El hombre que fue jueves. G. K. Chesterton

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acabar de una vez con ella.

      Silencio. Syme, aunque no entendió, sospechó que la cosa iba en serio. Y Gregory comenzó a decir con una voz muy suave y una sonrisa poco tranquilizadora.

      —Amigo Syme, esta noche ha logrado usted algo verdaderamente notable; ha logrado usted de mí algo que ningún hijo de mujer ha logrado nunca.

      —¿Es posible?

      —No; espere usted, ahora recuerdo —reflexionó Gregory—, otro lo había logrado antes: si no me engaño, el capitán de una barca de Southend. En suma: ha logrado usted irritarme.

      —Crea usted que lo lamento profundamente —contestó Syme con gravedad.

      —Pero temo —añadió Gregory con mucha calma— que mi furia y el daño que usted me ha hecho sean demasiado fuertes para deshacerlos con una simple excusa. Por otra parte, tampoco los borraría un duelo: ni matándole yo a usted los podría borrar. Sólo queda un medio para hacer desaparecer la mancha de la injuria, y es el que escojo. A riesgo de sacrificar mi vida y mi honor, voy a probarle a usted que se ha equivocado en sus afirmaciones.

      —¿En mis afirmaciones?

      —Sí; usted ha dicho que yo no era un anarquista en serio. —Mire usted que en esto de la seriedad hay grados —advirtió

      Syme—. Yo nunca he puesto en duda la perfecta sinceridad de usted, en cuanto a que usted haya dicho lo que a usted le parece que se debe decir; al hablar así, sin duda exageradamente, consideraba usted que una paradoja puede despertar en los hombres la curiosidad por una verdad olvidada.

      Gregory lo observaba fijamente, penosamente.

      —Y en otro sentido ¿no me cree usted sincero? —preguntó—. ¿Me toma usted por un vagabundo del pensamiento que deja caer una que otra verdad casual? Entonces no me cree usted serio en un sentido más profundo, más fatal...

      Syme exclamó, pegando en el suelo con su bastón:

      —¡Serio, Dios mío! ¿Es seria esta calle? ¿Son serios los farolillos venecianos del jardín, y toda esta faramalla? Viene uno aquí, dice uno dos o tres majaderías y tal vez dos o tres aciertos... Pero, francamente, me merecería muy pobre opinión un hombre que no tuviera, en el fondo de su ser, alguna cosa más seria que toda esta charlatanería que dice uno: así sea la preocupación religiosa, o siquiera la afición al vino.

      —¡Muy bien dicho! —exclamó Gregory, y su rostro se ensombreció—. Ahora va usted a ver algo más serio que el vino y que la religión. .

      Syme esperaba, con su bondadoso aire habitual. Gregory desplegó los labios de nuevo.

      —Acaba usted de hablar de religión. ¿Es usted religioso?

      —¡Hombre! —dijo Syme sonriendo—. En estos tiempos todos somos católicos.

      —Bien. ¿Puedo pedirle a usted que jure por todos los dioses y todos los santos de su creencia, que no revelará usted lo que ahora voy a comunicarle a, ningún hijo de Adán, y, sobre todo, a ningún policía? ¿Lo jura usted? Si acepta usted este solemne compromiso, si usted acepta cargar su alma con el peso de un juramento que más le valiera no pronunciar, y con el conocimiento de cosas en que usted no ha soñado siquiera, entonces yo le prometo en cambio...

      —¿Qué me promete usted? apretó Syme, viendo que el otro vacilaba.

      —Le prometo a usted una noche muy divertida. Syme se descubrió al instante, y dijo:

      —Ofrecimiento excelente para que pudiera yo rehusarlo. Usted afirma que un poeta es necesariamente un anarquista, y yo difiero de su opinión; pero confío al menos en que el poeta es siempre un hombre de mundo y gran compañía para una noche. Aquí mismo le juro a usted como cristiano, y ofrezco como buen camarada y compañero, que no contaré nada a la policía, sea lo que fuere. Y ahora, en nombre del manicomio de Colney Hatch, dígame usted de qué se trata.

      —Creo que lo mejor es tomar un coche —contestó Gregory con plácido disimulo.

      Dio dos grandes silbidos y no tardó en aparecer un coche, sonando sobre el empedrado. Subieron. Gregory dio al cochero la dirección de una oscura taberna que hay junto al río, a la parte de Chiswick.

      Partió el coche, y en él nuestros dos fantásticos sujetos se alejaban de su fantástico barrio.

      Capítulo segundo · Gabriel Syme revela su secreto

      Paró el coche frente a un bar de aspecto miserable, y Gregory invitó a entrar a su compañero. Sentáronse en una especie de trastienda estrecha y oscura, ante una pobre mesa que tenía una sola pata en el centro. El cuarto era tan pequeño, tan sombrío, que apenas se podía distinguir al camarero, en la vaga sensación de bulto barbado que producía su presencia.

      —¿Quiere usted que le sirvan algo? —preguntó Gregory cortésmente—. El pâté de foie-gras que dan aquí no es bueno, pero le recomiendo la liebre.

      Syme creyó que era una broma, y, aceptándola con una naturalidad de buen gusto, contestó:

      —Prefiero que me traigan una langosta a la mayonesa. Con gran asombro, oyó que el camarero le contestaba:

      —Muy bien, señor.

      Y sintió que se alejaba para cumplir sus órdenes.

      —¿Qué quiere usted beber? —añadió Gregory con el mismo tono—. Yo voy a pedir crême de menthe: he cenado ya. Me va usted a permitir que le obsequie con una media botella de Pommery: ya verá usted.

      —Gracias; es usted muy amable —dijo Syme impasible.

      Pero sus intentos, algo torpes, para reanudar la conversación, quedaron cortados como por un rayo, ante la llegada de la langosta. Probóla Syme, la encontró muy buena, y se puso a comer de prisa y con apetito.

      —Perdóneme si no disimulo mi placer —le decía sonriendo a Gregory—. No todas las noches tiene uno sueños tan agradables. Esto de que una pesadilla acabe en langosta es, para mí, de una novedad encantadora. Lo que muchas veces me ha sucedido es lo contrario.

      —No está usted soñando, se lo aseguro. Antes está usted próximo al momento más real y conmovedor de su vida... Pero aquí está el champaña, verá usted. Confieso que hay alguna desproporción entre las interioridades de este excelente hotel y su aspecto exterior tan sencillo y humilde. Es que somos muy modestos... Sí, nosotros somos los hombres más modestos que ha habido en el mundo.

      —¿Y quiénes son nosotros? —preguntó Syme apurando la copa de champaña.

      —¡Casi nadie! —repuso Gregory—. Nosotros somos los anarquistas serios en que usted no cree.

      —¡Ah! —dijo Syme—. Tienen ustedes muy buenos vinos. Hubo una pausa. Y después habló Gregory:

      —Si nota usted dentro de un momento que la mesa empieza a girar, no culpe usted a su champaña, que sería una injusticia.

      —La verdad es —dijo Syme con una calma perfecta— que, si no estoy ebrio, estoy loco; pero creo que en todo caso me conduciré como debo. ¿Se puede fumar?

      —¡Sí, hombre! —y, sacando su cigarrera—. Pruebe usted de los míos.

      Escogió Syme un cigarro, sacó del chaleco un cortacigarros, cortó el cabo, llevó el cigarro a la boca, lo encendió con toda lentitud, y después echó una bocanada de humo. Y no le abonaba poco el ser capaz de ejecutar todos estos ritos con tal compostura, porque, apenas había comenzado, cuando ya la mesa estaba girando frente a ellos, al principio de modo casi imperceptible, y después con rapidez, como en una sesión de espiritismo.

      —No haga usted caso —explicó Gregory—. Es una especie de sacacorchos.

      —Es verdad —dijo Syme plácidamente—, una especie de


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