La última sonrisa en Sunder City (versión española). Luke Arnold
son mortales. ¿Todavía necesitan que alguien les clave una estaca en el corazón?, ¿o pueden tropezar, golpearse en la cabeza y estirar la pata como el resto de nosotros?
Richie se mordió el labio. Estas conversaciones nunca eran fáciles. Todos seguían dolidos a causa de la Coda. Incluso llegó a romper la bola de bolera que Richie tenía por corazón.
—Son menos que mortales —dijo—. No sé qué es lo que los hace seguir vivos, pero se está acabando. Un día de estos, una brisa se los llevará a todos y nunca volveremos a ver a los de su especie.
Dicho esto, terminó su bebida, se levantó del cubículo y me dejó la cuenta. No se despidió. Debió de pensar que volvería a verme muy pronto.
Sunder City comenzó como un pueblo de clase obrera, lleno de herreros, mineros y metalúrgicos. No todo era trabajo honrado, pero era la clase de tarea que yo entendía: cavar la tierra o mover porquerías por ahí. Ese tipo de trabajo tenía sentido para mí.
La plaza, por otra parte, fomentaba el tipo de timo que me ponía los pelos de punta.
Anfitriones charlatanes que se te plantaban delante tratando de arrastrarte hacia sus restaurantes de precios prohibitivos. Ladrones muy bien vestidos y con acentos falsos que vendían tours a ningún lado. Artistas callejeros que conseguían la mayor parte de sus ingresos sirviendo como distracción para los carteristas.
Alrededor de la pequeña plaza había antorchas encendidas para mantener el negocio activo al anochecer. Atravesé el gentío, que ya disminuía, con las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos y moviéndome con determinación.
Un par de kóbolds me observaron desde las sombras. No eran de esta parte del continente. Los kóbolds tienen una especie de piel camaleónica que cambia según el entorno. Los kóbolds de ciudad son grises y calvos, pero estos eran azules como un estanque de rocas, con melenas tupidas alrededor del cuello: recién llegados desde las tierras salvajes del norte lejano. Otras dos almas perdidas intentando rebanar un trozo de Sunder para ellas. Les mostré mi puño de acero y les lancé una mirada que luego no iba a ser capaz de justificar. Al parecer, funcionó. Ellos volvieron sus ojos amarillos de nuevo hacia la oscuridad y yo me escurrí por una calle lateral.
Encontré el cartel de El Diente Torcido en un edificio que antiguamente había sido una farmacia. Yo la frecuentaba apenas me mudé a la ciudad, haciendo recados para una bruja vieja y artrítica que solía advertirme que me cuidara si ella llegaba a conseguir una poción de la juventud. Yo pensaba que estaba bromeando, pero después de la Coda oí decir que se había envenenado con un brebaje de hierbas obtenidas en el mercado negro, en un intento desesperado de revertir el proceso de envejecimiento.
La calle Brea estaba vacía, pero en la ventana del salón de té había un resplandor que se derramaba sobre la acera. Yo ya había visto lugares así: pequeños cafés que atendían a una clientela particular de caballeros de edad avanzada. Se pasaban el día jugando antiguos juegos de fichas, consumiendo té negro y dulce, y no mucho más. Era más un club social que un negocio propiamente dicho.
Llamé con fuerza, pero no hubo respuesta. La puerta estaba cerrada con cerrojo y la iluminación interior era tenue. Al fondo de la estancia había un puñado de velas que se habían derretido casi en su totalidad. Recorrí el perímetro empujando las ventanas con suavidad, buscando movimiento, pero sin ver nada. La pared trasera del salón de té daba a un callejón estrecho, así que caminé por el empedrado en busca de una entrada.
Deslicé una mano por el muro mientras con la otra buscaba en el interior de mi chaquetón y extraía mi encendedor. Con unos pocos movimientos del pulgar, convoqué a las llamas.
El callejón no contenía nada interesante, solo un montón de basura que olía a podrido y una puerta ancha que servía como entrada al almacén del salón de té. Llamé con fuerza y no obtuve más que silencio. El picaporte estaba trabado, pero suelto; bloqueado desde dentro.
Empujé fuerte con el hombro contra la puerta y esta cedió. Toda la puerta cedió. El picaporte se me quedó en la mano, y yo entré a trompicones y aterricé a cuatro patas.
Fue la peor entrada que podría haber hecho, si resultaba que alguien me estaba esperando. Por suerte, estaba yo solo. No podía ser de otra manera. No había criatura en todo el planeta que pudiera estar esperando en un lugar donde el hedor podía derretirle la cara. El olor de fuera no era la basura: era una sutil advertencia de no caer de cabeza allí dentro, a menos que quisieras que el estómago te subiera hasta la garganta.
Me cubrí la nariz con el cuello de la camisa, pero era como intentar mantener a raya el océano con gas pimienta. Mi mechero todavía estaba encendido, así que acerqué la llama hacia la vela de un candelabro que había al lado de la puerta, y la sostuve hasta que la mecha se encendió.
Se trataba de un garaje de cemento, con varias cajas de embalaje en un rincón y sillas apiladas a su lado. Esos eran los únicos objetos que logré identificar a simple vista. Todo lo demás era un misterio.
El hedor provenía de una sustancia rosácea que había resbalado por una de las paredes y había formado un charco en el suelo. Era un pegote denso, que parecía harina de avena, y que estaba lleno de trozos de carne. En los laterales del garaje había dos montones de arena de color marrón, salpicados de trozos de tela y metal. Sin quitarme la camisa de la nariz, me aventuré a observar la pila de porquería, que estaba llena de fragmentos de cabello y de hueso. No aguanté mucho tiempo mirando.
Cuando levanté la cabeza, me sorprendió ver las estrellas. Había un agujero en el tejado. Un agujero enorme. Habían tirado abajo la mitad del techo. Yo no sabía qué batalla había tenido lugar allí, pero había volado medio techo del almacén.
Quedaba aún una viga, y había dos cadenas enrolladas a su alrededor, justo encima del charco misterioso. En el líquido había tirada una barra de metal puntiaguda, tan larga como un hombre, cuyo propósito no pude determinar. Era de un acero liso, pulido y sin marcas, y terminaba en una punta imperfecta pero mortal.
La arena era una ceniza fina de color marrón, separada en dos montones. La brisa que entraba por la puerta abierta ya la había desparramado por la habitación, lo cual había dejado al descubierto algo blanco y brillante que antes estaba enterrado bajo la arena. Metí los dedos entre los suaves granos y recuperé el objeto. ¿Una piedra? No. Lo sostuve a lo largo y lo moví hacia la luz.
Estaba afilado y era hueco, un diente perfectamente puntiagudo.
Los polis tenían problemas conmigo por todo tipo de razones. En particular, no les gustaba que yo los llamara para que acudieran a la escena de un crimen solo cuando yo ya había registrado hasta el más mínimo detalle para mis propios fines. Por una vez, hice lo correcto y avisé a Richie de inmediato. Me insultó por despertarlo, hasta que le hablé de la escena con la que acababa de encontrarme.
—No toques nada.
—No he tocado nada. Tan pronto como me di cuenta de lo que había encontrado, salí y te llamé a ti.
—Patrañas.
La línea quedó en silencio. Y uno que quería hacerle un favor a aquel tipo.
Esperé pacientemente a que llegara, sentado en el bordillo de la acera. Había tenido la esperanza de que, colaborando con la policía, pudiera conseguir más información que si me hubiera puesto a inspeccionar el salón de té por mi cuenta. Esas esperanzas se convirtieron en confeti cuando apareció en escena el rostro descamado de la detective Simms.
La prefería en los viejos tiempos, cuando solo era una agente enfadada que patrullaba las calles a pie con una convicción de mil demonios. Llegó a detective justo antes de que el mundo se desmoronara. Como miembro de los Reptiles, sus sentidos aumentados la ayudaban a resolver crímenes más rápido que cualquier otro miembro de la policía. Ahora, su piel verde brillante era de un color marrón