Fuga permanente y otros cuentos. Gabriela Alemán
rel="nofollow" href="#u3650b20c-4802-5761-8b0c-f668723a9653">Crisis
—Señor, ¿nos puede llevar a algún lugar decente donde pasar la noche?
Glosario para el taxista
Decente: donde traspasemos el umbral y aún lleguemos ilesos a los aposentos.
Glosario para la niña
Decente: para que reposes tus amables huesos junto a los míos ya que no hay cucho propio donde hacerlo; se me pasó comunicártelo cuando solicité tu exquisita compañía a mi inexistente casa.
Glosario del niño
Decente: que alcance con los últimos 50 mil que traigo en el bolsillo (síporfavordiositolindo).
Mientras el carro se desliza por las calles de Quito a las tres de la madrugada, los dos se sientan muy rectos y juntos, tratando de adivinar la trayectoria del conductor; él más consciente que ella del taxímetro que corre (y haciendo cálculos mentales de cuánto se paga por el dato de la pensión sobre el precio marcado); ella, algo ofuscada por haber aceptado esa propuesta nocturna a alguien que le tiene confianza a un taxista (sin olvidar –su memoria histórica es de largo alcance—, que el capricho del conductor y su elección de posada estará inevitablemente ligada a la revolución amarilla de marzo del noventa y nueve: no viene lo uno sin lo otro, si pide el combo es con papas fritas; con arroz, es otro precio, ¿vio? En manos de un revolucionario la ha puesto su amor). Se acurrucan, él con los ojos puestos todavía en los números que pasan algo mustios pero con rapidez, en una carrera de postas intercolegial, mientras los de ella se posan sobre la nuca del chofer (la punta de su taco, ha comprobado en el cine, en un buen ángulo, acusa como buen proyectil). El carro baja por la Patria, sube el puente a desnivel de la 10 de Agosto, tuerce a la izquierda, ellos se toman de la mano, se interna por las calles adyacentes al Seguro, duda en una esquina y acaba volviendo por el depósito de la Flota Imbabura hasta dejarlos en una puerta iluminada con reja donde tres o cuatro taxistas ríen bajo un farol. Es tarde y él paga, no sin antes preguntar algo nervioso al chofer, y ahora, ¿qué hago?
Glosario del taxista
Qué hago: muchacho, si no sabes, debí dar más vueltas y cobrarte el doble.
Glosario de la niña
Qué hago: va a ser una larga, larga noche.
Glosario del niño
Qué hago: si dudo un instante más, todo se va al carajo, quiero decir, ¿es amigo suyo el dueño, hay algún código, hay timbre? Ya veo la luz, la puerta, el mostrador. ¿Qué puedo decir? No creí que iba a estar aquí esta noche. Ni siquiera me afeité. Mire a quién traigo al lado, ¿no haría preguntas estúpidas también?
Ella lo toma de la mano, le sonríe al chofer como diciéndole: yo me encargo desde aquí, y van en dirección de la puerta de El Dorado. Buen signo, piensa ella mientras espera que él timbre, él piensa en los 40 mil que le quedan en el bolsillo y los 20 mil que tiene guardados en el doble fondo de su maletín (para casos de emergencia, éste puede calificar como uno), calcula mientras bajan por el corredor, luego que les abrieran, que no puede ser más de eso. Tiene todavía tiempo de seguir especulando, cuando a esas tempranas horas encuentran una fila frente al mostrador. No necesariamente en las mismas circunstancias que ellos. Se retiran a la pared de enfrente, esperando que atiendan a las otras dos parejas.
—Jorge, dame una habitación en el primer piso.
—No quedan, están todas ocupadas.
—Ay hombre, esas del segundo son huecos que rebotan.
Con un codazo suave ella le pregunta, ¿rebotan qué? Algo aturdido Martín le responde, ¿qué? (está pensando en los otros gastos, nunca le va a alcanzar. Tal vez si ella tuviera). Damita, ¿usted no andará con protección? ¿Qué? Es ahora el turno de ella. ¿Contra qué? No sabe de qué está hablando. ¿Quieres una curita? Abre la cartera y busca en el monedero. No, no, le dice, tranquila (él sigue calculando).
—Bueno, entonces el cuarto 14, una botella de Norteño y dos cajas de condones —se da la vuelta y le pregunta al hombre—, ¿o tres?
Ella se da cuenta y se sonroja. Le jala la manga y le dice que no, que no tiene y, levemente, su cuerpo la comienza a traicionar. Se dobla sobre sí mismo, busca las escaleras y apoya su cabeza contra la pared. Martín va hacia ella y le pregunta si está bien, mientras acaricia su mejilla. Ella intenta una sonrisa que le sale algo afectada. No le convence. Beldad, comparto un cuarto, no podemos ir allá.
Ay, amorcito corazón, suspira en voz baja, mientras sigue la transacción comercial. La segunda pareja va más rápido —nadie habla—, solo hay un intercambio de determinada cantidad por una llave.
Les toca. Martín toma su mano y los dos van, como condenados (cada cual con otras razones), al mostrador. Una habitación, dice. Piden su cédula mientras le echan una mirada. En su acepción 32: suponer o conjeturar la distancia, edad, precio, etc., que nos son desconocidos. Ella le echa una de vuelta al que atiende y le pregunta, sin que venga a cuento, qué tal el trabajo, si paga bien, si le entretiene lo suficiente. Martín guarda su cédula y le echa una también (eso de jugar billar con los ojos tiene su cosa), mientras ella continúa la conversación —que, además, le gana tiempo contra el segundo piso y los huecos que rebotan—, ya que ahora es demasiado tarde para salir corriendo. ¿En qué momento hubiera sido todavía una posibilidad? Hay una promoción, ¿no le interesaría?, dice el que la mira. ¿De qué?, responde ella. De condones y vino, dice mientras levanta la cabeza y la mira. Ella toma —tras el mostrador—, la mano que Martín le tiende y le sostiene la mirada, pero solo si es buena la cosecha, le responde. ¿De qué año es? El hombre no coge la caja de vino ambateño San Francisco, sino la otra, y la mira, no dice, le dice. Y entonces, no aguanta más. Se ríe, Martín se ríe, el hombre tras el mostrador se ríe, alguien en el segundo piso se ríe.
Glosario fuera de eje
Risa de la niña: ¿dónde coño se metió y, ahora, cuál el debido comportamiento?
Risa de él: nadie me va a pegar un quiño, todavía tengo 10 mil para la promoción y, por fin, vamos a poder subir (graciasdiositolindo).
Risa del de la mirada: ¿De dónde cayeron estos marcianos? ¿Cosecha? ¿De qué me están hablando?
Risa de la mujer del segundo piso (intercalada en el justo momento): estoy fuera de aquí en diez minutos máximo (graciasdiositolindo).
Suben las gradas a la habitación quince, que contiene:
Una cama doble
Un mostrador
Un espejo ancho
Ninguna toalla
Un closet
Una ventana (con cortina) que va del techo al suelo y que no da a la calle sino al interior de un corredor que, visto en esa luz, parece no tener fin.
Cierra la cortina, no vaya a ser que por un precio adicional el cuarto se vuelva pecera y la sala se llene de espectadores. Coger parece un objetivo inalcanzable, él quiere pero ella está agotada. Tendidos en la cama, las luces apagadas —él sin saber qué decir, ella sin ocurrírsele algo mejor que cerrar los ojos—, escuchan la puerta de al lado que cierra y los tacones de una mujer que se alejan. Parece que no van a necesitar las tres cajas, dice Martín. Ella no puede responder, ni reír, ni abrazarlo; él la mira. Cariñito, le dice, mientras abre las cobijas y le quita los zapatos, la despierto mañana. Ella pone su cabeza sobre su pecho y pasa los dedos por su cabello, mientras él continúa, podemos caminar hasta el mercado y comer empanadas de viento (sueña soñador). Y hablan, lo segundo mejor que se puede hacer en esa habitación, lo segundo mejor que se puede hacer después del amor. Si puede ser tan bueno, también debe ser tan malo (tiene una amiga que le dice cuando le habla de su predilección por las palabras). Abajo, ya comienza a clarear, un carro, ¿el taxista?, tiene puesta la radio, canta Juan Gabriel: no tengo dinero, ni nada que dar, lo único que tengo, es amor para amar. Está cerca la U. Central y recuerdan una clase de materialismo histórico, ríen mientras lo hacen: Marx dijo que la historia (con h mayúscula,