La flecha plateada. Lev Grossman
explicación.
Chuf…
Chuf…
Chuf…
Silbidos y crujidos exhalaban por todas partes. La máquina entera, con sus 102.36 toneladas, empezó a rodar hacia delante, con la misma suavidad de una lancha surcando un lago sereno. Con un vehículo tan pesado, era obvio que nada lo detendría una vez que estuviera en movimiento.
El tío Herbert empezó a correr al lado del tren diciéndose no no no no no en voz baja, entre dientes, y tratando de subirse de un salto, como hacen en las películas. Pero por alguna razón, Kate no estaba asustada. En realidad, se sentía más feliz que nunca antes en su vida.
Como si en su interior algo se hubiera liberado también. Como si los frenos que la mantenían inmóvil se hubieran desatascado al fin. Había llegado el momento. Esto era lo que había esperado siempre.
El tío Herbert parecía descubrir que saltar a un tren en movimiento era mucho más difícil de lo que parece en las películas.
—¡Vamos, tío Herbert! —lo animó ella.
—No puedo. ¡Bájense!
—Creo que no. Como dijiste: la vida se puso interesante.
—¡Pero esto es demasiado! ¡Demasiado interesante! —el tío Herbert paró y se inclinó con las manos en las rodillas, resoplando y jadeando—. ¡No estás lista!
—¿Lista para qué?
Kate se sentía preparada para lo que fuera. El viento hacía revolotear su cabello alrededor de la cabeza. No sabía si estaba haciendo algo muy inteligente o increíblemente irresponsable, pero en ese momento no le importaba, porque la emoción hacía que su corazón marchara a toda máquina.
Esto era mucho mejor que los Vanimals.
Chuf.
Chuf.
Chuf, chuf…
Chuf, chuf…
El tío Herbert trató de correr tras ellos otra vez, pero se detuvo casi de inmediato. Es cierto que no estaba en forma. Lo estaban dejando atrás.
—¡Lo siento! —gritó—. ¡Esto no debería haber pasado! ¡Tienen mucho por delante, muchas cosas por hacer… así que, hagan lo mejor que puedan!
Avanzaban cada vez más rápido, por los rieles que atravesaban el jardín, tan ligeros como un patín sobre el hielo.
Sólo faltaba una cosa.
—¿Cómo hago sonar el silbato? —Kate gritó.
—¡La manija que cuelga del cordón!
Fue lo último que el tío Herbert dijo antes de perderlos de vista.
Había una manija de madera que colgaba del techo. Kate tiró de ella, y el sonido perforó la noche:
¡FUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUUM!!!
Todo el vecindario alcanzó a oírlo. Se sentía como si el mundo entero lo pudiera oír. Kate tiró de nuevo de la manija. Y luego, como se sentía generosa, permitió que Tom lo hiciera también.
Y se pone
más extraño
El tren viró hacia la derecha, siguiendo las vías hacia el bosque que había detrás de la casa, y de milagro salvó a Tom y a Kate de estrellarse contra la barda, aniquilar la casa vecina y quizás incluso a sus habitantes.
En lugar de eso, empezaron a abrirse paso por entre los árboles.
—¡No lo puedo creer! —exclamó Kate—. ¡Esto es una locura!
—¡Yuuuuuujúuuuuu! —gritó Tom—. ¡Yuuuuuuujúuuuuu!
—¡Es un verdadero disparate!
El tren iba quebrando ramas y haciendo a un lado troncos de árboles, y el faro frontal se proyectaba como el aliento blanco y fiero de un dragón. Las hojas verdes del verano salían volando hacia todos lados. Iban a meterse en verdaderos problemas. Muchos. ¡Y tendrían que pagarlo por siempre! Pero sin duda valía la pena.
Conocían este bosque como la palma de su mano. Habían vivido allí toda su vida, y se habían trepado a cada árbol y subido a cada piedra y tronco caído, para saltar desde ellos un millón de veces. Pero jamás habían visto el bosque de noche desde la cabina de una locomotora gigante y fugitiva. Kate se aprestó para un choque, cuando se impactaran contra algo grande o se terminaran las vías. Sería un perfecto desastre. Pero valía la pena. Se prometió que recordaría todo esto por el resto de su vida: la noche en que atravesó el bosque detrás de su casa en su propia locomotora de vapor real.
Pero el golpe o sacudida que esperaba nunca llegó. En lugar de eso, el tren siguió avanzando. Los pájaros se sobresaltaron. Las ramas rígidas arañaban las ventanas. Tom y ella reían histéricos. ¿Qué tan lejos llegarían?
Y entonces, Tom dejó de reír.
—Un momento —dijo—. ¿Qué va a pasar cuando lleguemos a la colina?
Era una buena pregunta.
En otros tiempos, cuando las personas hacían mapas y llegaban a una parte en la que no sabían qué había, dibujaban un poco de dragones y monstruos marinos en lugar de tierra. En los mapas más antiguos ponían Hic sunt leones, una frase en latín que quiere decir “Aquí hay leones”.
A medio kilómetro por el bosque que había detrás de la casa de Tom y Kate, se encontraba una empinada colina —casi un peñasco— que aparecía de pronto, y en cuya cima había una cerca de alambre. Al pie, se encontraba un pantano oscuro y aterrador con muchas alimañas y, según decían, una enorme tortuga mordedora, tan grande que podía arrancarle a uno el pie de un mordisco. Si una persona de esos tiempos antiguos hubiera hecho un mapa del bosque que había detrás de la casa de Tom y Kate, en ese punto donde comenzaba la colina hubiera empezado a dibujar monstruos marinos, o leones.
Kate se arriesgó a sacar la cabeza por la ventana.
—¡Dios mío! ¡Ya casi estamos allí!
—Kate —dijo Tom muy serio—, ¿qué va a pasar? Hablando en serio… ¿deberíamos saltar del tren?
—¡No lo sé!
Se sentía paralizada. Aterrada. Era la mayor de los dos, ¡se suponía que ella debería saber qué hacer! Por primera vez, cruzó por su mente la idea de que la aventura no terminaría bien. Se preguntó qué tan profundo sería el pantano. Si el tren caía al agua y se hundía, estarían atrapados y podrían ahogarse.
Pero era demasiado tarde porque, mientras lo pensaba sintió cómo el tren arrancaba la cerca de alambre con la misma facilidad con la que un ladrillo quiebra una ventana, vaciló un momento como una montaña rusa justo antes de una bajada pronunciada, y luego se inclinó hacia delante cuando la enorme locomotora comenzó su aterrador descenso por la colina.
El traqueteo de las ruedas se oyó cada vez más y más y más veloz. Kate cerró los ojos y sintió la desagradable sensación de que su estómago subía. Apretó la mandíbula y se aferró a su asiento con tal fuerza que los nudillos de sus manos se tornaron blancos.
Pero no hubo un final. Al llegar al pie de la colina, el tren siguió rodando indiferente, más rápido y con menos ruido, sin quebrar ya ramas. Lentamente, Kate aflojó la mandíbula y las manos. La locomotora resoplaba feliz. Con cautela, Kate abrió los ojos.
Deberían estar hundiéndose en el pantano en este momento, con la tortuga mordedora aguardando para arrancar de un tajo los pies de sus cuerpos ahogados, pero en lugar de eso seguían avanzando sin obstáculos a través del bosque oscuro y silencioso.
Kate sabía perfectamente