La flecha plateada. Lev Grossman
hace falta conducir un tren! —contestó el tío Herbert, mirándolos con los ojos entrecerrados por la luz—. Tan sólo vas adonde te lleven las vías.
—Ah, claro.
Tampoco había freno o pedal de acelerador, o al menos Kate no los veía.
—¿Y hay silbato? —preguntó.
—Sí —dijo el tío Herbert—. Funciona con el vapor de la caldera. No sonará si la caldera está dormida.
—Ah.
Kate y Tom hicieron girar ruedecitas y tiraron de palancas y movieron todo lo que podía moverse. Nada de eso tuvo efecto alguno. Todo parecía perfecto para jugar, pero ellos no sabían bien cómo aprovecharlo. Abrieron una especie de estufa empotrada en una mampara. Estaba repleta de hollín.
Tom jugó a que estaban en un tanque, se paró sobre su asiento y ametralló a un ejército de nazis invisibles, pero se notaba que no estaba poniendo su corazón en el juego.
Bajaron del tren. Todo el asunto era un poco decepcionante.
—¿Sabes qué deberíamos hacer? —preguntó Kate cuando estuvieron fuera de la locomotora—. Deberíamos conectar este tramo de carril con las viejas vías que están en el bosque.
Un tramo de rieles viejos y oxidados, sepultados bajo las hojas caídas y el barro, que habían encontrado un día cuando exploraban el bosque.
—¿Esos vejestorios? —dijo su padre—. Hace mucho tiempo que no pasa un tren por esos rieles.
—¡Muy bien, atención todos! —su mamá batió palmas para llamar su atención—. Hoy es el cumpleaños de Kate, ¿cierto? ¿Y quién recuerda cuándo es mi cumpleaños?
—La semana próxima —contestó Kate.
—Exactamente. Dentro de ocho días. Ése es el tiempo que podrás quedarte con el tren. Y entonces, tu regalo de cumpleaños para mí, Herbert, es deshacerte de él.
—¿Qué? —exclamó Kate.
—Pero ¿y si ya tengo otro regalo para ti? —preguntó el tío Herbert con una vocecita tímida.
—¿Me conseguiste otro camión para llevarte un maldito tren de vapor? —la madre de Kate descansó las manos en sus caderas—. ¿Ése es mi regalo de cumpleaños?
—No.
—Entonces, devuelve lo que sea que hayas conseguido. Para mi cumpleaños, vas a sacar esta cosa de aquí.
—¡No! —Kate gritó antes de entender lo que hacía—. ¡No puedes hacerlo! ¡Ese tren es mío!
Kate también dijo
otras muchas cosas
Kate les dijo a sus padres que los odiaba, y que eran lo peor de lo peor en el mundo. Dijo que a ella nunca le sucedía nada especial ni bueno y que, si le llegaba a pasar, ellos lo echaban a perder. Dijo que no la querían, y que lo único que les importaba en la vida eran sus malditos teléfonos.
Quisiera decirte que todo eso lo dijo con un tono de voz calmado y razonable, pero no. Gritó tan alto como pudo.
Y después, dijo que era el peor cumpleaños de toda su vida, y su madre la envió a su habitación, y ella dijo “Bien, eso haré”, y se encerró dando un portazo, a pesar de que en ese preciso momento su madre le advertía a gritos que no se atreviera a azotar la puerta. Kate permaneció en su cuarto el resto de la tarde.
Ninguna de las cosas que Kate dijo eran estrictamente ciertas, a excepción, tal vez, eso de que era su peor cumpleaños, aunque cuando cumplió los dos había tenido fiebre y se había pasado el día entero vomitando, así que se trataba de una resolución difícil.
En el fondo de su corazón, Kate lo sabía. Sabía que sus problemas no eran verdaderos problemas, al menos no cuando se comparaban con los problemas de los niños que salían en los libros. Nadie la golpeaba, ni la mataba de hambre, ni le prohibía asistir al baile real, ni la enviaba al bosque con un pariente malvado para dejarla allí a que la devoraran los lobos. ¡Ni siquiera era huérfana! Aunque parezca extraño, a veces Kate se descubría deseando tener un problema de ésos… un apocalipsis zombi, o un antiguo maleficio, o una invasión extraterrestre, cualquier cosa, en realidad, que le permitiera hacer de heroína y sobrevivir y salir triunfante, en contra de todas las adversidades, salvando a todos a su paso.
Claro, sabía que eso estaba mal. Tan sólo quería sentirse especial. Quería sentir que alguien la necesitaba. Obviamente, tener una locomotora de vapor no iba a hacerla especial. Evidentemente. Pero se había sentido especial por un rato. Y ahora su madre iba a devolver la locomotora adonde sea que se guarden las locomotoras.
Lo peor de todo, pensó, tendida en su cama con los ojos húmedos de tanto llorar, mirando desanimada por la ventana, mientras la tarde se iba transformando en noche, lo peor era que podía entender que su madre tenía razón, en parte, al menos. Kate detestaba tener que admitirlo, incluso para sus adentros, pero aun cuando el tren fuera real y fabuloso, también era desmedidamente grande y un poco absurdo y, en el fondo, no hacía nada de nada. Para los incalculables millones que el tío Herbert había gastado en el tren, mejor hubiera podido comprar, no sé, un minisubmarino, un cohete o una supercomputadora.
O un exoesqueleto robótico, tal vez. Cualquier cosa que no fuera esa estúpida locomotora. Quizá podría devolverla y darles el dinero.
Alguien tocó a su puerta. Por el golpe, sabía que era Tom. No respondió al llamado. Tom se alejó, poco después, lo intentó de nuevo, se marchó otra vez, y al final sólo abrió la puerta, entró y se dejó caer en la cama de abajo. Ahora cada uno tenía su propia habitación, pero antes compartían una sola, y la litera todavía estaba en la habitación de Kate.
Permaneció ahí algún tiempo, pero su naturaleza le impedía mantenerse quieto. Siempre parecía tener más energía de la que podía contener en su cuerpo, y tenía que desfogarla de alguna manera. Empezó a cantar entre dientes. Después tamborileó al ritmo de la canción. Y luego llevó el compás con los pies, pateando la parte inferior de la cama de Kate. Después fingió que le habían disparado mortalmente y rodó fuera de la cama para hacerla reír.
Kate no rio.
—Vete —le dijo.
—Por lo menos podremos jugar en él toda la semana. Es mejor eso que nada.
Alguien debía haberle dicho a Tom que mirara siempre el lado amable de situaciones como ésta. Kate hubiera querido que no fuera así. Era desesperante. Nunca nadie le había quitado a Tom un regalo para llevárselo. Nunca lo mandaban a su cuarto. O no parecía que cosas así le pasaran.
Más silencio. Y todavía no se iba.
—Creo que se está incendiando —comentó.
—¡Qué bien!
—¿Por qué eres tan odiosa con lo que tenga que ver con el tren?
—Porque lo odio.
—¿Y por qué?
—¡Porque odio todo, al mundo entero, incluido tú!
—Eso no es nada amable.
—¡No tengo intenciones de ser amable!
Tom miró por la ventana hacia fuera.
—Pues hoy estás de suerte, porque el tren se está incendiando, en serio. Míralo.
Kate se asomó por la ventana. Frunció el entrecejo. Algo titilaba, como una llama tibia, en la cabina de la locomotora.
—Qué