabó la luna de miel.
—¿Y eso?
—Damita, a asuntos menos callosos.
—¿Y entonces?
—Que la raspadura es dulce pero no es suave.
—¿Cariño de mis cariños?
—¿Si?
—Que ni hablar, ni presto, ni a la hora. No llego.
—Ay, caballerito.
—¿Lola?
—¿Si?
—¿Qué haces?
—Qué voy a hacer, hablar contigo, bobo.
—No, no. ¿Qué haces?
—Sostengo el teléfono.
—¿Y el cordón?
—A mi costado, rozándome ligeramente.
—¿Sobre qué?
—La cama.
—Tormento de mis tormentos.
—¿Si?
—Le ofrezco trescientos cuarenta y cinco…
—¿Qué?
—besos, los reparto sin remilgo por toda su espigada y delgada humanidad. ¿Procuro detalles?
—Ay, Rubén Darío.
—¿Ah? ¿Cuántas aperturas?
—¿Qué?
—Te ayudo, tu boca…
—ah, una…la nariz…
—tres…
—mis oídos…
—cinco…
—¿?
— Lento cariño, lento. Tu rostro…por ellos
—Mis ojos…
—siete.
—Los cubro. ¿Te aflijo?
—Oh, no (ah, ah, o, no).
—¿Prosigo?
—Ajá.
—¿Desciendo sur?
—A tu poniente.
—¿Barlovento?
—Arriba, ah, lento.
—¿Levanto?
(El tiempo —tic tic toc— se hace accesorio a la compulsiva palabra y compensa el arreglo: todo es equilibrio en la balanza del tendero. Labios tentadores a la derecha, deseo caustico a la izquierda, aunque acuse mayor plomo la siniestra mientras pasan las horas).
—Querida y, ¿ahora qué?
—Nada, nos asaltó la mañana. Tú a tu trabajo, yo al mío.
—Y, ¿un punto medio?
—¿La Alameda a las doce?
—¿El segundo tiro al blanco frente al Churo?
—Al mediodía…
—con alta consideración y estima. ¿Se lo había dicho ya?
—Contadas veces. ¿Desde ayer? Sesenta y nueve.
(La provocación irrumpe en susurros, acallado estupor y risas poco cuantificables en tiempo transcurrido. Pero que, sin embargo, corre).
—¿Si?
—¿Llegas?
—No, ya se pasó mi hora.
—¿Y ahora?
—Que perdí el trabajo: fácil llega,