La última sonrisa en Sunder City (versión española). Luke Arnold

La última sonrisa en Sunder City (versión española) - Luke Arnold


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del nivel básico de la existencia y nos habíamos apartado de nuestros primos mortales. El viejo apuntó con sus manos mutiladas en mi dirección y movió los dedos, riéndose como si fuera un chiste genial.

      —Bueno, qué sorpresa nos llevamos.

      Burbage se inclinó hacia atrás en su asiento y me inspeccionó. Tuve la esperanza de que finalmente comenzáramos a hablar de lo que me había llevado allí.

      —Entonces, ¿usted es un “Hombre a sueldo”?

      —Así es.

      —¿Por qué no se presenta directamente como detective?

      —Tengo miedo de que eso me haga parecer inteligente.

      El director arrugó la nariz. No sabía si estaba intentando ser gracioso; y mucho menos si lo había conseguido.

      —¿Cuál es su relación con el departamento de policía?

      —Tenemos conexiones, pero son tan escasas como puedo permitírmelo. Cuando vienen a llamar a mi puerta, tengo que atenderlos, pero la protección y la privacidad de mis clientes tienen prioridad. Hay líneas que no puedo cruzar, pero las aparto tan lejos como puedo.

      —Bien, bien —murmuró—. No es que haya nada ilegal de lo que preocuparse, pero este es un asunto delicado y el departamento de policía es un recipiente que tiene muchas filtraciones.

      —Eso no se lo voy a discutir.

      Sonrió. Le gustaba sonreír.

      —Ha desaparecido un miembro del personal. El profesor Rye. Enseña historia y literatura.

      Burbage deslizó una carpeta sobre la mesa. Dentro había una reseña de tres páginas sobre Edmund Albert Rye: empleado de jornada completa, un metro noventa y seis de estatura, trescientos años de edad…

      —¿Dejan que un vampiro dé clases a niños?

      —Señor Phillips, no sé cuánto sabe usted de la Raza de Sangre, pero han recorrido un largo camino desde aquellas crónicas de terror de la historia antigua. Hace más de doscientos años, formaron la Liga de los vampiros, un sindicato de los no-muertos que juró proteger, y no cazar, a los seres más débiles de este mundo. Solo tenían permitido alimentarse a través de donantes de sangre voluntarios o de aquellos condenados a muerte por la ley. Exceptuando algún renegado ocasional, considero a la Raza de Sangre la especie más noble que haya surgido jamás del gran río.

      —Disculpe mi ignorancia. Nunca me he cruzado con uno. ¿Cómo les está yendo, después de la Coda?

      Mi ingenuidad pareció complacerlo. No cabía duda de que Burbage era un hombre que disfrutaba impartiendo conocimientos al ignorante.

      —La población vampírica ha sufrido tanto como cualquier otra criatura del planeta, si no más. La conexión mágica a la que accedían drenando la sangre de otros se ha cortado. Ya no obtienen la fuerza vital mágica que antes aseguraba su supervivencia. En pocas palabras, están muriendo. Lenta y dolorosamente. Marchitándose, convirtiéndose en polvo como cadáveres al sol.

      Retiré una foto de la carpeta. Las únicas señales de vida que había en el rostro de Edmund Rye eran los ojos sumamente concentrados que luchaban por salir de sus cuencas. No era mucho más que un fantasma: los orificios nasales cavernosos, el pelo parecido a algodón viejo y la piel que se le estaba descamando.

      —¿Cuándo tomaron esta foto?

      —Hace dos años. Ha empeorado.

      —¿Él estaba en la Liga?

      —Por supuesto. Edmund fue un miembro fundador crucial.

      —¿Siguen activos?

      —Técnicamente, sí. En su estado de debilidad, la Liga ya no puede cumplir con su juramento de protección. Todavía existen, aunque sea solo de nombre.

      —¿Cuándo decidió Rye hacerse maestro?

      —Hace tres años hice el anuncio de que iba a fundar Ridgerock. Causó bastante conmoción en la prensa. Antes de la Coda, una escuela para especies cruzadas habría sido muy poco factible. Imagínese tratar de obligar a un Enano a asistir a una clase de pociones o poner a gnomos y a ogros en una misma cancha. Habría sido imposible para cualquier niño recibir una educación adecuada. Ahora, gracias a la especie a la que pertenece usted, todos hemos caído al nivel básico. —Me estaba provocando. Decidí no morder el anzuelo—. Edmund vino a verme la semana siguiente. Él sabía que no le quedaban muchos años por delante, y esta escuela era un lugar donde él podría transmitir la sabiduría que había adquirido durante su larga e impresionante vida. Ha servido con lealtad desde el día de su inauguración y es un miembro muy querido del personal.

      —Entonces ¿dónde está?

      Burbage se encogió de hombros.

      —Ha pasado una semana desde la última vez que vino a dar clases. Les hemos dicho a los alumnos que está de baja por asuntos personales. Vive arriba de la biblioteca de la ciudad. He incluido la dirección en su informe, y la bibliotecaria sabe que usted va a ir.

      —Todavía no he aceptado el trabajo.

      —Lo aceptará. Por eso le pedí que viniera temprano. Sentía curiosidad por saber qué clase de hombre emprendería una carrera como la suya. Ahora lo sé.

      —¿Y qué clase de hombre sería ese?

      —Uno con sentimiento de culpa.

      Observó mi reacción con sus estrechos ojos de sabelotodo. Volví a meter la foto en la carpeta.

      —Ya ha pasado una semana. ¿Por qué no acudir a la policía?

      Burbage deslizó un sobre por la mesa. Vi el color bronce de los billetes que contenía.

      —Por favor, encuentre a mi amigo.

      Me puse de pie, cogí el sobre y separé la suma que consideré justa. Era un tercio de lo que me estaba ofreciendo.

      —Esto cubrirá hasta el fin de semana. Si no he encontrado algo para entonces, hablaremos de ampliar el contrato. —Me guardé el dinero en el bolsillo, enrollé la carpeta, la metí en el interior del chaquetón y me dirigí hacia la puerta. Entonces me detuve un momento—. Esa película no ha hecho diferencia entre el Ejército humano y el resto de la humanidad. ¿No es un poco irresponsable? Podría ser peligroso para los alumnos humanos.

      En la poca luz que había, lo vi dibujar esa sonrisa condescendiente que tan bien le salía.

      —Mi estimado amigo —dijo alegremente—, ni se nos ocurriría tener un niño humano aquí.

      Cuando salí al exterior, el aire me refrescó el sudor del cuello de la camisa. La vigilante de seguridad me dejó ir sin mediar palabra, y yo tampoco se la pedí. Me dirigí hacia el este por la calle Catorce sin muchas esperanzas respecto de lo que pudiera llegar a descubrir. El profesor Edmund Albert Rye: un hombre cuya expectativa de vida había caducado hacía varios siglos. Dudaba que pudiera volver con algo más que una historia triste.

      No me equivocaba. Pero a la historia se le estaban añadiendo elementos que escocían.

      Sunderia era una tierra inhóspita que no tenía pueblos nativos. En 4390, una banda de cazadores de dragones fue en dirección a un fuego que había en el horizonte, pensando que se estaban acercando a una presa. En cambio, descubrieron la entrada a una hoguera subterránea muy volátil. En lugar de lamentarse de su error, decidieron darles uso a las llamas.

      Sunder City comenzó su andadura como una gran fábrica, propiedad de aquellos que la habían fundado. Durante las primeras décadas, los únicos habitantes fueron los trabajadores, que pasaban sus días fundiendo hierro, cociendo ladrillos y colocando cimientos. A medida que la ciudad comenzó a tener estabilidad, aquellos que terminaban su contrato se sentían menos inclinados


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