Fuga permanente y otros cuentos. Gabriela Alemán

Fuga permanente y otros cuentos - Gabriela Alemán


Скачать книгу
el vacío. Tan cargado de peso muerto. Mencioné algunas fechas: el día que me besó, el día que se fue. No mencioné su aspecto, las circunstancias de nuestro encuentro, cómo amanecía, mi nostálgica mirada cuando subió al taxi y no miró por la ventana mientras el carro se alejaba en dirección al aeropuerto. La absoluta finalidad de ese momento que para él —tan seguro de sí mismo—, no significó nada. Una puerta de acero descendiendo, el eco metálico sobre el suelo de concreto en un depósito abandonado.

      No lo hago porque no sabría qué decir, descubro que solamente lo conocí en relación a mí. Ese no es el caso de ahora en más. Tienen que confiar en mí cuando digo que fuimos dos pues en algún momento lo conocí tan bien como a mí misma, aunque ahora ya no sepa nada. O tal vez este es el momento de volver tangible lo que antes solo imaginaba. Cuando lo inventaba a mi lado podía explicar un puntapié como un mal día, la culpa trepando por el interior de su pierna (y yo cruzándome en su camino mientras él se estiraba antes del inevitable calambre). La marionetista experimentando fallos técnicos. Hacerlo ahora sería desdeñar lo obvio. Ocupé solo un momento.

      Si para mí cayó una puerta lanford en el momento de su despedida, él guardaba una llave maestra. Que sacó a relucir meses después. Noten este actualizar de los eventos. Este esbozo que brota vástagos. La probidad sin titubeos —el regreso a la sociedad matrimonial—, fue un juego de manos. Los hilos deshilvanados, la falta de remate, un artificio de prestidigitación que subrayó con las palabras, «¿nos vemos en tu casa? Los martes me irían bien», luego de algunos meses de ausencia.

      Estos son solo retratos circunstanciales, el resumen de una segunda traición (o tercera o cuarta). La visión fugaz que se tiene de alguien al bajar corriendo por la calle. Alguien que —aún en el apuro— regresamos a ver y que, detenido sobre el doblez de su impermeable, guarda una gota —esa amable circunferencia—, que en un instante se convertirá en peso muerto. Y que caerá informe, lenta, al vacío, mientras nosotros, esta vez, redoblaremos el paso mientras seguimos derecho, nuestro camino calle abajo.

       Quimera

      La primera llamada de la mañana. No tenía ninguna razón, en realidad, por la cual salir así que me acerqué a la cama y prendí un cigarrillo. El quinto de la madrugada. Me mandaron avisar. Me metí bajo las sábanas y traje el cenicero hacia el colchón. Rompiendo cualquier tipo de código contra incendios del hotel. Qué me podía importar. Debía ser el tipo más patético del planeta en ese momento. Un tipo patético quemado no debía hacer mayor diferencia. No debía significar mucho. En una balanza, solo otro tipo patético, quemado y enamorado más. Desbalanceando poco el grado de equilibrio universal, si eso. ¿Qué peso puede tener un tipo desnudo que mira por la ventana del piso trece del Hotel Guaraní? Esperando que el filo de su pollera girara por última vez en redondo alrededor de la esquina del edificio de enfrente. Sí. Como lo llevaba haciendo desde la una de la mañana hasta que sonó el teléfono. Las luces fosforescentes de la alarma señalando las cuatro, escondido bajo las raídas sábanas del hotel, fumando en la oscuridad, imaginando su pollera girando en redondo alrededor de la esquina del edificio de enfrente.

      —Aló.

      —¿Aló?

      Ando a la caza de un filtro. Me debió pensar un infeliz y, sin embargo, no se delató. ¿Qué tipo?, me preguntó. Un filtro de amor. Tengo varios, si me das más detalles. Me miró, esperando. La manera como lo planteó y giró su cuello —el olor a jazmín entrando por la puerta de calle, la semioscuridad del almacén apaciguando el calor de la tarde, las persianas bajas, el suave viento impregnando la delgada tela de su pollera contra sus muslos—, me invitaron a confiar. Uno que mata, le dije. Qué quimera, que al entregarme el óleo, esa mujer pálida y ojerosa fuera a detenerse en las puntas amarillentas de mis dedos. Vení, me dijo, esas manchas son de tabaco rubio. ¿Qué monstruo que echa llamas de fuego por la boca y tiene la cabeça y el cuello de león, el vientre de cabra y la cola de dragón era ésta? Que rozándome la yema del dedo índice había agrietado mi corazón.

      —Aló, aló.

      —Me mandaron que le avisara que no salga hoy.

      No tenía por qué salir porque la investigación no iba a ningún lado. Llevaba tres meses en Asunción y, aunque los cheques llegaban puntuales, nada me podía quitar la sensación de estar haciendo el estúpido o de estar descuidando algún detalle. Que, para el caso, era lo mismo. La sensación de perder el tiempo en mí mismo, sujeto de tan poca monta, era lo peor: disponer de horas para observar el techo o mirar cómo las cortinas se inflaban con el viento o el cielo se nublaba y los truenos ensordecían la ciudad. Mejor: lo que realmente avivaba mi desesperanza era dejarme conducir por una estación semivacía buscando razones para justificar mi vida. Llevaba semanas sin que pasara un tren. Algunas conclusiones a las que había llegado: ningún placer se iguala al de revelar secretos ajenos (¿no es así que advertimos la mirada de los propios?). En realidad era la única conclusión a la que había llegado tomando mal vino de cartón argentino.

      ¿Qué más me podía mover a ser detective privado?

      Era simplemente un fisgón. Tal vez porque procurara con impertinencia tan desmedida era uno de los mejores en mi campo, por eso y por mi amor a la forma ligera, grácil y cilíndrica del secreto minutos antes de ser develado. Pude ser cualquier cosa —un hombre de letras, no me faltaban credenciales—, pero un día tropecé, mientras el tiempo no cejaba en su paso, con una cita de Arthur C. Clarke: un intelectual no es otra cosa que un individuo que ha llevado su educación más allá de sus propias capacidades. Yo sabía el límite de las mías y esa misma tarde escribí a una escuela de detectives por correspondencia. Como todos mis colegas, cuelga en mi pared un título fechado y datado en la ciudad de Los Angeles, California. Los beneficios de mi segunda educación eran imposibles de capitalizar en Machala pero no es sino con orgullo que puedo atestiguar ser el único detective diplomado de El Oro, Ecuador. ¿Cuál mi destino en Paraguay viniendo de tierras tan septentrionales? Las esmeraldas. Una bolsa del tamaño de tres puños llenas de ellas; tan brillantes que, como piezas de un espejo roto, oscilaban su reflejo verde (envidia) sobre la faz de todo aquel que posara su mirada sobre su inusitada perfección. Piedras que visitaban a los hombres y a las mujeres como una plaga y se mostraban tan contagiosas como ella. Es una trama que cruza el Atlántico, se detiene en el puerto de Cartagena, baja por la provincia de Esmeraldas y se interna por las altas sierras andinas hasta llegar a la cuenca amazónica para de allí descender por el Chaco paraguayo hasta perder su rastro en Asunción. Mi involucramiento se inició en la ciudad de Esmeraldas, donde había ido a celebrar el aniversario de su independencia un cinco de agosto comiendo masato en el Parque Infantil (para los que lo conocen, sabrán que ese cuadrado tiene carta blanca en todos los asuntos de la ciudad), cuando empezó la balacera entre el alcalde saliente y el teniente político entrante. No quiero incidir en intrigas pero mi habilidad con las armas suscitó comentarios y, a la noche, mientras tomaba una caipirinha en la cercana Tonsupa, se me acercó un hombre que disfrazaba mal su acento argentino. Me preguntó si me interesaba ganar unos cuantos pesos. Bajo la tenue y amarillenta luna que deformaba la choza y los desechos del festejo, le pregunté las condiciones mientras le tendía mi tarjeta. La tomó y la guardó en el bolsillo interior de su chaqueta de lino, mientras, con una mirada vacía (como si su mente hubiera sido apagada como una vela instantes antes y el humo siguiera circulando en el aire enrarecido), me explicaba los pormenores.

      —¿Aló, aló?

      —Me mandaron avisar.

      —¿Qué?

      El olor que desprendía su cuerpo era un dulce perfume a flores muertas. El intoxicante aroma de la madreselva. Sostenía mi mano con extrema delicadeza —como si se fuera a partir si la rozara con más fuerza—, mientras me internaba por un pasillo pintado de celeste y un niño con voz aflautada tomaba el asiento tras el mostrador y le decía algo en guaraní, que no alcancé a escuchar. Me condujo hasta un cuarto carcomido por la humedad e iluminado por un foco de cuarenta vatios enroscado en un boquete cercano al techo. Abrió un armario. Tomó un algodón. Destapó un frasco. Puedo atestiguar que lo mojó y la solución lo volvió morada (recuerdo haber pensado que el color semejaba


Скачать книгу