La última sonrisa en Sunder City (versión española). Luke Arnold
Sus estrechos ojos brillaban en la oscuridad como las últimas dos brasas de una fogata. Me odiaba. Siempre me había odiado. No debería haber tomado aquellos cócteles.
Esperé en el callejón mientras ellos examinaban el lugar. Otros tres policías acompañaban a los agentes de graduación superior, embolsando y etiquetando pruebas. No tardaron mucho en salir al aire nocturno a recuperar el aliento.
Simms se me acercó, se retiró la bufanda de la boca y extendió una mano enguantada.
—El diente —dijo. Extraje el colmillo de mi bolsillo y lo dejé caer sobre la palma de su mano. Ella lo levantó y lo iluminó con su literna—. Vampírico. Ponlo con los otros.
Uno de los polis de menor rango dejó caer el diente en una bolsa transparente y escribió los detalles en una etiqueta.
—Dos vampis muertos —dijo Richie pensativo—. ¿Podría tratarse de una Pandilla Clavo, detective?
Simms no levantó la vista.
—Puede ser. Primero necesitamos averiguar quién fue licuado, y cómo.
—¿Qué es una Pandilla Clavo? —pregunté. Todos los policías me clavaron una mirada más agria que el hedor de dentro.
—Como si no lo supieras —siseó Simms, y se alejó para seguir con sus notas. Richie vino y se colocó tan cerca de mí que adiviné que había comido pescado en la cena.
—Son pandillas humanas que atraviesan el territorio exterminando gente que antes era mágica. Hace muy poco que hemos empezado a oír hablar de ellos. Consideran que en los viejos tiempos fueron maltratados y piensan que tienen la misión de dar a los humanos su momento de gloria. Cuando la población de una especie llega a un número lo suficientemente bajo, ellos atacan. Tratan de poner el último clavo en el ataúd.
Podría haber dicho lo que pensaba, pero no habría valido la pena. Nadie quería saber cuánto asco me daba pertenecer a la misma especie que esos monstruos. Un humano quejándose de otros humanos era algo tan aburrido como el agua que se acumula en el fondo de un barco. A nadie le importaba. A mí no me importaba. Un Clayfield pasó de mis dedos a mis dientes.
—¿Podéis identificar al vampi? —pregunté.
Simms finalmente levantó la mirada.
—¿Por qué te interesa?
—Porque estoy buscando a uno.
—¿A quién?
—No puedo decirlo.
Su libro se cerró con fuerza mientras su lengua bífida se le asomó por entre los labios y volvió a desaparecer.
—No me gusta que metas la nariz en nuestros asuntos, Fetch.
—Vamos, Simms. No hace falta que te pongas celosa.
Los ojos se le entrecerraron en aquel rostro chato.
—¿Celosa?
—Sí —dije inexpresivamente—, de mi nariz.
Por suerte, ella ya me había maltratado demasiadas veces como para seguir sintiendo alguna satisfacción al hacerlo. En cambio, escupió hacia la esquina del callejón y volvió a entrar al salón de té mientras llamaba a Richie.
—Kites, ven a hacer el inventario.
Richie me apoyó una mano en el hombro.
—Mañana revisaremos los registros dentales. Te avisaré cuando tengamos alguna coincidencia.
—Gracias, Rich.
—Ahora vete de aquí.
Pensé en discutir, pero no valía la pena. No tenía ningún motivo para quedarme. O el tipo que buscaba era un montón de polvo en esa habitación, o no lo era. Solo debía esperar para averiguarlo. Tenía efectivo en los bolsillos y alcohol en las venas, así que decidí volver a casa.
A los trasgos les llevó algunas décadas aceptar Sunder City, pero una vez que llegaron, la hicieron suya. La tecnología trasgo mezclaba aparatos humanos con magia para crear nuevos inventos, con frecuencia peligrosos.
Su mayor aportación fue el tranvía de Sunder, que en su momento recorría todo el largo de la ciudad noventa y seis veces al día. Tras la Coda, el transbordador quedó fuera de servicio, pero, como muchos de los residentes, se adaptó y aceptó un nuevo empleo. Todas las noches, después de ponerse el sol, estacionado en medio de la calle Principal, el tranvía se transformaba en el canal de distribución del Pan del Mendigo. La maquinaria mágica había sido reacondicionada con motores fabricados por humanos. No tenían suficiente potencia para empujar el tranvía cuesta arriba, pero sí para obtener un poco de calor. Un disco de metal ubicado encima de las máquinas se había convertido en una sartén gigante, en la que las sobras de Sunder City eran transformadas en comida para los indigentes. En un barril juntaban un poco de agua de río apenas filtrada, harina de hierba y restos donados por restaurantes, y cualquiera que tuviera el estómago vacío podía echar un cucharón de la mezcla sobre la sartén y obtener un poco de comida. ¿Lo había hecho yo? Más de una vez, y no era ni de lejos el peor plato que había probado.
Quienes dirigían el cotarro eran los Hermanos Son, una secta religiosa de monjes con alas. Históricamente, los Hermanos nunca habían creído la historia de los elfos de que el gran río fuera el origen de toda la vida y la magia.
Los Hermanos Son habían predicado que el mundo tuvo origen en una canción cantada por la voz de la luna. Era un sistema de creencias complicado y atractivo, salvo por un pequeño problema. Era incorrecto. Ahora lo sabemos. La Coda fue la prueba de que, aun si los elfos y sus escrituras no tenían la razón sobre absolutamente todo, ellos eran sin duda los que más cerca estaban.
Supongo que es agradable saber qué mito de la creación es el correcto, pero ¡qué precio hubo que pagar por la certeza! La única leyenda verídica está muerta, y creer en cualquier otra idea no tiene sentido. La fe nos ha abandonado. Los dioses se han ido. Y, aun así, los Hermanos Son permanecen.
Comenzaron a servir en el tranvía unas pocas semanas después de que el mundo quedara a oscuras. En lugar de abandonar su vocación, redoblaron sus esfuerzos y dedicaron su vida a ayudar a los más necesitados de la ciudad.
Durante mi corta y patética vida, he visto a mucha gente ocultar su deseo de cometer actos terribles detrás de una aparente llamada superior. No es difícil encontrar un sistema de creencias que respalde tus propias necesidades egoístas. La gran sorpresa para mí fue descubrir que también funciona en la otra dirección. Estos hermanos de alas rotas, incluso sin su cuento, tienen corazones decentes por naturaleza.
—¿No va a cenar esta noche, hermano Phillips? —preguntó Benjamín, un monje alto y rubio que llevaba el cabello cortado en forma de tazón, abundante y descuidado.
—No, gracias. De hecho… —Busqué algunas monedas en el bolsillo de mi chaquetón y las dejé caer en sus manos temblorosas—. Por las noches que sí he cenado.
Inclinó la cabeza, aceptando mi caridad con elegancia. Yo mantuve la cabeza gacha y me alejé caminando tan rápido como pude. Siempre me ha resultado más embarazoso prestar ayuda que recibirla.
La noche era cálida, pero soplaba una brisa fresca, y volví a entrar a mi edificio con gusto. La bebida me estaba abandonando el cuerpo, y mis viejos achaques y dolores comenzaban a llenar los espacios vacíos. También aparecieron preguntas: pequeñas y persistentes, que me besaban la nuca con labios ponzoñosos.
“¿Qué bien me creo que estoy haciendo?”.
Probablemente ya había encontrado al tipo que estaba buscando: un puñado de arena en un suelo frío de hormigón. Hurra por Fetch Phillips, recolector de migajas, cantemos sus alabanzas por todo Sunder City.
Subí las escaleras, bajé la cama de la pared y añoré los días en que tres cadáveres me habrían dado problemas para dormir.