La flecha plateada. Lev Grossman
El pasto se sentía fresco bajo sus pies descalzos. A estas alturas, uno podría pensar que Kate y Tom habrían alertado a sus padres sobre un posible incendio en la locomotora que había en su jardín, pero no lo habían hecho. Estaba sucediendo algo interesante, y Kate no quería que los adultos llegaran, metieran las narices en el asunto, y los alejaran de allí. Al menos, no por el momento.
—Hey, mira eso —dijo Tom—. Más vías de tren.
Tenía razón: esa tarde el tren estaba sobre un corto tramo de rieles, pero ahora había un par de líneas de acero brillante que trazaban una curva a través del césped.
—Me pareció que habías tenido una buena idea —dijo una voz entre las sombras—, lo de conectar la locomotora con la vía del bosque.
El tío Herbert estaba allí, recostado contra el tren. Kate no lo había visto.
—No fue una buena idea sino una estupidez —dijo Kate—. Esas vías están viejas y oxidadas, como dijo papá, y no llevan a ninguna parte. Y aunque fueran a algún lado, este tren no se mueve, en caso de que no lo hayas notado.
—Lo había notado, de hecho —afirmó—. Los chicos no son los únicos que entienden estas cosas, ¿sabes?
—Pues eso es lo que parece, a veces.
—Pues seguramente a los adultos les parecerá que tú te pasas todo el tiempo viendo tele y jugando videojuegos en lugar de poner atención a la vida real.
Los adultos siempre decían cosas como ésas, regaños de ese tipo, pero a Kate la sorprendió que vinieran del tío Herbert. Había empezado a pensar que tal vez él fuera diferente, pero obviamente era como todos.
—¿Y por qué debería prestarle atención a la vida real? —preguntó—. La vida real es aburrida.
—¿Cómo lo sabes si no lo has intentado?
—Pues, tal vez la vida real debería ocuparse de mí alguna vez.
—Tal vez —dijo el tío Herbert en voz baja, como si estuviera tratando de sonar misterioso— el mundo es más interesante de lo que parece.
—Sería genial —Kate se cruzó de brazos—, ¡porque parece muy aburrido!
—¿Qué hay de esas llamas misteriosas en el tren? ¿Te parecen aburridas? ¿Por eso te escabulliste hasta aquí, cierto?
—Sí, supongo —respondió ella, contrariada por tener que darle la razón—. Imagino que sí.
Dio un paso hacia el tren, y giró para mirar a su tío Herbert.
—Esto no ha terminado, supongo.
—No —contestó él—. No hemos terminado.
Y no habían terminado
Ahora que Kate estaba frente al tren, observó algo más: humo blanco salía de un tubo en la parte alta, y bajaba para trazar curvas y espirales alrededor de las ruedas.
De pronto, se sintió un poco ansiosa.
—Adelante —dijo el tío Herbert—. Llegó el momento. Por una vez, la vida real se está poniendo interesante. Se ocupa de ti. ¿No era lo que querías?
A Kate no le gustaba mucho que le citaran sus propias palabras, así que, sin decir más, subió a la cabina, sintiendo los peldaños metálicos que helaban sus pies descalzos. En la cabina, todo estaba iluminado por el fuego. Esa caja fría, tiznada, que habían encontrado antes era en realidad una especie de chimenea, y alguien la había encendido. Podía sentir el calor que surgía de ella hacia el viento nocturno.
Y otra cosa: antes, el vagón carbonero estaba vacío, pero ahora era un verdadero almacén de combustible, con una enorme montaña de carbón. Tom subió a la cabina tras ella.
—Genial —dijo—. Es como ir de campamento. Podríamos quedarnos a dormir aquí.
—Es como esa cabaña con la estufa de leña —agregó Kate—, de aquella vez que fuimos a esquiar y papá se lastimó la rodilla el primer día y estuvo de mal humor el resto de la semana. Estabas muy pequeño.
—Pero me acuerdo —Tom se sentó en uno de los asientos—. Ahí se me perdió mi Zorro.
Su nombre completo era Don Zorro, y era el zorrito de peluche que había tenido Tom desde que era bebé. Cuando se le perdió, su pequeño corazón se rompió. Seguía sin poder leer El superzorro sin lagrimear. Era extraño percibir que los varones también tenían sentimientos, aunque hacían lo posible por disimularlo.
Kate podía ver el interior de la casa, donde su padre ponía la mesa para la cena de cumpleaños. Parecía que estuviera a mil kilómetros de distancia.
—Quisiera que fuera un tren real —dijo en voz baja—. Digo, que en verdad pudiera ir a algún lado. Llevarnos a una aventura.
—¡Sí!
Y en ese momento, una palanca grande se movió hacia delante con un sonoro clonc.
Kate la miró intrigada.
—Qué raro. ¿Fuiste tú?
—Yo no toqué nada —dijo Tom.
Kate asomó la cabeza por la ventana.
—¿Tío Herbert? Algo acaba de moverse aquí dentro.
Su tío la miró.
—¿A qué te refieres con que se movió?
—Algo se movió solo, por su cuenta.
El tío frunció el ceño.
—No puede ser.
Y ahora un par de las pequeñas ruedas de bronce estaban girando, y algunas de las agujas indicadoras y válvulas se movían y zumbaban. Un par de interruptores se encendieron.
—¡En verdad, tío Herbert! ¡Las cosas se están moviendo! ¡Todo se mueve!
Era la primera vez que Kate veía esa inseguridad en su tío.
—Bien. Tal vez sería mejor que bajaran de ahí —respondió con ese tono de voz cauteloso que se usaría para tratar de hacer entrar en razón a un gato—. Ambos. Y sería mejor que lo hicieran pronto.
—Kate —empezó Tom—, tal vez deberíamos bajar.
—Pero ¿qué es esto? ¿Un juego?
—¡No importa! —exclamó el tío Herbert—. ¡Baja de ese tren!
Tom se dirigió a la puerta, pero Kate permaneció donde estaba.
—Puedes irte, no hay problema —le dijo—, pero yo quiero quedarme y ver qué sucede.
Tom lo pensó un poco.
—Me quedo yo también —dijo al fin, con su voz más seria y solemne.
En ese momento, el vapor blanco se filtraba y salía por todas partes y cubría el césped. Una perilla giró y una luz blanca y pura se encendió en el frente de la locomotora, iluminando la hierba y los árboles y un flanco de la casa vecina. De algún lugar surgió un crujido seco y satisfactorio. No era como algo que se hubiera roto, sino como algo atascado que finalmente se hubiera liberado.
—¡Ésos fueron los frenos! —gritó el tío Herbert—. ¡Vamos! ¡Salgan de ahí!
Chuf.
La locomotora soltó un resoplido profundo y ronco, como una bestia antigua que despierta de un sueño profundo y otea el aire.
—¡Un momento! ¿Es real? —gritó Kate.
—¡Es mágica! —contestó el tío Herbert, desgañitándose por encima del silbido del vapor—.