El hombre que fue jueves. G. K. Chesterton

El hombre que fue jueves - G. K. Chesterton


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de asaltantes; siento que el hombre ha ganado una victoria más contra el caos. Dice usted desdeñosamente que, después de Sloane Square, tiene uno que llegar por fuerza a Victoria. Y yo le contesto que bien pudiera uno ir a parar a cualquier otra parte; y que cada vez que llego a Victoria, vuelvo en mí y lanzo un suspiro de satisfacción. El conductor grita: “¡Victoria!”, y yo siento que así es verdad, y hasta me parece oír la voz del heraldo que anuncia el triunfo. Porque aquello es una victoria: la victoria de Adán.

      Gregory movió la rojiza cabeza con una sonrisa amarga.

      —Y en cambio —dijo— nosotros, los poetas, no cesamos de preguntarnos: “¿Y qué Victoria es esa tan suspirada?” Usted se figura que Victoria es como la nueva Jerusalén; y nosotros creemos que la nueva Jerusalén ha de ser como Victoria. Sí: el poeta tiene que andar descontento aun por las calles del cielo; el poeta es el sublevado sempiterno.

      —¡Otra! —dijo irritado Syme—. ¿Y qué hay de poético en la sublevación? Ya podía usted decir que es muy poético estar mareado. La enfermedad es una sublevación. Enfermar o sublevarse puede ser la única salida en situaciones desesperadas; pero que me cuelguen si es cosa poética. En principio, la sublevación verdaderamente subleva, y no es más que un vómito.

      Ante esta palabra, la muchacha torció los labios, pero Syme estaba muy enardecido para hacer caso.

      —Lo poético —dijo— es que las cosas salgan bien. Nuestra digestión, por ejemplo, que camina con una normalidad muda y sagrada: he ahí el fundamento de toda poesía. No hay duda: lo más poético, más poético que las flores y más que las estrellas, es no enfermar.

      —La verdad —dijo Gregory con altivez—, el ejemplo que usted escoge...

      —Perdone usted —replicó Syme con acritud—. Se me olvidaba que habíamos abolido las convenciones.

      Por primera vez una nube de rubor apareció en la frente de Gregory.

      —No esperará usted de mí —observó— que transforme la sociedad desde este jardín.

      Syme le miró directamente a los ojos y sonrió bondadosamente.

      —No por cierto —dijo—. Pero creo que eso es lo que usted haría si fuera una anarquista en serio.

      Brillaron a esto los enormes ojos bovinos de Gregory, como los del león iracundo, y aun dijérase que se le erizaba la roja melena. —¿De modo que usted se figura —dijo con descompuesta voz— que yo no soy un verdadero anarquista? —¿Dice usted...?

      —¿Qué yo no soy un verdadero anarquista? —repitió Gregory apretando los puños.

      —¡Vamos, hombre! —Y Syme dio algunos pasos para rehuir la disputa.

      Con sorpresa, pero también con cierta complacencia, vio que Rosamunda le seguía.

      —Mr. Syme —dijo ella—. La gente que habla como hablan usted y mi hermano, ¿se da cuenta realmente de lo que dice? ¿Usted pensaba realmente en lo que estaba diciendo?

      Y Syme, sonriendo:

      —¿Y usted?

      —¿Qué quiere usted decir? —preguntó la joven poniéndose seria.

      —Mi querida Miss Gregory, hay muchas maneras de sinceridad y de insinceridad. Cuando, por ejemplo, da usted las gracias al que le acerca el salero, ¿piensa usted en lo que dice? No. Cuando dice usted que el mundo es redondo ¿lo piensa usted? Tampoco. No es que deje de ser verdad, pero usted no lo está pensando. A veces, sin embargo, los hombres, como su hermano hace un instante, dicen algo en que realmente están pensando, y entonces lo que dicen puede que sea una media, un tercio, un cuarto y hasta un décimo de verdad; pero el caso es que dicen más de lo que piensan, a fuerza de pensar realmente lo que dicen.

      Ella lo miraba fijamente. En su cara seria y franca había aparecido aquel sentimiento de vaga responsabilidad que anida hasta en el corazón de la mujer más frívola, aquel sentimiento maternal tan viejo como el mundo.

      —Entonces —anheló— ¿es un verdadero anarquista?...

      —Sólo en ese limitado sentido, o si usted prefiere: sólo en ese desatinado sentido que acabo de explicar. Ella frunció el ceño, y dijo bruscamente:

      —Bueno; no llegará hasta arrojar bombas, o cosas por el estilo ¿verdad?

      A esto soltó Syme una risotada que parecía excesiva para su frágil personita de dandy.

      —¡No por Dios! —exclamó—. Eso sólo se hace bajo el disfraz del anónimo.

      En la boca de Rosamunda se dibujó una sonrisa de satisfacción, al pensar que Gregory no era más que un loco y que, en todo caso, no había temor de que se comprometiera nunca.

      Syme la condujo a un banco en el rincón del jardín, y siguió exponiendo sus opiniones con facundia. Era un hombre sincero, y, a pesar de sus gracias y aires superficiales, en el fondo era muy humilde. Y ya se sabe: los humildes siempre hablan mucho; los orgullosos se vigilan siempre de muy cerca.

      Syme defendía el sentido de la respetabilidad con exageración y violencia, y elogiaba apasionadamente la corrección, la sencillez.

      En el ambiente, a su alrededor, flotaba el aroma de las lilas. Desde la calle, llegaba hasta él la música de un organillo lejano, y él se figuraba inconsciente de que sus heroicas palabras se desarrollaban al compás de un ritmo misterioso y extraterreno.

      Hacía, a su parecer, algunos minutos que hablaba así, complaciéndose en contemplar los cabellos rojos de Rosamunda, cuando se levantó del banco recordando que en sitio como aquel no era conveniente que las parejas se apartasen.

      Con gran sorpresa suya se encontró con que el jardín estaba solo. Todos se habían ido ya. Se despidió presurosamente pidiendo mil perdones, y se marchó.

      La cabeza le pesaba como si hubiera bebido champaña, cosa que no pudo explicarse nunca. En los increíbles acontecimientos que habían de suceder a este instante, la joven no tendría la menor participación. Syme no volvió a verla hasta el desenlace final. Y sin embargo, por entre sus locas aventuras, la imagen de ella había de reaparecer de alguna manera indefinible, como un leit-motiv musical, y la gloria de su extraña cabellera leonada había de correr como un hilo rojo a través de los tenebrosos y mal urdidos tapices de su noche. Porque es tan inverosímil lo que desde entonces le sucedió, que muy bien pudo ser un sueño.

      La calle, iluminada de estrellas, se extendía solitaria. A poco, Syme se dio cuenta, con inexplicable percepción, de que aquel silencio era un silencio vivo, no muerto. Brillaba frente a la puerta un farol, y a su reflejo parecían doradas las hojas de los árboles que desbordaban la reja. Junto al farol había una figura humana tan rígida como el poste mismo del farol. Negro era el sombrero de copa, negra era la larga levita, y la cara resultaba negra en la sombra. Pero unos mechones rojizos que la luz hacía brillar, y algo agresivo en la actitud de aquel hombre, denunciaban al poeta Gregory. Parecía un bravo enmascarado que espera, sable en mano, la llegada de su enemigo.

      Esbozó un saludo, y Syme lo contestó en toda forma.

      —Estaba esperándole a usted —dijo Gregory—. ¿Podemos cambiar dos palabras?

      —Con mil amores. ¿De qué se trata? —preguntó Syme algo inquieto.

      Gregory dio con el bastón en el poste del farolillo, y después, señalando el árbol, dijo:

      —De esto y de esto: del orden y de la anarquía. Aquí tiene usted su dichoso orden, aquí en esta miserable lámpara de hierro, fea y estéril; y mire usted en cambio la anarquía, rica, viviente, productiva, en aquel espléndido árbol de oro.

      —Sin embargo —replicó Syme pacientemente—, note usted que, gracias a la luz del farol, puede usted ver ahora mismo el árbol. No estoy seguro de que pudiera usted ver el farol a la luz del árbol.

      Y


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