El sitio de Ariadna. Arabella Salaverry

El sitio de Ariadna - Arabella Salaverry


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también tú a ellas, y así seguirás creciendo amor, amor y mírame mientras te beso, siente mi cuerpo que te espera. Sí, el cuerpo de Manuel. Tu cuerpo, Manuel, que esperó tardes enteras, días y noches. Tu cuerpo que trasnochó en mi cuerpo, que madrugó en mi cuerpo. Brasa en el fuego. Tu cuerpo, olor a mar, sabor a alga marina. Tu cuerpo que reptaba por el mío. Tu cuerpo a mi medida. Tu cuerpo, atento a mi delirio, tu cuerpo de palabra y risa, tu cuerpo que esperó tardes, noches enteras, vestido solo con un infinito traje de paciencia hasta que el aire se perfumara con el olor de la guanábana, para acercarse, despacio, al mío.

      La cita con el Ministro. Mi madre lo logra. De calificarla, diría que lo más parecido al desastre. Nuevo en su cargo. Además, conocido de mi madre. El pobre hombre no desea problemas. Y no de ese calibre. Tiene suficientes. En el despacho, extenso escritorio de madera tallada. Y menos enfrentar a una madre exaltada, y amiga. Además, ¿el estado migratorio del extranjero? Butacas oscuras. Interroga brevemente a Ariadna y ella como en una letanía confirma: sí, veo a Manuel todos los días. Y no dejaré de verlo. Lo veo por mi propio gusto. El aire pesa cada vez más. No puede detenerse. Sabe que no debe hablar pero un impulso de suicida sin retorno la lleva a repetir: por mi propio gusto, por mi propio gusto. Por favor, espérenos fuera, concluye el Ministro mientras en el paroxismo de su incomodidad intenta acomodarse el nudo de la corbata.

      El presidente detrás en la fotografía de sonrisa congelada. Ariadna mira con una mirada oscura a su madre. Tanto don Arturo como Manuel, especialmente él, está segura, sufrirán lo que sucede. De nuevo se siente culpable. Asume, una vez más, las responsabilidades y culpas –si es que las hay–, ajenas. Que espere fuera.

      Manuel también espera en uno de los sillones de cuero oscuro de la antesala. Su mano cuelga a un lado del posabrazos, relajada, al menos en apariencia. La mira larga, largamente y casi en silencio le dice: No temas. Estamos juntos. Haremos lo que sea necesario. Pantalón de corduroy de un verde amargo. Le indican que puede pasar. Un saco más bien desaliñado. Manuel desde la puerta observa a su alrededor y saluda, cortésmente. Hace una pausa para acomodarse los lentes. Está dispuesto a ser pacífico, a tratar de resolver la situación. Quiere estar con ella. Cualquier propuesta que se haga en ese sentido será bien atendida. Sus palabras respondidas con silencio. Luego su madre no, de ninguna manera. Su única misión es hacer que Manuel desaparezca. Solicita para él un nuevo exilio o bien la exiliada será Ariadna, ahora de la casa que es su Colegio. Si usted no se va del país de inmediato, Ariadna no podrá terminar sus estudios. Ya está acordado. Por orden del Ministro. Manuel tiene presente que solo restan unos meses para que ella se gradúe. Decide aceptar la exigencia: A pesar del dolor. A pesar del tiempo que se acaba, cada vez es menos; a pesar de que el paréntesis en el que vive deberá terminar y la soledad, de nuevo la soledad, y el tiempo, el tiempo disponible, esa trampa terrible que es el tiempo terminará muy pronto. Pero cumplirá. Ahora por ella se irá del país. Otro sacrificio, uno más. Por ella. Por esa muchacha. No se acercará hasta que terminen las clases.

      Imposible despedirse. Impiden que se vean. Su madre, su joven e inexperta madre, aún más exaltada. No sé a qué la ha enfrentado Manuel. A cuál de los secretos. No quiero saberlo. No puedo ignorar la mirada de mi madre. Mirada de tormenta. En mi cabeza, con el tono irritante de falsete la voz, otra vez la voz que resuena, que taladra cuando estoy al límite, en una cantinela sin fin: “por mi propio gusto… por mi propio gusto”. Cada vez más fuerte, cada vez más dolorosa. Y escucho los sonidos, ahora sí estridentes, como de alas de pájaro quebrándose, como si fuese más bien yo quien estuviera quebrándome: huesos, ligamentos, músculos. Los sonidos la aturden, la desesperan. Sí, ha sido por su propio gusto. Ahora es por mi propio dolor. Nada importa.

      Manuel prepara viaje: Panamá. Antes de partir, busca a Alexia y le entrega una carta para Ariadna. En tanto él no se aleje del país, ella quedará confinada al Caribe.

      Había en San José de Costa Rica una muchacha tan triste y tan bella que resultaba intolerable. De noche en los hogares eran tales los comentarios de su amancebamiento con un extranjero que los ministros la mandaron a buscar un jueves por la tarde con los guardas que la llevaron hasta un lugar llamado Puerto Incógnito en medio del gentío y del escándalo.

      Y los ministros le dijeron qué te pasa y ella callaba escuchando el rumor del agua en los esteros hasta que los ministros convencidos de no haber sido oídos repitieron más fuerte qué te pasa y como ninguna respuesta llegaba se enfadaron gritando qué te pasa y se espantaron las palomas. Cuando la muchacha levantó hacia ellos su cara perfecta el asombro enmudeció súbitamente a los ministros que se sentaron y repitieron qué te pasa y el mar por mucho tiempo se perfumó con el silencio. Entonces la interrogación se volvió inquieta y suplicante intolerable en el centro del día como si la invadieran las sombras. Una sensación de fragilidad hizo que la pregunta se quebrase a lo lejos buscando el alta mar y poco a poco el mediodía parecía apagarse sobre cortinas de celeste lívido.

      Entonces uno de los ministros tuvo valor para llamar a los verdugos pero aquel que ocupaba la izquierda levantó el dedo y murmuró qué te pasa y la muchacha al fin habló tan bajo que debieron rogarle que alzara la voz y se la oyera y sin embargo eran sencillas las palabras claras en sus tiernos labios bastaba con creer en ellas para conocer su secreto

      Estoy temblando dijo soy feliz.

      Ciudad Panamá, Panamá

       San José, Costa Rica, 1964

       “Tu m’as laissé la terre entière mais la terre

       sans toi c’est petit”

       “Et maintenat”

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