La última sonrisa en Sunder City (versión española). Luke Arnold

La última sonrisa en Sunder City (versión española) - Luke Arnold


Скачать книгу
iluminaban todo el edificio. Resultó que el sol era perjudicial para los libros, así que construyeron esta plataforma para mantenerlo a raya. Cuando Edmund la vio, preguntó si podía venirse a vivir aquí.

      —¿Este es el hogar de un vampiro?

      Aquella estancia era un mundo brillante, sin sombras. Espaciosa y circular, con una cama extravagante en el centro y estantes bajos de madera en cada pared.

      —Es la sangre —dijo ella.

      —¿El qué?

      —En los viejos tiempos, Edmund nunca habría podido alojarse en un lugar como este. Pero una vez que las cosas cambiaron y la sangre dejó de servirle como alimento, el sol también dejó de tener efecto sobre él. Creo que por eso le gustaba tanto este lugar. Compensaba todos los años pasados en la oscuridad.

      Inspeccioné sin prisas la habitación. Los libros que había en los estantes y a un lado de la cama eran variados, y no parecían tener un orden. Contra una pared había un botellero impresionante que acumulaba polvo junto a unas cuantas botellas vacías.

      En una de las mesitas auxiliares estaba el correo, abierto, pero sin ordenar. El sobre de arriba de todo estaba marcado con una estrella azul dentro de un círculo y las letras LV: la Liga de los vampiros. Dentro había un boletín informativo producido en masa con datos sobre defunciones, novedades de la comunidad, objetos a la venta y otras trivialidades.

      —Llegan todas las semanas —dijo ella—. Los miembros que quedan de la Liga se mantienen en contacto, intercambian historias, tratan de brindar apoyo. Edmund en general los ignora.

      Hojeé rápidamente algunos sobres más, pero era como ella decía: invitaciones desactualizadas para reuniones de vampiros y artículos tristes acerca de Norgari, su tierra natal.

      —¿Hay alguna posibilidad de que se haya ido de la ciudad?

      La bibliotecaria negó con la cabeza.

      —Me lo habría dicho, y no veo cómo. El mero hecho de ir andando al colegio ya le lleva una hora, y viajar a caballo o en carruaje lo haría pedazos.

      Abrí un pesado baúl de madera que estaba a los pies de la cama y encontré seis bolsas de cuero: los archivos de trabajo de Rye. Dentro de cada bolsa estaban los documentos necesarios para cada asignatura: listas de clase, esquemas del curso, materiales de lectura, evaluaciones de los alumnos. Cada carpeta llevaba título e índice, y estaba en perfectas condiciones; un nivel de cuidado que no era evidente en el desorden que había en el resto de su vida.

      La última bolsa no llevaba etiqueta y contenía un juego de carpetas de colores con informes individuales de alumnos.

      —Clases particulares —explicó la bibliotecaria—. Algunos niños interesados en temas específicos pasaban tiempo con Edmund para que él les diera clases. No creo que supieran en lo que se metían. Él es muy generoso con su tiempo, pero a cambio exige total compromiso. A veces es un poco duro con ellos, pero es solo a causa de la gran pasión que siente. No puede entender por qué no comparten todos su sed de conocimiento. —Una risita comenzó a escapársele de los labios, pero el miedo la aferró y la arrastró hacia dentro—. Yo creo que la mortalidad ha hecho que lo invada el pánico. Quiere absorber todo lo que pueda, mientras pueda, antes de que todo termine.

      Hojeé los archivos. Edmund le estaba enseñando a un joven hombre lobo la evolución de los híbridos entre humanos y animales, conocidos colectivamente como lycum. Una nereida adolescente quería ser cantante, por lo que Rye la estaba sometiendo a toda la historia de la música. Tenía una buena cantidad de alumnos que estaban estudiando una asignatura denominada Políticas Modernas entre humanos y Criaturas Mágicas. Si me las arreglaba para encontrar al profesor, yo mismo asistiría a una sesión de esa clase.

      —¿Cómo está de salud?

      Su sonrisa, firme hasta ese momento, rodó por el suelo.

      —Por su aspecto físico, el día que llegó aquí yo pensé que iba a ser el último. De alguna manera ha logrado sobrevivir a lo largo de los años, pero estos últimos meses han sido los peores. Su mente resiste, pero el cuerpo le está fallando.

      Eché una última mirada por la habitación. ¿Alguien se sorprendería si Edmund Rye hubiera muerto? Por supuesto que no. Lo sorprendente era que hubiera durado tanto tiempo.

      —Veré qué puedo averiguar —dije—, pero me suena a que quizá la falta de sangre finalmente haya acabado con él.

      Ella trató de decir algo, pero no le salieron las palabras. En cambio, volvió la cabeza hacia los ventanales. Cogí la bolsa de los archivos de clases particulares y otros documentos personales: libreta, pasaporte, certificado de docente. En el fondo del baúl, debajo de las bolsas, había un grueso fajo de papeles encuadernados. Abrí la cubierta en blanco y me encontré con la primera de muchas páginas escritas a mano, con un título que decía Un análisis del cambio, por el profesor Edmund Albert Rye. Al parecer, el profesor estaba escribiendo un libro propio. Lo guardé junto a los archivos de clases particulares.

      —Voy a llevarme algunos de estos papeles, si no te molesta. Te prometo devolverlos cuando haya terminado.

      Ella solo asintió con la cabeza, el cuerpo todavía orientado hacia el cielo de la tarde. Yo fingí estar ocupado por la habitación hasta que ella consiguió ocultar su tristeza y estuvo lista para volver a bajar.

      Ya de nuevo en la calle, extraje una tarjeta de visita del estuche que llevaba en el chaquetón y se la pasé.

      —Disculpa, no te he preguntado cómo te llamas.

      Ella sujetó la tarjeta entre sus delgados dedos y se la metió en el bolsillo.

      —Eileen Tide.

      —Gracias por tu ayuda, Eileen. Ahí arriba me he fijado en la colección de vinos del profesor. ¿Hay algún bar que a él le gustara frecuentar?

      —Jimmy’s. Está en la calle Tres, encima de la tienda de los curtidores.

      Asentí con la cabeza y sonreí, intentando fingir que había algo de esperanza.

      —Todavía podría aparecer de improviso —comenté, con todo el consuelo que ofrece una nube de tormenta.

      —Eso espero. Si me necesitas, estaré aquí todos los días mientras hacemos algunos cambios. Se ha vuelto a imprimir. Del modo humano. Están llegando historias desde todo el continente, y ediciones revisadas de viejos volúmenes que reflejan el nuevo mundo. Tenemos que eliminar la mayoría de las publicaciones anteriores a la Coda.

      —Pero no podéis tirar la historia a la basura como si nada, ¿no?

      Eileen se encogió de hombros.

      —Las estoy revisando todas y separando aquellas que todavía tienen sentido. Pero no sirve de nada fingir que el mundo no ha cambiado.

      Su voz se oía lejana, como si estuviera llegando a través de una línea telefónica defectuosa. Me dijo adiós, entró, cerró la puerta, y oí los cerrojos deslizándose.

      Al salir pasé junto a sir William. Seguía sonriendo. Seguía bebiendo. Observé la botella que tenía en la mano.

      —Ah, de acuerdo —murmuré—. Me estás obligando.

      Nada había cambiado en La Zanja en varios años. Ni el aire. Ni la capa de sangre seca en el suelo. Ni el viejo Boris detrás de la barra. Tan solo parecían haberse vuelto más pesados.

      Se trataba de un cuadrado de cemento lleno de corrientes de aire, ubicado a un paso de la puerta de mi casa. Las paredes estaban llenas de grietas sin reparar y el fuego solo se encendía si fuera nevaba. Cubículos de madera, un par de mesas y una barra que rara vez estaba vacía.

      Boris era un banshee, ahora mudo (como todos los de su especie). Custodiaba una impresionante selección de alcohol importado, pero sus ganancias


Скачать книгу