El sitio de Ariadna. Arabella Salaverry
se repite, como un recuerdo del Bolero de Ravel, la frase musical se pega a las paredes. “Et maintenant, que vais je faire, de tout ce temps que será ma vie” Manuel la lleva hasta la pequeña pista de baile que hay en el centro, un pretexto como cualquier otro para abrazarla, “Tu m’as laissé /La terre entière Mais la terre sans toi /c’est petit”, y con la voz de Becaud mezclada con la de él, la mece tiernamente, canciones de soledad y despedida, un abrazo para irse de ese San José en la tarde ya de aguacero y vivir en París por un momento, en las palabras de Manuel y en el libro de Neruda, Las Obras Completas, de terso cuero rojo y hojas finísimas con borde de plata que ha sido el regalo de ese día… París, sí, habla de París. Él conoce la ciudad como si fuese suya. De París extraño su amabilidad con los enamorados, me dice. Una ciudad que acoge besos apasionados en sus calles, caricias en sus puentes, abrazos en las escalinatas que bajan al Sena, o las que suben a Montparnasse, o en cualquier otro lugar. París, una ciudad apta para amarse, hasta sus cementerios son gentiles con los amantes, y murmura un poema de Neruda sobre aquellos enamorados que no teniendo sitio para su amor terminan floreciendo montados en una bicicleta. Ariadna acepta: es y será por su propio gusto. Por su propio gusto su respiración se detiene para escuchar su acento cuando Manuel lee los poemas de Neruda, cuando habla del Canto General, por su propio gusto se olvida de los lentes de miope, por su propio gusto se embebe contemplando sus manos cuando dice que Hermann Hesse, Demián, tienes que leerlo, Ariamor, sus dedos manchados de tabaco, sus muñecas fuertes, tal vez lo único hermoso de ese cuerpo frágil, y su boca, reducto de palabras fascinantes. Ariadna entiende que ya no hay escapatoria. Y Rilke, Ariamor, Rilke, ese poeta que define su destino, o el destino lo define: “Pero todo aquello que tocamos/ tú y yo nos une/como un golpe de arco/ que una sola voz arranca de dos cuerdas”. Presiente que ella es una de esas dos cuerdas, presiente que el amor que le ofrece será el mayor amor que alguien pueda darle, que alguien pueda jamás recibir.
La muerte. Sí, la muerte. La muerte que se viste de rojo y recorre los campos, los montes, las ciudades de España. La muerte que cubre con sangre las calles, cuerpos apilados, agujeros de bala por donde mana la sangre, brillante, y luego cuando se seca deja ese olor acre, ese olor que marea. Cuando los aviones escupen pájaros de fuego. Cuando los niños cubren sus caras con máscaras de espanto. Cuando los niños no juegan más con las palomas. Juegan con fusiles. Y las mujeres, sus manos rojas –guantes de sangre– taponan heridas, detienen torrentes. Cuando los olivares también se cubren de rojo, desaparece el verde de los olivos y cabalga la muerte por las mesetas; tus padres, Manuel, se deciden por Francia. Así entiendo tu francés. ¿Tus padres huyendo del horror de la Guerra Civil toman aliento en Francia? Y en París, ya adolescente, tu encuentro con Nahuel Moreno, el dirigente trotskista argentino. Apasionado por la filosofía y el arte. Nahuel Moreno que comparte con intelectuales, hombres de teatro, músicos, poetas, escritores y dirigentes políticos de Francia, de América Latina, que tienen París como su casa y caminan inundados de banderas.
Manuel, francés y español, teatrero, pintor, poeta, de padres republicanos, fervorosamente joven, trotskista, admirando a Moreno, vinculado a los latinoamericanos que viven allí, en París. ¿Será? ¿Te construyo, te invento? ¿qué más? ¿qué escondés, Manuel? ¿Quién sos? ¿Qué está oculto en tu vida? ¿Debo interrogar, investigar? Acepto tu amor. O tu ausente presencia. Acepto lo que podás darme, sin pedir más. Me basta. No sé qué pensar. O mejor no pensar…
Ya nada importa. Como no sean las horas cerca de Manuel. Los ensayos, un preámbulo para sumergirse en el mundo de las palabras, en el mundo que le propone Manuel.
Su profesora de Literatura, Mariana, quiere conversar con ella. El conserje del Colegio llega hasta su sala de clases. Compermisito, la manda a llamar la profesora Mariana. Lo sigue hasta la oficina. Cuando llega, la nota extraña. Es también su profesora guía. Demasiado joven para lo que se espera del cargo. Aunque en su Colegio las cosas se apartan del lugar común. Mariana, blanca y dulce, tiene esa plácida belleza de los santos de iglesia. Casi de su edad, cercana, acogedora y maternal. Mariana la espera en su pequeño cubículo: diagramas, afiches, torres de papeles…Mariana pregunta. Su distracción en clase, su presente ausencia ¿Te pasa algo? No tiene nada que responder. Ella tampoco sabe si le pasa algo. O si le pasa mucho. O si es mejor callar. Ya tiene el ejemplo de un maestro del silencio: Manuel.
Esa tarde, otra más ahora sí de aguacero y de relámpago, después del ensayo evade la tristeza de los ojos de Luis que nuevamente la observa bajarse con Manuel del autobús aún muy lejos de su casa. Se dirigen a El Molino. El Café los recibe amable, sin reticencias, a pesar de su uniforme colegial y de las canas, las primeras, de él. Se sientan una vez más en la mesa del fondo, ajenos a miradas y a interrupciones.
Por primera vez en su historia usa las palabras para ella. Y en ese Café del centro de San José, por primera vez habla de ella. Por primera vez en su historia, larga, larguísima a pesar de sus años escasos se atreve a darle nombre al dolor. Se atreve a hablar de la infancia, de su pubertad, de su inicio a la vida adolescente. Habla de abuso, de soledad y tristeza. Manuel escucha mientras llora por ella, y sus lágrimas son las que nunca ha llorado Ariadna. Manuel ahora entiende por qué la muchacha está ausente de su cuerpo. Por qué se mira desde afuera, en una mirada donde no hay reconciliación ni perdón, como si fuese responsable de un destino que no eligió.
Y Manuel que trata de distraerla. Y Manuel que habla ahora del Quattrocento, mientras le da como regalo un libro sobre esa época, resuelto en imágenes donde saltan los tonos oscuros, algunos levemente sensuales. Manuel le cuenta, sí, le cuenta, vehemente, que allí aparecen nuevos géneros. Ya no únicamente el religioso. Fíjate, en esta etapa se introducen mitologías. Disfrazadas, por supuesto, con trasfondos religiosos, incluso mistéricos, difícilmente interpretables. Excepto para círculos restringidos. Conforme habla, crece su entusiasmo. Ariadna supone que si él hubiese vivido en el Quattrocento, habría pertenecido a esos círculos secretos. Intuye que ahora pertenece a algún círculo clandestino, a alguna logia prohibida. ¿Sabías que Masaccio pinta en Florencia los frescos para la Capilla Carmine, con el primer desnudo de la modernidad: La Expulsión de Adán y Eva del Paraíso? Míralos. Se aman y no saben dónde llevar su amor. Están hermosamente desnudos pero traspasados por el sufrimiento, dice, mientras le acaricia la cara. Fíjate como la representación de ese episodio está inundado por primera vez en la historia de la pintura de un aire absolutamente dramático: Adán y Eva son seres que sufren, seres que reflejan el drama del género humano. Son expulsados del Paraíso con su dolor y con su amor a cuestas. Amor de piel, pero también amor por saber. Amor por el conocimiento. En el Quattrocento, Ariadna, por primera vez aparecen en la pintura imágenes de un velado pero fuerte erotismo. Manuel se deja llevar por sus propias palabras hacia los mundos que, –desde esa Centroamérica inhóspita para él–, parecieran lejanos. Conversan, mientras él la observa con atención, atento a cada una de sus reacciones. Y ella con el rostro mudo, sin expresión. El tema es igual que la cuerda floja. Hablar de desnudos… hablar de erotismo… ¿Podrá Ariadna reconciliarse con su cuerpo? ¿Qué significa un “estar” erótico en el mundo? ¿Es necesario el erotismo? Son tantas las preguntas de una materia que la inquieta, más aún, que le resulta incómoda, más que una astilla en la palma de su mano. Y Manuel dice que es justamente a través de un estar erótico en el mundo que se puede vivir con absoluta plenitud. Él libre de prejuicios, ajeno al universo constreñido de esa sociedad provinciana, de la cual ella intenta huir y de la cual él es extranjero, no mide la dimensión de las nuevas heridas que tendrá que acarrear la muchacha con su libre transitar y su despreocupación por el qué dirán. Sí, Ariadna, puedes crecer, podemos crecer en la medida en que nuestro cuerpo sea pulso y vehículo para acercarnos a las manifestaciones de la vida. Ideas nuevas para ella. Ideas que la inquietan cada vez más. Es posible despertarnos a través de los sentidos, sintiendo con ellos y desde ellos. No solo lo que percibimos sino también lo que pensamos. Ariadna bebe cada una de las palabras pero no sabe si alguna vez podrá incorporarlas como algo vivo, reconocible en la dimensión de su cuerpo y el dolor que lo habita desde el mundo del recuerdo. Y Manuel continúa, para ella implacable: Reconocernos en el cuerpo y desde el cuerpo alegrándonos en su gozo, es el primer paso hacia el conocimiento.
Tienes que saber, Ariadna, que erotismo significa no solo estar en sí mismo, vivirse plenamente, sino también estar en el otro y en lo otro y ser en