Fuga permanente y otros cuentos. Gabriela Alemán
de conocer a mi marido, y que fui a averiguar quién vivía allí ahora.
—Anoche canté un solo fado, una y otra vez, nadie pareció darse cuenta. Cambié los arreglos, lo entoné de diferentes maneras. Mientras rasgaba las cuerdas de la guitarra, mi vida me pareció uno de los vasos a medio llenar olvidado sobre las mesas de aquella fonda, esos que nadie regresa a ver ni termina de vaciar:
No quiero cantar de amores, los amores son pasos perdidos, son fríos rayos solares, verdes garras de los sentidos, satisfacción injusta, feliz adversidad, son la demencia de los ojos, la alegre fiesta del llanto, furor obediente.
A capela me dio una serenata.
—No puedo presumir de haber llegado a una conclusión.
—¿Su hijo se parece a su marido?
Hago esa pregunta pensando en voz alta, sin esperar una respuesta. Tal vez con cierta preocupación por el repentino atardecer.
–Sí.
Me sonríe y pierde algo de su mirada extraviada mientras tiende sus brazos hacia sus hijos derrumbados de cansancio sobre el pavimento. Se acercan, los abraza con una fuerza que quiere apaciguar mi corazón. Los levanta y mientras marcha calle abajo se van resbalando de sus brazos; cuando están por torcer la esquina veo a los tres, caminando juntos, tomados de las manos. Quiero salir por la ventana para guardar durante un instante más ese retrato junto al recuerdo del hombre que me abrió la puerta de la Murllón y Jorge Juan el día de ayer. Ese hombre pelado, transparente y casi ciego que me vio llegar para la cita a la que pude acudir años atrás. Quizá este instante fuera otra si lo hubiera hecho y esta agitación repentina no sería mía. Despreocupada y contenta estaría ocupada con su cariño antes que ondeando en la plaza pública buscando pláticas ajenas.
Que quede claro que esta historia es verdadera, que no me la contaron, que la viví. Que no la enuncia una narradora y que el autor omnisciente es solo y únicamente yo. Que nadie me transcribe. No pretendo estar en lo cierto aunque ninguna otra versión puede erosionar su valor: el 13 de julio conocí a un hombre y, éste, siete meses después, el 27 de febrero, me traicionó.
Es la primera vez que cuento lo que pasó.
Paciencia.
No es fácil sortear la verdad sin guías ni pancartas explicativas, cualquier camino me puede llevar al extravío. No puedo aventurarme en un comienzo por generalizaciones. No puedo decir por ejemplo, combata el racismo, es malo. Para que todos asientan conmigo y luego pueda continuar con mis argumentos porque ese tipo de suposiciones tal vez me harían llegar a, no cometa adulterio, es malo o en tal caso a, no se meta con hombres casados, también es malo. Lo que me conduciría a cuestionar el por qué y el para quién. Que bien podría llevarme a dudar. Especular sobre las santas escrituras y su inevitable censura en su camino de dos mil años hacia mí. Por favor. Quiero morir en paz.
Cogí, sí, con un hombre casado. No me engaño. Nada era simple, pero ciertos momentos eran transparentes. Permítanme clarificar este punto: nunca nos acostamos más de dos; solo Carlos y yo estábamos allí (Touché Dr. Freud, aunque acepto que los domingos por la mañana a eso de las diez mientras sonaban las campanas de la iglesia de San Judas Tadeo su señora esposa hacía acto de presencia, su imagen —¿cómo confrontar a alguien que nunca se ha visto?—, despedida prontamente por mi espalda y una rápida ducha antes de la negra taza de café de la mañana. Siempre tomada en silencio. Chapeaux, Sigmund).
Vadeé y no me hundí. Digamos. Cierto lodo sigue pegado a las solapas de algunos trajes y las bastas de algunos pantalones caen pesadas.
Fui feliz, noten el tiempo empleado. Ya no lo soy.
Cara a cara: soy brasileña y ocasionalmente trabajo como traductora; los lugares a donde viajo terminan contaminándome con sus palabras. Cara a cara nunca les contaría lo que llevo escrito. Consideren que lo hago no en un acto impúdico de exaltación sino con cierta desesperanza. No se lo puedo contar a nadie conocido. Llámenlo cierto rezago de pudor o prudencia.
Consideren su posición privilegiada y el grito gutural que impactado sube por estas hojas. Este cuarto es mi mundo, el suyo es un universo desconocido. Nunca me podré aventurar dentro de lo que imaginen en él. Recalco nuevamente la importancia del tiempo empleado: soy una mientras antes fui dos. Verán, me muevo como una curiosidad de feria, un ser que sobrevive sin ciertos miembros vitales. Habrán visto esos circos de pueblo donde la atracción principal es un perro runa—el supuesto del cruce entre un pastor y un salchicha— que obedece todos los comandos del director de pista. Imagínenme parte de ese mundo, una atracción en el pueblo de Atacames. El enano del circo con su mano dentro de mi pecho abierto apretando rítmicamente mi corazón. Con un poco de ayuda de mis amigos… incapaz de funcionar sin él. Me aparto de la historia, lo sé, divago, sin justificación verdadera, pero había pedido paciencia, sin embargo. Deténganse por un instante en esa imagen. En el hombre pequeño, sus piernas atadas a mi cintura, su brazo izquierdo rozando mi seno, su mano derecha dentro de mi pecho carmín, su pequeña mano de niño ajada apretando lentamente mi corazón, abriendo y cerrando su minúsculo puño sin cesar. Corríjanme, pero ¿no sería esa una imagen acertada del amor? ¿Una escena de la absorta intensidad del ritual compartido?
Solo me quedan palabras, espacios de letras sobre el papel, notas escritas sobre el pizarrón de una cocina, su voz grabada. Cosas, débiles como el papel maché. Ya no puedo grabar mis uñas en su piel, ni marcarlo o entregarle mi antebrazo señalando sus dientes y el trazo de una figura descendente. Esa ya no es mi prerrogativa. Si me retraigo ahora y el asiento me estorba (y tengo que pararme para preparar un sánduche sin hambre) es porque en realidad nunca la fue. Se rompen algunas reglas, otras las reemplazan. Un hombre casado protege su cuerpo. Huellas, ustedes saben. O tal vez no. Hace ocho meses no sabía nada sobre las marcas, ahora podría dictar un curso sobre ellas. Las marcas del cuerpo, aula 101, último corredor a la izquierda, cuarto piso, de seis a diez de la noche. Lo operaría bajo la clave de una maestra titiritera. Con precisión exquisita daría vida a las flácidas marionetas; con ávida destreza manipularía los hilos hasta representar tableaux vivants de perturbable falsedad. Que, por falsos, más inquietantes. Abriría el telón en una ficticia última escena —el palo viviente, el muñeco inarticulado macho— apuñalando con precisión a su amante sobre la alquilada cama matrimonial con un afilado cuchillo de pescadería. Un corte limpio, un fin deseable. Un remate. Pero en el confinado espacio de la vida real ese remate se obvió. El desasosegado fin cayó tibio en el día libre de la marionetista y el muñeco que no pudo hablar ni supo llorar, sí imitó ciertos signos imperturbables: besó a su amada en los labios, retiró su desnudo cuerpo del lecho, se vistió, tomó la maleta y subió a un avión. Su mirada observando estas palabras, «nos vemos en algunos meses, cuando todo será lo mismo pero no necesariamente igual» o, tal vez, el esbozo que dibujó no era ese. La oscuridad y la probidad del momento me ofuscaron en demasía. Pues verán, me asustó su desprendida rectitud. Esa actitud sin titubeos fue más punzante que la obviedad de que, en algún momento, todo iría terminar.
De las palabras que no se llegan a pronunciar también quedan huellas. Las que yo retuve esa noche decían en un idioma extranjero, «no estoy aquí para intercambiar conversación contigo». Palabras hincadas con sorna en mi costado. ¿Y la palabra nunca dicha, descubierta cuando no se la procura? Cualquier manera de amar vale la pena. Amor: esa gota de rocío, esa circunferencia de absoluta y cristalina perfección, amenazada en su caída libre a desaparecer. A perder su forma. Inevitablemente.
Sé que les conduzco por un viaje exasperante, que no hilvano las frases. ¿Hablábamos de remates? Lo único que puedo realizar son estos trazos bruscos, los mismos que realizaría un niño que recibe su primera crayola y apuñala el papel. Los contornos forzados y ásperos de algo que no fluye.
Comencé sin mucho que contar. Historias que todos vivimos y que, viendo la lluvia caer, se afilan con cierta melancolía. La tristeza que se levanta antes de descender ligera. Estoy aquí, hace ocho meses también lo estaba y, sin embargo, su mano ya no se enreda en mis cabellos que ahora caen