El sitio de Ariadna. Arabella Salaverry

El sitio de Ariadna - Arabella Salaverry


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y más libres.

      Ayudada por tu mano Manuel, sigo pasando las páginas del enorme libro desde donde me miran los espléndidos caballos de Uccello, las melancólicas mujeres de Rafael, las madonas tiernas y sensuales de Lippi –con bebés prendidos golosamente a la teta– disfrutan la caricia de esas manitas regordetas. Trato de no pensar. Solo miro las imágenes y ya no estoy en El Molino sino en Italia, y ya no soy yo sino La Madonna. La mano de Manuel se desliza inquisidora entre los pliegues de mi enagua azul, sube por mi muslo acariciándolo lenta y dulcemente hasta alcanzar mi refugio húmedo, aparta con cuidado mi calzón adolescente para acariciar, con fervor y con ternura, los pétalos de esa flor asombrada que resguarda mi clítoris, primero con la misma delicadeza de un orfebre, avanzando cada vez más mientras salto al Quattrocento, la Madona, el Niño, San Sebastián traspasado con la lascivia de las flechas hincadas en su carne y Manuel que llega al punto definitivo como si se tratase de una ceremonia en donde la ternura ocupa el sitio de honor, la delicadeza se impone, y la devoción es total y es el placer que por primera vez se riega anegando el cuerpo de la muchacha. A través de un estar erótico en el mundo y a través del gozo del conocimiento es que nos conformamos como seres humanos. En ese momento ella comprende plenamente el sentido de las palabras de Manuel. Comprende ese amor de él que es homenaje y a la vez ceremonia, en donde el placer del otro es igual al placer propio. Ese amor que permite saber con el cuerpo y desde el cuerpo, que permite sentir más allá del cuerpo, con la mente, con la inteligencia, ese amor que le propone el homenaje de Manuel. Entiende, ahora sí, que en su placer está el placer de él. Y que lo que su cuerpo siente, Manuel lo sabe. Y lo que él sabe, ella lo siente.

      Silencio. Se quedan en silencio. La muchacha no quiere reconocer plenamente el placer de su cuerpo porque su cuerpo ha sido hasta entonces vehículo de dolor. Pero reconoce en ese instante que estará para siempre ligada a Manuel no importa el tiempo, la edad, la circunstancia. Es Manuel quien le ha dado, desde el cuerpo y desde su inteligencia, la sabiduría para entender de qué se trata el placer, asomarse al amor, al disfrute del conocimiento.

      Paréntesis de las similitudes

      Si debo compararlo mi amor ha sido una violeta. Mi amor fue la dulzura de la medianoche de terraza en terraza de monumento en monumento, hechos a tu medida apenas del tamaño de la respiración humana. Mi solo amor, distraído como sombra cambiante. Mi vivo amor que caminas en mí todavía con paso de jacintos. Mi bello amor color de quien me tiño hasta alcanzar la fruta negra de tu cabellera. Mi amor desnudo cuando el viento hacia mí te inclinó temblorosa como la llama que abandona la antorcha para bajar al suelo. Mi desgarrante amor como un ramo deshecho al nada más tocarlo. Mi amor en cuya piel sangraba al abandono la crueldad amoratada de mis labios. Mi silencioso amor por quien abandonaban todo sentido las palabras y ya no tuve otra cosa que decirte que te amo.

      Y el alfabeto muere en la sola murmuración del amor mío. Se muere como un reino sin música donde degenerase la memoria y hago este en la hora donde me inunda la desgracia, ahogado otra vez por banderas y cuchillos como un hombre que no recuerda nada más allá del dolor y quien sobre el aliento no pudiese poner otra cosa como no sean estas palabras de amor mío que son la muerte del idioma.

      A la mañana siguiente Mariana. Otra cita en la oficina: pilas de cuadernos por corregir, horarios pegados a las paredes, diagramas inconclusos. Un ordenado desorden. Luis me ha contado… ¿Contado? No hay mucho que contar. Mariana, entre amiga y maestra, con su blusa blanca almidonada –tan como debe ser– no encuentra cómo manejar la situación. Ariadna realmente no sabe qué le ha contado Luis o si efectivamente le ha contado algo, pero no importa. Se imagina a Mariana con hábito de monja, como las monjas de la escuela en su infancia. Quiere a su profesora pero no aceptará intromisiones. Mariana intenta. Ari, ¿le parece correcto? Es su profesor, es mayor que usted, hasta podría estar casado, pues edad tiene para estarlo. Vive solo. No sabemos de dónde vino, ni quién es realmente. Es mejor que no se involucre. Hasta podría ser un juego para él. Como que muy simpático no es, siempre silencioso, siempre observando. Nunca se sabe realmente qué piensa. Quise hablar primero con usted. Nos tenemos confianza. Recuerde que al final, las mujeres salimos perdiendo. Oigo pero no escucho. Las palabras ahora un ruido innecesario. No tengo nada que decir. Nada importa más que mi enamoramiento. Incomprensible para los demás. Lo que sucede, lo que tenga que suceder será por mi propio gusto.

      Don Arturo, sabio, se mantiene al margen. Posiblemente sea él quien ha pedido a Mariana que intervenga, pero sin mucho convencimiento. Adivina que Ariadna es vieja, con la edad del mundo a sus espaldas. Que carga dolores ocultos. Intuye que al fin es feliz. Y sabe que la felicidad es tan efímera como una campanilla de cristal.

      La muchacha sale de la oficina sin nada resuelto, con un dolor en el pecho pensando en Luis. ¡Ella lo quiere tanto! ¡Ha sido su compañía, su dulce compañía por tanto tiempo! Acariciarle los rulos de angelote renacentista. Quisiera hablar con él, explicarle, pero no sabe bien qué debe explicar, y tampoco sabe si a él le interesa.

      A la hora del almuerzo Manuel la espera. En el extenso pasillo, al lado de las aulas. Le cierra el paso al comedor. Toma suavemente su muñeca y la conduce al teatro, hasta el escenario. Ella, muda, lo sigue. La sala oscura. El teatro vacío. Nadie los podrá mirar ni oír. Manuel se acerca y cómplice y pícaro le habla al oído: Haremos lo que no se debe. ¿Te parece? Nos han invitado a un almuerzo. ¿Nos? Pregunta ella. Sí. Tenemos que salir sin que nos vean. Tú primero y te sigo. Me esperarás en la esquina del Chicote. Tomaremos un taxi. Escapamos un par de horas y regresamos. Te prometo que nadie se enterará. Ariadna es lo que Manuel necesita y quiere que sea. No hay conflicto. No hay duda.

      Se escabullen entre los telones del teatro hasta enceguecerse con el resplandor del mediodía que espera en la calle a esa hora solitaria. Llega a la esquina y casi de inmediato aparece Manuel. Corren tomados de la mano detrás de un taxi que al final, compadecido, se detiene. Lo abordan. A Escazú. Serán veinte minutos. Se sientan muy juntos. Luego él se retira un tanto y la mira. No puede esperar. Posa su mano en el muslo de la muchacha. Sube ligeramente la falda del uniforme y como si fuese una ceremonia nueva, inventada para ellos dos, con la yema del dedo índice dibuja pequeños círculos en la rodilla de Ariadna, atento, dulce. Cuando está ansiosa y temblando, él se inclina y posa su boca con suavidad. La deja allí un momento. Ariadna no sabe si es un beso o algo más que no entiende. Esa boca detenida en su rodilla traspasa el calor de la respiración de Manuel. Su cabeza, reclinada en el regazo. Como si encontrara allí el descanso necesario para seguir. Luego se incorpora, se acerca a su oído, dice casi imperceptiblemente: siempre tú misma, en ti y para ti. Tienes que mirarte y aprender. No dependerás de nadie. Eso quiero que aprendas, que nunca lo olvides. No dependerás de nadie en ningún sentido. Porque allí está la salvación. Especialmente la salvación de las mujeres. En su autonomía. Se acerca a su rostro, y besa sus párpados para cerrárselos. Retira su boca. Le coloca un libro sobre la falda. Ella abre los ojos. Lee: Simone de Beauvoir. “El Segundo Sexo”. No, no lo conozco. A ella, la autora, sí, pero no el libro. Sí, he oído hablar de Sartre, del existencialismo, pero no sé mucho. El taxista escucha, atento. Ni tampoco de Simone. Amor, amor mío. Ariamor, re-conocerte, y a partir de ello construirte. Porque de esa parte eres responsable. El taxista se asoma por el espejo retrovisor. Este es quizá el ensayo más importante de una mujer sobre las mujeres. La Beauvoir plantea que a las mujeres les corresponde re-construirse; se lamenta la soledad de las mujeres, porque no han desarrollado un sentido de solidaridad entre ellas. El taxista trata de escuchar. Dice que más bien suelen ser solidarias con los estamentos donde se desenvuelven aún cuando sirvan para su sujeción y control. Es importante, Ari, que lo tengas presente. Es un libro excepcional. Como su autora. El taxista se esfuerza por comprender. Aprenderás en ese libro sobre los roles que históricamente la sociedad ha adjudicado a la mujer. Y la construcción de la figura femenina a partir de esos roles. Es un libro que tendrás que leer muchas veces. El taxista opta por el camino.

      Mientras escucha Ariadna piensa en ella pero también piensa en mujeres que ha conocido en su vida, que la han marcado. Mujeres como esas que veía de pequeña desfilando bajo su ventana. Entiende ahora su sentimiento de antes. Y si debe ponerle un nombre, este sería solidaridad.

      Cuatro años. No muchos. Como todos los viernes, empotrada


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