La última sonrisa en Sunder City (versión española). Luke Arnold

La última sonrisa en Sunder City (versión española) - Luke Arnold


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silencio y no había nada de hospitalidad innecesaria. Era perfecto.

      Un anciano hechicero llamado Wentworth rendía audiencia desde su lugar de siempre; un banquillo de metal que arrastraba de mesa en mesa, insinuándose a todos los miembros del público. Era delgado como un palo y estaba sin afeitar, con un bigote que le caía de la nariz como un pañuelo mojado. Si presentía que una conversación necesitaba de su experiencia, se infligía a sí mismo a la mesa necesitada. Su sentido del oído ya era casi nulo, su inteligencia no estaba mucho mejor, pero todos tolerábamos su perorata. Si le discutías o tratabas de corregirlo, solo lograbas prolongar su permanencia. Era mejor asentir con la cabeza, actuar con convicción y esperar que se distrajera con alguna otra mesa.

      Inserté dos monedas en el teléfono público que había en el extremo de la barra. El receptor estaba estampado con una placa de acero que decía Mortales.

      Cuando el río sagrado se congeló, toda la tecnología mágica falló y la mayoría de las criaturas no tuvo forma de adaptarse. Las forjas de los enanos se enfriaron, los gigantes estaban demasiado débiles para trabajar y las ciencias de los elfos dejaron de tener sentido. Los gremlins y los trasgos que se habían ganado la vida inventando aparatos mágicos terminaron con almacenes llenos de instrumentos sin energía, vacíos, inútiles. Lo único que quedó fueron las chispas, el combustible y los pistones de las fábricas humanas.

      El Ejército humano había ganado su guerra, pero la victoria destruyó el botín. La magia que habían querido controlar ya no estaba, por lo que se cambiaron el nombre y centraron su atención en otra cosa. Los generales se convirtieron en gerentes y los soldados se convirtieron en vendedores. Solo esperaron un par de meses de cortesía, después de arruinar el mundo, para ofrecerle a ese mundo sus productos en venta.

      Por supuesto, ningún negocio previamente mágico quería entregar sus ahorros a los idiotas que habían arruinado el futuro de la existencia, pero ¿qué alternativa tenían? Cuando Mortales comenzó a producir hornos y radios a bajo coste, incluso los más enérgicos detractores de la humanidad tuvieron que ceder.

      Luego siguieron los teléfonos; unas cajas brillantes ubicadas en las esquinas de las calles o colgadas en las paredes de las oficinas de correos. Cuando ya hubo cables tendidos en todas las calles, dejamos de ser tan remilgados acerca de las implicaciones morales y aceptamos su presencia como un mal necesario. Aun así, cada moneda que introducía en la rendija todavía me cortaba los dedos.

      —Operadora de Sunder City —dijo la voz—. ¿Con quién desea hablar?

      Pedí que me pusieran con el departamento de policía y luego con Richie Kites. Este acordó encontrarse conmigo cuando saliera de trabajar, lo que sucedería aproximadamente después de dos copas. Ni siquiera necesité pedirlas. Boris ya me había preparado una leche de álamo tostada, y yo me la llevé a un rincón para hacerme amigo de ella.

      Al fondo del bar había dos elfos tambaleantes jugando un juego interminable de dardos en uno de los tableros especiales que uno solo puede encontrar en Sunder.

      Después del asesinato de Ranamak, lo sustituyó un humano nacido en Sunder. El gobernador Ingot era un hombre de negocios. En teoría, eso le venía bien a la población, pero él resultó estar más preocupado por ofrecer Sunder al resto del mundo que por cuidar a los habitantes que ya estaban allí.

      La primera pieza de propaganda fue un mapa completamente nuevo. No de todo el mundo, sino de nuestro continente: Archetellos. Todas las otras islas fueron ignoradas. El propio Archetellos tenía una deformación y una escala tales que hacían que Sunder quedara en el centro. Si bien era una idea novedosa, el efecto resultó inmediatamente ofensivo para cualquier persona que tuviera unos mínimos conocimientos de geografía.

      Los carteles se montaron sobre cartón grueso y se repartieron por la ciudad. El plan era enviarlos por todo el mundo para convencer a otros territorios de la importancia de Sunder City, pero fueron objeto de una burla tan vehemente que la producción quedó interrumpida casi al instante.

      Solo unos pocos fueron exhibidos en establecimientos locales, probablemente como una broma. Una noche, como los otros tableros de dardos estaban en uso, algunos clientes borrachos se pusieron creativos.

      Sunder City, que habían intentado convertir en el centro artificial de Archetellos, vale cincuenta puntos. Los centros de los elfos, como el cuartel general del Opus o su tierra natal de Gaila, valen treinta. Tanto la ciudad de Perimoor, al este, como los acantilados de Vera, al oeste, valen veinticinco. Las montañas de los enanos que bordean el Norte valen veinte, pero esas custodian el camino hacia las Llanuras Accidentadas, y si caes ahí pierdes cinco puntos.

      Las islas valen diez puntos cada una, incluidas Ember (el lugar de origen de las hadas) y Keats (donde se entrenan los hechiceros). No hay castigo por caer en el agua, pero hay reglas de la casa, según dónde estés jugando. En La Zanja, por respeto a Boris, la tierra natal de los banshee, Skiros, vale treinta y cinco puntos.

      Las ciudades humanas valen cero puntos. Weatherly, Mira y la antigua base del Ejército humano constituyen un tiro desperdiciado. En algunos bares, incluso pierdes el juego.

      Cuando llegó Richie, los elfos borrachos todavía seguían acertando con la mayoría de los dardos en el mar.

      Richie había ido engordando medio kilo cada semana desde que se incorporó al grupo, hacía unos pocos años. Los ogros pueden ser impredecibles, pero Richie era un semi-ogro que había vivido toda su vida en la ciudad.

      En la muñeca izquierda tenía un único tatuaje, que hacía juego con uno de los míos: el intrincado diseño que se veía verde a la luz del fuego. Al igual que yo, había pasado algunos años de su juventud trabajando para el Opus. En aquel entonces, no había problema que los arietes que tenía por manos no pudieran resolver. Ahora rezaba en la iglesia del papeleo. Yo solía pisotear un poco los límites de nuestra amistad. La tradición profesional nos convertía en enemigos, pero ocasionalmente podía contar con él como informante dentro del establecimiento.

      —¿Leche de álamo? ¿Sigues bebiendo esa mierda azucarada?

      Me bebí de golpe el último sorbo de mi vaso y le hice señas a Boris para que trajera otra ronda.

      —A mí tráeme cerveza —le gritó Richie mientras se sentaba frente a mí—, porque resulta que yo sí sé que no soy una adolescente. Bien, ¿cuál es tu gran problema?

      Sin darle detalles, le pregunté qué sabía de la Raza de Sangre.

      —¿vampiros? Fetch, si insistes en escarbar en lugares a los que no perteneces, al menos mantente fuera del cementerio. —Boris nos trajo las bebidas. Richie bebió un buen trago de la jarra metálica y se lamió la espuma de los labios.

      —¿Cuántos quedan todavía?

      Se encogió de hombros.

      —No muchos. La mayoría sigue viviendo en ese castillo de Norgari, al igual que durante los días de la Liga. Lo llaman La Recámara. Yo diría que allí no hay más de cien. En esta ciudad, quizás unos diez o doce. Suelen pasar el rato en una vieja casa de té que queda cerca de la plaza. El Diente Torcido.

      Nunca había oído hablar de aquel sitio. La plaza era la clase de trampa para turistas que yo trataba de evitar.

      —Pareces estar bastante bien informado. ¿Eso significa que la policía sigue de cerca a la comunidad de vampiros?

      Richie me miró de lado con un ojo enrojecido. Él sabía que tenía que pensárselo dos veces antes de soltar información en mi presencia. Más de una vez había hablado con demasiada libertad, y ello siempre había traído consecuencias nefastas para ambos.

      —Fetch, durante décadas no ha habido motivos para preocuparse por la Raza de Sangre. Están viejos. Son inofensivos.

      Solté un gruñido evasivo y Richie bebió un sorbo de su bebida.

      —¿Cómo mueren?

      Richie se detuvo a medio tragar y bajó la jarra.

      —Con mucho dolor —rugió—. Son cascarones vacíos. Recipientes


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